viernes, 6 de mayo de 2016

EL FABULARIO BLASFEMO DE CARLOS NINE, Por Horacio González (Fuente: Página12, 05/05/16)



El fabulario o el mitoducto de Carlos Nine invoca a Buenos Aires, pero no nos conduce indefectiblemente a esta localidad, salvo como gran mito viviente. Nos hace jugar con historias que pronuncian ese nombre que proclamamos querido. Historias que se nos hacen cuento, pues no nos refieren un lugar fácilmente ubicable sino un bestiario portentoso y soberbiamente insensato. Solo por prudencia narrativa podemos decir que esta Buenos Aires apócrifa y ensoñada emerge de uno de los más fértiles imaginarios de nuestro tiempo, capaces de unir la extrañeza de una forma pictórica con el humor contenido de un cuentista melancólico y burlesco. En Nine, la forma humana se torna androide, graciosamente satánica y gozosamente paródica. Sus temas ya están insinuados en siglos de simulacros ensayados por geniales caricaturistas y dibujantes, cuya herencia recoge Nine al tomar el modo de representación de lo humano en su vecindad con lo delicadamente siniestro. Pero también con la sorprendente fusión de lo deforme que brota del mundo animal y de la de forma clásica del cuerpo humano sometida a una grácil blasfemia. Las blasfemias expresionistas de Carlos Nine son un prodigioso descubrimiento de un nuevo molde de la existencia, que con sus contornos conocidos, es traspasada por finísimos forzamientos que la toman con piedad y se la ofrecen al modo en que actúa la metamorfosis artística sobre toda clase de objetos, sean inertes o vivos.

Las figuras irrisorias de un zapato, un animal, un cuerpo humano, se convierten en organismos nuevos, animados como si hubieran pasado por la varita mágica de un gran acróbata, que actúa con lápices y pinceles en mano, desfigurando las cosas sin impedir que se reconozcan en su remoto original, en su vida anterior, cuando eran realmente un zapato o un cuerpo. Nine es un cuentista, pero lo es doblemente, con el trazo mágico de sus ideogramas embrujados y con las mínimas historias con que los rodea. El encaje plástico entre su pluma de dibujante y su humor satírico, entre su pincel portador de óleos y acuarelas con los insinuantes relatos ligeramente absurdos, es un sutil homenaje a la historia de la fábula y al libelo libertino. El compasivo escarnio al que somete a sus figuras y las historias estrafalarias que disimulan su risa bajo un tono severo, contienen sigilosamente un desenlace. Es cuando todo se derrama en una apología de la monstruosidad que en vez de tergiversar lo humano le proporciona un secreto lirismo. Todo nos indica que Nine pinta para perseguir un mito. Las formas que consigue son sacadas de un mágico contorsionismo, entre el circo y el carnaval, entre el relato de brujerías y el juego con lo fatídico. Todo tocado por la magia de la ironía y la pluma sacrílega que fusiona lo humano y lo animal para obtener engendros maravillosos que pertenecen a una zoología imaginaria, que incluye a todo ser viviente o exánime. Carlos Nine tiene su existencia alojada en un raro paraíso donde toda forma conocida está obligada a ser intercambiable para formar un nuevo bicherío, orgánico y espiritual al mismo tiempo.
Horacio González


Nine busca la forma perfecta en el arte de la distorsión de los cuerpos. La ilusión que produce es la de que son nuestros cuerpos habituales los deformes, antes que estas larvas que extienden sus mutaciones mixtas entre el recuerdo de los cuadrúpedos y la remembranza de los bípedos implumes. Esta inversión del significado de las escalas vivientes de la naturaleza tienen un inverosímil resultado: todo objeto adquiere animación con tal que aparezca bajo un reformulación fantástica. Lo fantasioso de todo ser existente, sea cual sea su fórmula y su condición de objeto, es responsabilidad de la varita hechicera de Nine, nigromante de la caricatura pictorial argentina. Pues de algún modo hay que denominarlo.

Pero además Nine elabora textos con los que acompaña o intercala esas quimeras contrahechas del profundo circo humano que imaginó su pluma. En este caso, se apodera de la mitología de Buenos Aires a través de casos que revelan una soberana cercanía narrativa con Marcel Schwob, cuentos asombrosos puestos bajo la verosimilitud de extraños y precisos detalles (los de Schwob han sido calificados de “desdeñosamente breves”), que Carlos Nine convierte en magníficas imaginerías que se balancean entre la creencia y la risueña incredulidad. Ese filoso borde de los cuentos breves de Nine homologa el trazo afiladamente irónico de su pincel. De este modo, cuentos dibujados como el Almanaque diabólico de Saladillo, los tartamudos Adadalberto Vidal, los Carnavales de Flores, las biografías de Norma Barnes Dufour, de El Chuqui, de la costurera Mabel Serrano, las Niñas del Regimiento de Granaderos, la familia de Bepo Lanzillotti, historias como el Fracaso de la corrida de toros en Mar del Plata, o la disparatada y adulterada vida de Homero Manzi, son todos temas de un mundo graciosamente falsificado bajo el imperio de la risa al pastel, que a su vez se torna en un juego de comicidad metafísica, a la que le aporta tanto la sabiduría del grotesco como del conocimiento carnavalesco.

Carlos Nine se sitúa así en el verso y reverso de los grandes espejismos de la literatura argentina. Pero en una literatura donde reinan el dibujo y la textura de un pincel que posee todas las brumas colorísticas que se arrastran como en rugosidades infinitas ante espejos de traviesos parques de diversiones. Siempre con la inconcebible elegancia de sus sombríos diseños humanoides, traduciendo a un idioma de esperpentos de una teología al óleo, un mundo de figurines de una mitología que le pasa raspando a Borges y se aloja bajo el sobretodo de extravagantes solapas de Macedonio. Carlos Nine es el pesudónimo ilusorio de Carlos Nine. El primero ha sido visto hace largos años cruzando el Río Matanzas en un día de lluvia. El otro sigue en medio de un gran río que acompaña burlonamente a una gran ciudad, y utiliza colores rayados por la melancolía para inventar las formas que estallan en medio de nuestras pesadillas sin perder el alargado quejido de sus bandoneones.

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