miércoles, 28 de octubre de 2015

"RENOVAR EL MUNDO CON LA BARBARIE", POR CLAUDIO JAVIER CASTELLI



DANIEL SCIOLI-MAURICIO MACRI


“RENOVAR EL MUNDO CON LA BARBARIE”, POR CLAUDIO JAVIER CASTELLI



La frase del título, la dice uno de los personajes de la novela “Doktor Faustus”, “Vida del compositor alemán Adrián Leverkuhn narrada por un amigo”, de Thomas Mann, en ella “retoma la leyenda de Fausto, la traslada a la época contemporánea y la dota de nuevo contenido”, fue realizada en Estados unidos, entre 1943 y 1947, en que se publicó, recibió ayuda de personalidades como Ígor Stravinski, Arnold Schönberg y sobre todo Theodor W. Adorno, exiliados en ese país, durante la guerra y los nazis.


Mann hace decir a su personaje, “Así fuimos nosotros a la guerra con entusiasmo, los únicos que a ella fueron con entusiasmo, seguro que había sonado para Alemania la hora secular, que la historia había puesto la mano sobre nuestra frente”.


Claro que lo que nos interesa, es la metáfora, de esa novela, nosotros no criticamos a los votantes de Macri y Vidal, apelando a su ignorancia, que no saben votar, o al fraude, recurrentes en la derecha cuando pierde las elecciones, pero consideramos que se equivocaron, que ninguna renovación del mundo político argentino, puede venir de la mano del neoliberalismo macrista y de Melconián. Este último, desde el Banco Central, fue el ingeniero de la estatización de la deuda de los privados, en el años 82, durante el fin de la dictadura, es decir cuando caía irremediablemente, las ratas aprovecharon para huir, con las arcas llenas.


¿Qué renovación puede venir de la mano de la restricción de derechos, de volver al santo y seña del mercado libre, donde los más grandes y lobos, se comen a los más chicos?; y la argentina, va a volver al endeudamiento, a someter a todo el país, al encadenamiento imposible de liberarse, de aumentar la deuda externa, como lo hizo en la ciudad de Buenos Aires. Si gana Macri van a ser años de plata fácil, explotación asegurada y después estallido social, estallido fácil.
Claudio Javier Castelli


Macri no puede con su naturaleza de empresario nacido al calor del estado dictatorial de los setenta, y plata dulce. En la naturaleza de la derecha, está la exclusión social. Ocurre que el país no tolera otra exclusión. ¿Gobernaran con inclusión? Aunque lo digan, lo afirmen, lo recontra afirmen, no pueden, como el cuento del escorpión, “no pude, estaba en mi naturaleza”, mientras la rana, que somos todos nosotros, nos iremos hundiendo.


¡Qué rejuvenecimiento puede venir de la barbarie neoliberal! Ninguno. Cunde en gran parte del electorado una “santa necesidad” de renovación. Ya sé del hastío, de doce años en el poder, pero Scioli, aparece claramente como prenda de renovación, Macri no. ¿Y el pueblo que lo ha votado?, muchos votos peronistas, esperaran que Macri ¿defienda los derechos sociales?


Tengo la impresión que el pueblo, o gran parte de él, se ha entregado “Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila. Así no abrió su boca” (Hechos, 8:32).


Por sus “frutos los conocereís”, a poco de asumir harán una devaluación terrorífica, que implicará una transferencia de ingresos de los trabajadores a la minoría expoliadora. La justificaran con discursos de la pesada herencia kirchnerista, la necesidad de un ajuste. Es mentira, es pura ideología, la economía debe cerrar con la gente adentro, si cierra con una minoría, y para el resto efecto derrame, vamos a estar en problemas serios. Nunca una transición política económica se realizó tan normal y seriamente, y con los mejores indicadores económicos, públicos o privados.


Quien esto escribe, y muchos más, vamos a defender las conquistas, de estos doce años.


Hemos dicho en otro artículo, que el neoliberalismo es un fenómeno criminal, por los escandalosos efectos que provoca en la población, con su cuota enorme de desocupados, crecimiento exponencial de la pobreza, concentración económica, exclusión social y represión política. Porque no nos engañemos, el combo, viene con represión política, de lo contrario no van a poder imponer sus delictuosas ideas.


La Alemania nazi, quiso renovar el mundo con la barbarie, los peronistas, radicales, independientes, izquierdistas, van a renovar el mundo político con el neoliberalismo, ideas que fracasaron estrepitosamente en los noventa.


Como el músico de la novela de Thomás Mann, que entrega su alma al diablo, para extremar su talento, gran parte de los votantes depositaron su confianza, al “zorro del gallinero”, que es Macri.

Tenemos una última posibilidad de no hacerlo, y votar por una renovación Sciolista, dentro de un país con inclusión social, límites al poder económico, justicia social. Todos principios que también nacen de una sana lectura de la Biblia judeocristiana, que raigalmente esta en nuestra cultura.

Hay una gran contradicción entre ser cristiano y neoliberal.


Muchísimo hay que mejorar, para ampliar derechos, hacer un país más justo, renovar políticos, sólo puede hacerse ello siguiendo a Scioli.


De la mano de Macri es un salto al vacío neoliberal, un salto al vacío, en un país, que llama en su constitución “a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, como recitaba Raúl Alfonsín, en la mejor tradición Yrigoyenista. Perón e Yrigoyen, son de una misma matríz. Macri es de la Matriz de Buenos Aires, contra el interior, de la matriz unitaria, y sangrienta con los caudillos.


En los noventa imaginé una reunión en el Club Americano, de empresarios, banqueros, economistas y políticos neoliberales, brindando con Whisky importado, y pegando, con palos de golf, a gente en situación  de  calle, y pobres elegidos al azar, mientras Frank Sinatra cantaba “New York, New York”.


De vos depende: volver a estar de rodillas, o dignamente parado.


Octubre de 2015.

Claudio Javier Castelli.

martes, 27 de octubre de 2015

"EL MINISTRO DE ECONOMÍA VOY A SER YO", UNA TRANSFORMACIÓN CONCEPTUAL, POR ALFREDO ZAIAT (Fuente: Página12, 27/10/15)

ALFREDO ZAIAT


 A CINCO AÑOS DE LA MUERTE DE NÉSTOR KIRCHNER

El periodista le preguntó quién iba a ser su ministro de Economía y la respuesta descolocó a varios: “Voy a ser yo”. Fue el primer gran desafío al sentido común instalado acerca de las cuestiones económicas. Luego eligió para ese cargo a Roberto Lavagna, más por especulación electoral que por decisión de delegar el manejo de la economía en manos de quien estaba al frente del Palacio de Hacienda en la administración de Eduardo Duhalde. Néstor Kirchner rompió de ese modo con una idea que se había naturalizado respecto a la gestión de gobierno: entregar el diseño y la implementación de la política económica en supuestos expertos con título universitario de licenciado en Economía.

El desplazamiento de los centros de decisión del gobierno de la figura del “economista rey”, ese profesional que establece que es lo que se puede hacer en materia económica, con un supuesto saber técnico pero que es político e ideológico conservador, ha sido una de las contribuciones más relevantes de Kirchner en el indispensable sendero de construcción de otro sentido sobre la gestión de la economía. Ese cambio conceptual sobre lo que significa la economía y el ministro a cargo es lo que permite comprender las diversas iniciativas durante los doce años del kirchnerismo. También las resistencias que provocó Kirchner. Hasta ese momento los ministros de Economía habían tenido históricamente un lugar relevante en los gabinetes nacionales. Las periódicas crisis los colocaban en un lugar de privilegio respecto a la de sus colegas del gobierno, hasta llegar a niveles de compartir espacios de poder y competir con el propio presidente de la Nación.

Uno de los sucesos más importantes de la realidad argentina que significó la sentencia de Kirchner “yo soy el ministro de Economía” fue la de haber desplazado a la ortodoxia y a sus economistas de los centros de decisión. La transformación conceptual sobre lo que es la economía, un espacio donde se dirimen intereses y poder, y sobre la política, instrumento ordenador del mundo económico, es uno de los aportes más sustanciales de esa definición inicial. Con esa manifestación de ejercicio pleno del poder conferido por la voluntad popular interpeló al mundo conservador dejando en evidencia que la realidad económica es más compleja que modelos con ecuaciones matemáticas y que el desequilibrio es el rasgo dominante de las sociedades debido a la intervención de factores imprevistos.

Kirchner enterró lo que hasta ese entonces era observado con naturalidad: el alquiler al mundo empresario y de las finanzas del manejo de la economía. Por el Palacio de Hacienda transitó un equipo liderado por un delegado de la Fundación Mediterránea (Domingo Cavallo), otro de la ultraortodoxa CEMA (Roque Fernández), uno de la liberal FIEL (Ricardo López Murphy), de un grupo económico (Miguel Angel Roig y Néstor Rapanelli, de Bunge & Born) y un conspicuo miembro de la Sociedad Rural y director de Acindar (José Alfredo Martínez de Hoz). La existencia de ese poder paralelo en el Ministerio de Economía ha significado uno de los principales disciplinadores de los gobiernos.

Kirchner cumplió con lo que había prometido. Fue el ministro de Economía en los hechos. Se dedicó a analizar diariamente las principales cifras de variables clave y se ocupó de estar al tanto de todos los detalles de la política económica. El ministro del área era su asistente. Así sorprendió con varias medidas económicas fuertes, por ejemplo pagar al FMI toda la deuda al contado de un día a otro. No sólo recibía las cifras, sino que cuando alguien le acercaba alguna observación sobre un tema económico que desconocía, la estudiaba y luego ordenaba instrumentar una medida al respecto. Uno de esos casos fue fijar retenciones sobre las exportaciones de hidrocarburos.

Néstor Kirchner fue el primer presidente de la democracia recuperada en 1983 que se puso al frente de la conducción de la economía. Fue una de las principales enseñanzas que dejó para la gestión de gobierno, y que Cristina Fernández de Kirchner continuó en sus dos mandatos. Es un activo que se pondrá a prueba con el próximo gobierno que surgirá del ballottage del 22 de noviembre.

VOLUNTAD, AUDACIA Y CORAJE PARA CAMBIAR LA HISTORIA, EL RETORNO DE LO POLÍTICO Y EL LITIGIO POR LA IGUALDAD, POR RICARDO FORSTER (Fuente: Página12, 27/10/15)


RICARDO FORSTER
 A CINCO AÑOS DE LA MUERTE DE NÉSTOR KIRCHNER 

Desplegando una política audaz y a contrapelo de las hegemonías mundiales, subvirtiendo las “formas” institucionales aprovechando el profundo descrédito en el que habían caído esas mismas instituciones en el giro del siglo y en medio del estallido de 2001, rescatando lenguajes y tradiciones sobre las que el paso del tiempo y las garras de los vencedores habían dejado sus marcas envenenadas, ejerciendo, con fuerza anticipatoria, una decisiva reparación del pasado que habilitó, en un doble sentido, un camino de justicia y una intensa querella interpretativa de ese mismo pasado que tan hondamente había marcado un tiempo histórico rescatado del ostracismo, Néstor Kirchner rediseñó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía del país. Conmoción e interpelación. Dos palabras para dar cuenta del impacto que en muchos de nosotros provocó esa inesperada fisura de una historia que parecía destinada a la reproducción eterna de nuestra inagotable barbarie. Ruptura, entonces, de lo pensado y de lo conocido hasta ese discurso insólito que necesitaba encontrarse con una materialidad histórica que, eso pensábamos, huía de retóricas del engaño o la autoconmiseración. El kirchnerismo, ese nombre que se fue pronunciando de a poco y no sin inquietudes, desequilibró lo que permanecía equilibrado, removió lo que hacia resistencia, cuestionó lo que permanecía incuestionable, aireó lo asfixiante de una realidad miasmática y, por sobre todas las cosas, puso en marcha de nuevo la flecha de la historia.

Con pasiones que parecían provenir de otros tiempos, los últimos años, en especial los abiertos a partir de la disputa por la renta agraria en el 2008, han sido testigos de querellas intelectuales y políticas que obligaron a cada uno de sus participantes a tener que tomar partido. Fue imposible sustraerse a la agitación de la época y a la vigorosa interpelación que el kirchnerismo le formuló a la sociedad. La política, con sus intensidades y sus desafíos, con sus formas muchas veces opacas y otras luminosas, se instaló en el centro de la escena nacional para, como hacía mucho que no sucedía, convocar a aquello que siempre estuvo en su interior aunque pudiera, en ocasiones, quedar escondido por las hegemonías del poder real: “el litigio por la igualdad”.

El kirchnerismo salió al rescate de tradiciones y experiencias extraviadas corriendo la pesada lápida que había caído sobre épocas en las que no resultaba nada sorprendente el encuentro, siempre arduo y complejo, de la lengua política y los ideales emancipadores, y al hacerlo desafió a una sociedad todavía incrédula que sospechaba, otra vez, que le querían vender gato por liebre. En todo caso, hizo imposible el reclamo de neutralidad o de distanciada perspectiva académica, hizo saltar en mil pedazos la supuesta objetividad interpretativa o la reclamada independencia periodística mostrando, una vez más, que cuando retorna lo político como lenguaje de la reinvención democrática se acaban los consensualismos vacíos y los llamados a la reconciliación fundados en el olvido histórico. Lo que emerge, con fuerza desequilibrante, es la disputa por el sentido y la irrevocable evidencia de las fuerzas en pugna. El kirchnerismo, lo decía en otro lugar, vino a sacudir y a enloquecer la historia. El impacto enorme de su impronta, de esa invención a contracorriente formulada en mayo de 2003, sigue irradiando alrededor nuestro y continúa definiendo el horizonte de nuestros conflictos y posibilidades.

Pocos, muy escasos, acontecimientos políticos han despertado tantas polémicas, tantas querellas y tantas pasiones como lo abierto por la irrupción de esta extraña figura proveniente del sur patagónico. En Kirchner y, con una potencia duplicada por el propio dramatismo de una muerte inesperada, en Cristina Fernández se ha desplegado lo que pocos creían que podía volver a suceder en el interior de la realidad argentina: la alquimia de voluntad, deseo y audacia para torcer una historia que parecía sellada. El retorno, bajo las condiciones de una particular y difícil época del país y del mundo, de la política como ideal transformador y como eje del litigio por la igualdad. Ese es el punto de inflexión, lo verdaderamente insoportable, para el poder real y tradicional, que trajo el kirchnerismo: el corrimiento de los velos, el fin de las impunidades materiales y simbólicas, la recuperación de palabras y conceptos arrojados al tacho de los desperdicios por los triunfadores implacables del capitalismo neoliberal y revitalizados por quienes, saliendo de un lugar inverosímil, vinieron a interrumpir la marcha de los dueños de lo que parecía ser el relato definitivo de la historia.

2Kirchner como el nombre de una reparación, como el santo y seña de un giro que habilitó la restitución de derechos y de memoria, pero también como el nombre de una refundación de la política sacándola del vaciamiento y la desolación de los noventa. Y haciéndolo de manera transgresora, pero no al modo de la farandulesca, banal y prostibularia “transgresión” del menemismo, sino quebrando el pacto ominoso de la clase política con las corporaciones, tocando los resortes del poder y haciendo saltar los goznes de instituciones carcomidas por la deslegitimación. Kirchner como el nombre de una insólita demanda de justicia en un país atravesado por la lógica del olvido y la impunidad.

Ese nombre tantas veces gritado y llorado en esos días de octubre de 2010 guardaba dentro suyo, y como un mentís histórico al fraude mediático, la verdad de lo negado, la verdad de aquello que quiso ser ocultado, el gesto desenfadado de quien había creado las condiciones, tal vez inimaginables años atrás, de una esencial reconstrucción no sólo de la economía sino, fundamentalmente, de la vida social, cultural y política envilecida por décadas de degradación y asoladas por algunas marcas indelebles como lo fueron la dictadura, la desilusión de Semana Santa y de las leyes de la impunidad, la caída en abismo de la hiperinflación, la frivolidad destructiva del menemismo y la desesperación posterior a las jornadas de diciembre de 2001.

Cabalgando contra esa desolación y viniendo de una tierra lejana, cuyo nombre no deja de tener resonancias míticas y fabulosas, un viejo militante de los setenta, aggiornado a los cambios de una época poco dispuesta a recobrar espectros dormidos, derramó sobre una sociedad, primero azorada y luego sacudida por un lenguaje que parecía definitivamente olvidado, un huracán de transformaciones que no dejaron nada intocado y sin perturbar. Un giro loco de la historia que emocionó a muchos y preocupó, como hacía demasiado que no ocurría, a los poderes de siempre. Sin esperarlo, con la impronta de la excepcionalidad, Néstor Kirchner apareció en una escena nacional quebrada y sin horizontes para reinventar la lengua política, para sacudirla de su decadencia reinstalándola como aquello imprescindible a la hora de habilitar lo nuevo de un tiempo ausente de novedades.

Kirchner, entonces y a contrapelo de los vientos regresivos de la historia, como un giro de los tiempos, como la trama de lo excepcional que vino a romper la lógica de la continuidad. Es ahí, en esa encrucijada de la historia, en eso insólito que no podía suceder, donde se inscribe el nombre de Kirchner, un nombre de la dislocación, del enloquecimiento y de lo a deshora. De ahí su extrañeza y hasta su insoportabilidad para los dueños de las tierras y del capital que creían clausurado de una vez y para siempre el tiempo de la reparación social y de la disputa por la renta. Kirchner, de una manera inopinada y rompiendo la inercia consensualista, esa misma que había servido para reproducir y sostener los intereses corporativos, reintrodujo la política entendida desde el paradigma, también olvidado, del litigio por la igualdad.

En el nombre de Kirchner se encierra el enigma de la historia, esa loca emergencia de lo que parecía clausurado, de aquello que remitía a otros momentos que ya nada tenían que ver, eso nos decían incansablemente, con nuestra contemporaneidad; un enigma que nos ofrece la posibilidad de comprobar que nada está escrito de una vez y para siempre y que, en ocasiones que suelen ser inesperadas, surge lo que viene a inaugurar otro tiempo de la historia. Kirchner, su nombre, constituye esa reparación y esa inauguración de lo que parecía saldado en nuestro país al ofrecernos la oportunidad de rehacer viejas tradiciones bajo las demandas de lo nuevo de la época. Con él regresaron debates que permanecían ausentes o que habían sido vaciados de contenido.

Casi sin darnos cuenta, y después de escuchar azorados el discurso del 25 de mayo de 2003, nos lanzamos de lleno a algo que ya no se detuvo y que atraviesa los grandes debates nacionales. El nombre de Kirchner, su impronta informal y desacartonadora de discursos y prácticas, nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos perdido en medio del desierto de una época caracterizada por las proclamas del fin de la historia y la muerte de las ideologías e incluso de la política. Apertura de un tiempo capaz de sacudir la inercia de la repetición maldita, de esa suerte de inexorabilidad sellada por el discurso de los dominadores. Pero también un nombre para nombrar de nuevo a los invisibles, a los marginados, a los humillados, a los ninguneados que, bajo sus banderas multicolores y sus rostros y cuerpos diversos, se hicieron presentes, hace cinco años, para despedir a quien abrió lo que parecía cerrado y clausurado. Los otros del sistema, los pobres y excluidos pero también los pueblos originarios, los habitantes de la noche y los jóvenes de los suburbios, los migrantes latinoamericanos que se encontraron con sus derechos y las minorías sexuales que se adentraron en un territorio de la reparación. Todos, absolutamente todos, estuvieron para nombrarlo, para llorarlo, para agradecerle y para juramentarse. Nadie utilizaba, en la plaza multitudinaria, retóricas políticamente correctas y todos se sintieron identificados con la irreverencia de “los putos peronistas”, como si en ellos, en su delirio agradecido, estuviera, una vez más, el nombre de quien dislocó el curso de una historia de la infamia, el olvido, la desigualdad y la represión.

Hoy, cuando tantas cosas se vuelven a poner sobre la escena de un país en disputa, la memoria de Néstor Kirchner constituye una referencia política ineludible: su nombre como una brújula para orientarnos en esta nueva etapa que se inicia y para recordarnos el origen, el sentido y el hacia dónde de nuestras fidelidades.

* Doctor en Filosofía, secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.

QUÉ LINDO QUE VINISTE, EL KIRCHNERISMO Y LOS NOMBRES DE LA POLÍTICA, POR MARÍA PÍA LÓPEZ (Fuente: Página12, 27/10/15)

MARÍA PÍA LÓPEZ


A CINCO AÑOS DE LA MUERTE DE NÉSTOR KIRCHNER

El golpe del 55 tuvo una ingenuidad nominalista. Pensó que impidiendo la pronunciación de un nombre y de unos símbolos –sobreimprimiéndose sobre los actos represivos que hacían correr sangre– barrerían con un movimiento político que había hecho surgir un nuevo sujeto, ampliado un conjunto de derechos y cambiado profundamente los vínculos entre los distintos sectores sociales. Fundaban el acto, quizás sin saberlo, en la hipótesis borgeana: lo ocurrido podía declararse una ilusión, una farsa o un simulacro. Con bajarlo de escena y retirar los carteles publicitarios, el público lo olvidaría sin problemas. Pero estaban ante un pueblo y no un público. Y no era tan sencillo borrar de la experiencia común, inscripta en los cuerpos de cada uno, lo que había pasado. Por eso, peronismo fue palabra que iba y volvía, silbada en nomeolvides, imaginado el regreso en cada avión. Fue también la memoria común de las exequias de Eva y luego del retorno, la despedida más dolorosa del fundador.

Muerto Perón no murió el peronismo, y la política argentina siguió orbitando alrededor del movimiento, de sus símbolos partidarios, sus marchitas y sus problemas impensados. Objeto de la represión más dura, bajo su nombre se dio también la peor reconversión social y económica del país. En el discurso del 25 de mayo, la Presidenta recordó con justicia que hubo torturados y torturadores del mismo signo político. Del mismo nombre, pero con distinta valencia. ¿Qué hay en común, se preguntaba Cooke en una carta que su interlocutor no respondería, entre un peronista de izquierda y uno de derecha? Imaginaba en la misiva una escena: la muerte del general –y se lo estaba narrando al mismísimo líder–, la asistencia de todos a misas conmemorativas y la confrontación posterior hasta el degüello.

Si las tensiones eran sincrónicas, también fueron sucesivas en el tiempo y por eso cada época incluye en su lenguaje otros nombres: tuvimos el tiempo del menemismo y, luego de 2003, el que nombraba el presidente que llegaba del sur. Ambos fueron fundacionales, tanto que por momentos parecía que ya no era necesario pensar en el nombre más genérico. También porque las diferencias obligan a su registro en la lengua, aunque más no sea en ese modo del atajo que es el derivado de un nombre propio. Atajo que elude el largo camino de las definiciones que surgen de analizar un proceso, sus matices y sus dilemas, para poder bautizarlo. Mucho se discutió después de 2003 respecto de cómo considerar la historia de los acontecimientos que estaban ocurriendo. Si se trataba de un pliegue más del movimiento nacido en el 45 o si era más bien hijo del cataclismo que inauguró el siglo. O de ambos: porque si sus modos, composición de clases, saberes y estrategias son las del peronismo, también es cierto que supo leer las promesas de la crisis, lo que abría en términos de experimentación y riesgo, lo que había impreso de miedo entre los sectores dominantes y una cierta parálisis de los modos más conservadores de regir la sociedad. Néstor Kirchner fue el hombre capaz de leer esa encrucijada, advertir en el rostro de la época la posibilidad de afirmar lo nuevo y no la aspiración de una vuelta atrás.

Su vida fue más breve de lo que la Argentina necesitaba. Bastó, sin embargo, para dejar un trazo indeleble. Un trazo que se preservará más allá de los nombres de los edificios públicos o calles o sitios de homenaje. Una huella que es la de sacar la política de su devenir administrativo, de convertirla en el llamado a la movilización, la acción conjunta y a vincularla con horizontes de transformación social. No parecía, en ese comienzo de siglo, que de las filas de la clase política tradicional alguien pudiera sentirse llamado por un tipo de empresa refundacional de esas características. Sin embargo, ocurrió, y anunció que sentía ese llamado por las viejas militancias que había atesorado, porque se sentía hijo de las Madres y sobreviviente en deuda con los compañeros desaparecidos. En tiempos que auguran reunificaciones, otros nombres propios, banderías recientes, retornos de alianzas que parecían fenecidas, que auguran, digo, una suerte de pan-peronismo –lo que siempre implica, también el terreno de los nombres, barajar y dar de nuevo–, llamaría kirchnerismo a esa voluntad de ser fiel a una memoria y derivar, de esa fidelidad, una apuesta a generar modos más libres de la vida en común.

Pocas veces lo crucé o lo vi de cerca o intercambiamos algunas palabras. La primera le dije algo que podría haber repetido en cada una de las otras ocasiones y que dice más que la referencia a una situación particular. Había una asamblea de Carta Abierta en la Biblioteca Nacional, y estábamos saliendo. Cuando se abre la puerta del ascensor, estaba el ex presidente esperando para subir. Sin custodia. Sorprendidos, lo saludamos. Y sólo pude decirle: qué lindo que viniste. Como si fuera un amigo que te alegra el día con su visita. O, como ocurre en el fondo, al que le agradecés su presencia en tu vida. Al que luego extrañás, aún agradecida.

* Socióloga, docente, directora del Museo del Libro y la Lengua.

viernes, 23 de octubre de 2015

LA ILUSA UNIÓN DE TODOS LOS ARGENTINOS por Claudio Javier Castelli


Mucho de cansancio hay en los opositores y algunos kirchneristas acerca del conflicto permanente que propuso este proyecto desde 2003. Diría que gran parte de los votos que perdió el kirchnerismo, en manos de Massa y demás ganadores de las paso, tuvo que ver con el hastío de diez años en el poder y la desavenencia permanente a lo largo de este período, entre el gobierno y diversos sectores de la sociedad civil.

Para el mundo en paz de las grandes ciudades, para la conciencia de vivir en un shopping center, donde el ciudadano troca en consumidor, conducido por el paisaje mediático de la publicidad subliminal, ampliar derechos, reivindicar la generación de los sesenta y setenta, juzgar a los militares genocidas, discutir con las corporaciones: es demasiado.

Los sectores medios arraigados a su mejoría económica desde el 2003, adoptan rápidamente la conciencia armoniosa burguesa de: ganancia, consumo, y miedo. Ese miedo es irracional, es miedo a perder el plazo fijo, los dólares guardados, la casa propia, los hijos que crecen, y sobre todo a la inseguridad, que es un hecho real, amplificado a mansalva por los medios de comunicación. En un país mucho más seguro que cualquier país de Latinoamérica.

La palabra utilizada por la derecha opositora para definir la confrontación fue: crispación. Como si conquistar derechos no impliquen reyertas. Cómo si las corporaciones van a ceder algo de sus privilegios sin chistar. Cómo si Clarín va a incorporar Paka Paka en su grilla, sin presentar objeciones, o va a desconcentrarse como medio hegemónico, sin resistir por todas las posibilidades  a su alcance, como ha sucedido, y sucede.

También "el campo" ofrece resistencia, el capital financiero, y todas las grandes corporaciones económicas: han ganado muchísimos todos estos años, pero tienen una voracidad a toda prueba. Saben que la liberación de los controles, y una devaluación les permitiría ganar mucho más. Hay 400.000 millones de dólares de argentinos en el exterior, que pugnan por una devaluación,  a medida.

Los sectores medios se insertan también en esa lógica. Hoy podemos decir, que no hay trabajadores, clase media y burgueses, sino solamente burgueses, aun siendo trabajadores, porque la conciencia social fue cooptada por los medios de comunicación en una idea uniforme, de que un burgués trabajador en una fábrica en Burzaco tiene los mismos intereses que Benito Roggio o los hermanos Bulgheroni, los mismos miedos, son "la gente", y quieren la unión de todos los argentinos.

Massa juega con la idea que todos vienen a sumar para lograr esa armonía, y que de la mano de Redrado -ya no controlado por kirchner- sino por el poder económico va a pelear por la economía de todos, desde el Ministerio de Economía neoliberal.

Es una unión que no se consigue con las armas como otrora, sino con el consenso mediático, del mercado en expansión, del mundo global. Mundo global europeo y norteamericano, al cual queremos someternos en "relaciones carnales", como propuesta última del señor Sergio Massa.

Para parecernos en todo, incluso con sus recetas conocidas en la argentina de los noventa, con paraíso incluido de reducción del gasto público, mercado libre y explotación para todos. Donde los dueños de las barajas, vuelvan a gobernar el país, como lo hicieron siempre, salvo en algunos períodos.  

Y después descenso a los infiernos, aumento de la desigualdad, concentración económica, exclusión social y represión política, con muertes del pueblo. Siempre el pueblo da sus muertos.

Soy agorero, pero en el proyecto de la ilusa unión de todos los argentinos, hay un extremo que no se cuenta, se desgaja, se esparce como "deja vu", como algo ya vivido y se empeña en regresar. Es que la derecha mediática se alinea en un mismo sentido cuando es poder real, entonces no habrá denuncias de corrupción, empresarios amigos, ni defensa de los trabajadores.

"Vengo a unir las dos argentinas", dijo Menem en 1989. Todos los gobiernos militares se alzaron con prendas de unidad.

El consenso y la unión de todos los argentinos es el cebo, en que engarzan los ilusos de la "conciencia burguesa".

Cuántas veces caeremos en la misma trampa.

A mí me enseñaron en un grupo, hace muchos años, que "locura es cometer los mismos errores esperando resultados diferentes"

lunes, 19 de octubre de 2015

LA CONSTRUCCIÓN DEL ENEMIGO, POR JOSÉ PABLO FEINMANN (Fuente: Página12, 18/10/15)

JOSÉ PABLO FEINMANN



Nadie, ningún politólogo serio, negaría hoy que las dos bombas atómicas arrojadas por los norteamericanos en Japón fueron, no sólo para terminar la guerra, sino para evitar que los soviéticos se adueñaran del imperio de Hirohito. Y para exhibirles, como modo de amedrentamiento, el devastador poderío nuclear de los Estados Unidos. El miedo a la “ola roja”, a su expansión, a sus conquistas, funcionó una vez más. Había que tirar esas bombas: para liquidar a los japos, desde luego, pero –proyectando las cosas hacia el futuro– porque todos sabían que la nueva guerra ya había estallado. La nueva, la verdadera, la que enfrentaba a los auténticos adversarios: occidente y el oriente soviético.

Entonces, ¿qué clase de guerra había sido la llamada “segunda”? Muchos, todavía hoy, no saben responder esa pregunta. La nebulosa del enfrentamiento entre las democracias de Occidente y el totalitarismo nacional-socialista lo cubre todo, cree y dice ofrecer las respuestas, pero no, miente. Hitler fue, desde un principio, un aliado del occidente capitalista. Pese a su elocuencia, a su oratoria frenética contra la mediocridad burguesa, el Führer, y quienes lo rodeaban, eran enemigos de los bolcheviques. Una cosa eran los delirios de Hitler, sus extravagancias, sus ataques a los judíos, a los minusválidos, a los gitanos y a sus opositores, y otra era una verdad de peso genuino, que encajaba con la lógica de los tiempos: ese Führer tempestuoso era el único, en Alemania, decidido a luchar contra los soviéticos. Sólo él podría detener la amenaza de la ola roja. Las SA (SturmAbteilung) de Ernst Röhm se enfrentaban en las calles de Berlín con los grupos organizados de los sindicatos socialistas. Eso favorecía a Hitler y al Occidente “democrático”. Nadie decía nada. “Déjenlo al loco. Por ahora lo necesitamos. Cuando haga bien su trabajo, cuando lo complete, nos libraremos de él.” Esto se ve muy bien en una escena de la película Cabaret de Bob Fosse. Es la escena campestre. Un joven empieza a cantar una dulce canción, el sol brilla, los buenos alemanes toman cerveza y acompañan la canción del joven que viste una camisa parda. De a poco, casi imperceptiblemente, la canción se encrespa hasta transformarse en un himno de guerra que proclama: El mañana nos pertenece. Un aristócrata de la industria alemana, junto a un amigo que está de paso en Alemania, observa, sonriendo con aire despectivo, irónico pero aprobatorio, al joven y a todos los que lo han acompañado, elevando sus vasos de cerveza como lanzas de la vieja y gloriosa Alemania de los Nibelungos, del Sacrum Imperium, del Primer Reich. Su amigo pregunta: “¿Por qué no los frenan? ¿No son peligrosos?” “Sí”, contesta el aristócrata, “pero, por ahora, los necesitamos. Van a limpiar Alemania de bolcheviques y judíos. Después, nosotros tomaremos el control”. “¿Ustedes?” “Claro, nosotros: Alemania”. Alemania no tomó el control, Hitler se adueñó de Alemania. En otro film, un film majestuoso que dirigió Stanley Kramer y se estrenó en 1961, Juicio en Nuremberg, se juzga a los jueces nacionalsocialistas, a los que impartieron justicia durante en Tercer Reich. El fiscal los acusa de ser culpables de las crueldades, de los desenfrenos nazis. La defensa, a cargo de Hans Rolfe, un hombre brillante y apasionado, que viste una toga negra y tiene las convicciones de un pelotón entero de las SS, es impecable e implacable: “¿Qué hay del resto del mundo? ¿No conocía las intenciones del Tercer Reich? ¿No había oído las palabras de Hitler transmitidas a todo el mundo? ¿No había leído su intención en Mein Kampf, que se publicó en todo el planeta? ¿Dónde quedó la responsabilidad de la Unión Soviética, que en 1939 le ofreció a Hitler el pacto que le permitió hacer la guerra? ¿Dónde quedó la responsabilidad del Vaticano, que en 1933 firmó con Hitler el concordato que le dio su tremendo prestigio por primera vez? ¿Vamos a declarar culpable al Vaticano? ¿Dónde quedó la responsabilidad del líder mundial Winston Churchill, que en 1938, ¡en 1938!, dijo en una carta abierta al periódico Times: ‘Si Inglaterra sufriera un desastre internacional, le rogaría a Dios que nos enviara a un hombre con la inteligencia y la voluntad de Hitler’. ¿Vamos a declarar culpable a Winston Churchill? ¿Dónde quedó la responsabilidad de los industriales estadounidenses que, para ganar dinero, ayudaron a Hitler a reconstruir su armamento? ¿Vamos a declarar culpables a esos industriales? No, su Señoría. Alemania no es la única responsable. Todo el mundo es tan responsable por Hitler como Alemania”.

El defensor Hans Rolfe sabe lo que dice. El fiscal Lawson lo comprueba durante el juicio. Un superior lo convoca a una reunión privada y ahí, duramente, le dice: “Usted está loco. Deje de maltratar a estos jueces. Los necesitamos para la nueva guerra, la que se inicia ahora. No podemos pisotear el honor de los alemanes”. El fiscal argumenta: “Estos hombres mandaron a decenas de miles a los campos de concentración”. El superior insiste: “Eso ya pasó. Ahora hay que mirar hacia el futuro”. El fiscal Lawson, un liberal, un demócrata de esos que cada vez menos se encuentran en EE.UU., llega hasta la puerta y se detiene. Mira a su superior. Dice: “Le voy a hacer una pregunta divertida: ¿para qué fue la guerra?” Abre la puerta y sale.

¿Para qué fue la guerra? Tratemos de ser breves. O sea, resumiendo: el terror a la “ola roja” se fijó en Alemania, la derrotada del Tratado de Versalles, humillante, torpe. El colmo de la diplomacia de la venganza. La República de Weimar no supo crear poder, una alegre negación de la realidad le permitía jugar a la democracia, tomar cerveza, y cantar y bailar como Sally Bowles en el Kit Kat Club. (Ver mi novela La sombra de Heidegger. También La caída de los dioses en Siempre nos quedará París: el cine y la condición humana. Y, desde luego, el film de Bob Fosse Cabaret y el de Bergman El huevo de la serpiente.) La República de Weimar empezó a agrietarse. Los sindicatos bolcheviques, los activistas del socialismo, lucharon en las calles, en las fábricas y buscaron salir del desastre por medio del comunismo y el apoyo de la URSS. El mundo occidental entró en pánico. ¿Quién era el mejor, en esa Alemania derruida, para frenar eso? “Hay uno muy bueno. Adolf Hitler. Pero no es confiable. Creemos que está loco.” “Eso no importa. Mientras frene a los comunistas es nuestro hombre. Después nos ocuparemos de él.” Este fue el diálogo secreto que –no lo dudemos– se habrá sostenido en las principales alturas del poder político y bélico de Occidente. Entonces armaron al “loco”. Así crearon a su más feroz enemigo. El “loco” derrotó a los comunistas, ganó legalmente las elecciones (luego de haber matado a muchos de sus opositores y con las cárceles llenas de obreros, abogados, escritores, políticos disidentes) y se dispuso, sin más, a conquistar el mundo. El “loco” estaba loco y su locura fascinaba a Alemania. “¿Ha visto usted la belleza de sus manos?”, le pregunta Heidegger a Jaspers. Hitler pacta con Molotov y luego invade Polonia. Empieza la guerra. Esta guerra es visualizada, torpe o deliberadamente, como fruto de la locura del Führer y su entorno de fanáticos. Falso: la guerra tiene lugar porque Occidente armó a Hitler para que frenara a los comunistas. Que nadie se asombre si Henry Ford lo visitó. Si Charles Lindberg se declaró su entusiasta partidario y además antisemita. Si la Ford le vendió autos y aviones. Si la Inglaterra de Churchill le regaló o vendió a bajo precio aviones de la RAF (Royal Air Force), con los que luego Hitler llevaría a cabo sus bombardeos sobre Londres. ¡Qué paradoja siniestra! El León de Inglaterra, el gran Sir Winston, había entregado aviones al Monstruo que ahora destruia Londres, ciudad que él, también ahora, con gloriosa tenacidad defendía, defensa que le habría de permitir frases que la Historia recogería como ejemplo de coraje ante la adversidad (Sólo puedo prometerles sangre, sudor y lágrimas), una adversidad posibilitada por él mismo, por el héroe que ahora protegía a su pueblo de la furia de los aviones alemanes... y de los ingleses.

En suma, el guerrero anticomunista al que armaron, al que crearon para que impidiera que Alemania, el centro del mundo, el centro de Europa, la maltratada por las negociaciones posteriores a la “Primera Guerra Mundial”, cayera en manos de los comunistas, se les dio vuelta y les mostró la peor de sus caras: él derrotaría a los comunistas y también a los mercaderes norteamericanos, socios del pérfida Albión. Que nadie se asombre si ahora pasa lo mismo. A Osama bin Laden lo entrenó la CIA, a él y a los talibanes también la CIA los llenó sofisticadas armas, para que lucharan contra los comunistas. Luego, los norteamericanos preguntarían a los ex soviéticos “cómo se pelea contra los afganos”, sin obtener respuestas satisfactorias de militares que habían sido derrotados. Es la misma dialéctica boomerang de la que EE.UU. había sufrido las terribles consecuencias con Hitler. Arman hasta los dientes a un enemigo de su gran enemigo, y luego su aliado –que sigue armado hasta los dientes– se les vuelve en contra. Occidente creó a Hitler y luego creó a Osama bin Laden. Pareciera existir para crear, una y otra vez, sus peores pesadillas. Ahora, en esas tierras calientes, la CIA está más desorientada que nunca. Sus enemigos, como antes los vietnamitas, son evanescentes, acaso metafísicos, como decía Westmoreland de las guerrillas del Vietcong. Siempre que entro en este tema recuerdo el final de un gran film de John Milius: “El viento y el león” (The Wind and the Lion, 1975). En la orilla del mar, montados en sus hermosos caballos, dialogan el sheik (Sean Connery, acaso en su mejor papel) y su fiel seguidor, que le pregunta si aún están en peligro, pues los ha perseguido Teddy Roosevelt, nada menos. El sheik arroja una carcajada: “Nunca estuvimos ni estaremos en peligro. Ellos son el león, pero nosotros... somos el viento”.

LLEVAR EN LA RETINA, POR HORACIO GONZÁLEZ (Fuente: Página12, 17/10/15)

HORACIO GONZÁLEZ


El peronismo siempre tuvo una vocación, la de verse fundado a sí mismo a la manera de una autocreación. Una expresión frecuente, que se encuentra en La razón de mi vida, es la que alude al “día maravilloso”, el encuentro con la epifanía de la historia. Es el día del encuentro de Perón con Eva, pero obtiene un singular tratamiento, precisamente como uno de los primeros días de la creación, del soplo originario. Otro fuerte indicio de creacionismo es el conocido y meditado texto de Raúl Scalabrini Ortiz, postulación de un crisol de razas pagano que irrumpe entre lo alto y lo bajo, el “sol que caía a plomo” y el “subsuelo de la patria sublevado”.

Contrasta esta idea no solo con los enfoques corrientes de la historia social, sino también con los diálogos de Mordisquito, según Discepolín: “¿Te preguntás de dónde salieron Perón y Evita? ¡Vos los creaste!” Discépolo era también una suerte de historiador social involuntario en su monologuismo de imprecación moral. Frente a la pobreza y la miseria originadas por la rápida industrialización y la escasa sindicalización, sin dejar de mencionar los fraudes electorales, alguien debía llenar ese vacío. Los poderosos no querían reconocerlo y fueron ellos los que indirectamente “crearon a Perón y Evita”. Esta versión difiere de la leyenda más destinal del peronismo. El mismo Perón, quien con su gracejo irónico vivió siempre entre su historia fáctica y su historia mítica, había acuñado diversos pensamientos sobre el destino. Los había tomado de la literatura militar que frecuentaba con entusiasmo casi excluyente, y se designó él mismo como “hombre del destino”. Como es notorio que no era hombre de religiosidades u observancias de la fe, iba más allá de la idea de providencia (que sin embargo mencionaba a menudo; uno de los sus libros de cabecera había sido la Historia Universal, de Cantú, profusa, bastante providencialista y elegantemente reaccionaria) y de ahí que cultivara cierto escepticismo ante el ascenso y caída de los grandes poderes y aceptara una visión laica del cumplimiento de misiones extraordinarias por hombres ungidos, en versión secular, por la “fortuna” o los “óleos sagrados”. Llamando “conducción” a todo este manojo de ideas, renovó todo el lenguaje de la política argentina hasta el momento de su irrupción.

Su visión de una historia hecha por “grandes personalidades” la matizó con un desarrollado gusto por las movilizaciones masivas, las artes escénicas, las formas superiores de conciliar los conflictos y las menciones ejemplarizadoras tomadas de la historia militar clásica. Así, al 17 de octubre lo comparó con la batalla de Cannas, ocurrida en una remota antigüedad entre romanos y cartagineses. Su convicción de “ir más allá de las ideologías” o “más allá del bien y del mal” lo ponía en una senda, de sabor napoleónico, de fuerte desconfianza a las ideologías. Paradójicamente, hacía de su adopción de tales aforismos, sin percibirlo, algo muy cercano a los aforismos que con propósitos tan diversos había lanzado Nietzsche. A diferencia del historiador Cantú, que reprobaba toda la vulgaridad de las historias que no contaran con elementos principescos, luchas papales y cortesanas, Perón apreciaba la vida popular con su seductora coreografía rústica. A partir de allí se proponía valorar los inesperados refinamientos que surgían de ese formidable semillero carnavalesco, festivamente bruegheliano, que estaban mejor anticipados en místicos escritos de amargo mesianismo como los de Omar Viñole (el Hombre de la Vaca) que en los ensayos medulosos de un Ricardo Rojas.

Numerosos artistas y escritores se sintieron cautivados por esa mixtura de torbellino popular y devota poética del éxtasis de las muchedumbres. No redundamos si mencionamos los nombres de Discépolo, Hugo del Carril, César Tiempo, Arturo Jauretche (que de joven había leído al anarquista Reclus), Scalabrini (que poseía una visión sacrificial y metafísica de la tarea intelectual), John Cooke (escritor político atento al marxismo y al simbolismo modernista), y entre tantos otros, de Puiggrós, Hernández Arregui, Ramos, Ignacio Pirovano, Leónidas Lamborghini, que acompañaron al peronismo sin la necesidad de hablar su idioma oficial.

Cuando las multitudes del 17 de octubre marchaban por la avenida Pavón hacia la Plaza de Mayo, el joven Framini, observando todo desde la puerta de su casa –una casa socialista– le dice a su padre: “Cantan cosas parecidas a nosotros”. El padre: “Pero no llevan nuestras banderas, hijo”. En el relato de Andrés Framini, el Hijo desacata al Padre y se integra a los caminantes. En este episodio, sobre el que no queremos hacer recaer innecesariamente cierta sonoridad bíblica, reposa el populoso drama de las izquierdas y el desgarramiento que inicia el peronismo en el cuerpo de ideas del país. El 17 de octubre es el día del solicitante descolocado, según la enigmática construcción poética de Leónidas Lamborghini. Fractura social, fractura en el Palacio, fractura en el Ejército. Reprimir o no reprimir es la discusión de los generales. La entrevista que muchos años después le hace Robert Potash al general Avalos –jefe de Campo de Mayo– es una esclarecedora pieza sobre el estado de ánimo de los militares que no concordaban con Perón.

Perón transcurre parte de ese día en su prisión en la isla Martín García, nombre de un ignoto marinero de Solís. Luego es llevado al Hospital Militar de la calle Luis María Campos, nombre de un militar roquista. Como parte de una no suficientemente esclarecida negociación, con las muchedumbres argentinas recorriendo toda la ciudad, lo traen a la Plaza, donde el obvio general Farrell dice la frase: “He aquí a quienes ustedes querían, el hombre que se ganó su corazón”. Ya eran, voluntariamente o no, los idiomas de la heráldica peronista que sobrevendrían. Era una plaza con el diario Epoca –repartido gratuitamente y que tenía la efigie de Yrigoyen en su portada– convertido al caer la noche en numerosas antorchas que iluminan las modestas cúpulas del Cabildo y la Catedral.

El embajador inglés Kelly pasa entre el gentío y escribe que, ante la banderilla británica de su automóvil, los que serán los inminentes muchachos peronistas se apartan respetuosamente, porque el problema era con el embajador norteamericano, Braden, que hoy es un nombre más de la historia argentina que de la del país del Norte.

Cipriano Reyes es una gran figura de la vida popular, fundador del Partido Laborista (que llevará a Perón en sus boletas electorales y al que Perón luego rechazará), vendedor ambulante, artista de circo, mayordomo en casas de la aristocracia, locutor, escritor en revistas sensacionalistas, lector de Almafuerte (de allí venía su sensibilidad política, un evangelismo social) adversario de los comunistas, autor de un libro donde (no sin bastante justicia) se atribuye buena parte del armazón movilizante del 17 de octubre, inspirado no tan lejanamente por los ecos latinoamericanos del Labour Party inglés. Un extraño aventurero de la historia. Perón había iniciado su fama en Berisso, la ciudad de los frigoríficos donde reinaba Cipriano. Pronto rompería Perón con él, en nombre de la organización del Movimiento, así como por razones nunca muy claras, discutiría duramente con Jauretche.

En su discurso de la Plaza, el 17 de octubre, expone la idea de una temporalidad inmóvil, de un pasaje autobiográfico y de una teoría de la fijación de imágenes “en la retina”. Así, renuncia a “las palmas de general para seguir siendo el coronel Perón y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino”. Luego viene el anuncio del mito de pasaje: “Doy el abrazo final al Ejército y el primero a la masa grandiosa, la verdadera civilidad del pueblo argentino sufriente que representa el dolor de la tierra madre”. Descarta que en el pueblo haya traiciones (¿qué oblicua insinuación contenía ese aserto?), anuncia que se mezclará con la “masa sudorosa” y reafirma otra vez su ideal de eternidad, mencionando la idea de “pueblo eterno”. Por fin, pide que todos “se queden en la plaza quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí”. Entonces, conviven en estas exuberantes acentuaciones el movimiento y la inmutabilidad. La fijación legendaria de su grado militar y la fusión con los sudores del pueblo. Y cerrando toda esta temporalidad crispada, reclama la paralización escénica del momento. Estos elementos se alargarán muy pronto dramáticamente en vastas sensibilidades sociales, forjarán quimeras y martirologios, reniegos y sangre, epistolarios y hermenéuticas de variados sazonamientos. Sobre estos claroscuros rembrandtianos de la historia nacional no faltarán en toda época los demagogos que se jactarán de haber hecho un monumento con un audaz golpe de mano, porque no saben en verdad qué hacer con estas imágenes. Ellas constituyen una forma ideal del tiempo visual, que postula primero una detención que se alargue en la retina personal y tres décadas después de 1945, cierra el círculo con un implícito anuncio de retiro llevando “en su retina” las voces populares.

Nada debe haber contra los monumentos, aunque tantas veces certifiquen más un trámite de indiferencia y olvido que a los oficios inclementes de la memoria. Pero las conmemoraciones son valederas no cuando las preside un grosero oportunismo electoral, sino cuando la historia se hace complejidad de la mirada, plasma circular de la acción de las retinas, imágenes visuales y conceptuales que aún piden ser descifradas.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.