domingo, 21 de febrero de 2021

MULTINACIONALES FRENTE AL ESTADO por Antonio Lorca Siero

 



La crisis de poder que acusaba el Estado-nación desde el asentamiento del proceso de globalización económica ahora es evidente a todos los niveles.

El instrumental político del que se sirve el capitalismo para someter a sus intereses a las políticas nacionales, es decir, los Estados-hegemónicos de zona y los organismos internacionales, capaces de controlar no solo la economía, la sanidad, la cultura e incluso toda actividad existencial significativa conforme a la doctrina capitalista, les han dejado escaso recorrido en su autonomía. Hasta hace poco tiempo, al primero se le permitía jugar a hacer leyes, estableciendo olas de derechos y libertades de papel para ilusionar a los súbditos, que le servían para promocionar su papel benefactor y con ello reforzar la imagen de cara al auditorio local. Por otro lado, la consigna a seguir era que al capitalismo ni tocarlo en lo que se refería a sus intereses comerciales y, ya dentro de ese neoliberalismo —en realidad la nueva fórmula para el intervencionismo inverso— el capitalismo, auxiliado en términos de mercado por las políticas estatales, imponía privilegios crecientes para sus intereses a los Estados. Aunque se venía debatiendo en el marco de la doctrina política sobre la existencia de una crisis de soberanía estatal, la situación no se decía que estaba totalmente clara, aunque lo estaba.

Dada la situación de dependencia de la organización política internacional y el dominio capitalista, durante los últimos años, los Estados menores, a las órdenes del respectivo Estado-hegemónico que manda en su zona, se han mostrado tolerantes con el empresariado, siguiendo órdenes políticas superiores. De esta manera, las grandes multinacionales han venido operando con total libertad, siendo ellas las que han venido marcando las reglas del juego económico, al amparo de la globalización, con las que todos estaban contentos y las principales beneficiadas mucho más. En cuanto a los Estados mayores se les dejaba de cuando en cuando que dieran muestras de su poder político y sancionaran más o menos simbólicamente a quienes jugaban y juegan saltándose las normas del mercado, pero sin pasarse, para no llamar demasiado la atención.

De forma sorprendente, incluso los grandes Estados, se han encontrado ante la realidad de que las multinacionales resulta que en la práctica mandan más que ellos mismos, porque el hecho es que son totalmente independientes en su funcionamiento, pese a las apariencias, y los Estados totalmente dependientes del mercado global por ellas dirigido. A lo que hay que añadir que el poder económico de las grandes multinacionales y no solo de las conocidas big tech es demasiado evidente como para tratar de ponerles no solo barreras, sino de formularlas exigencias. Al Estado como aparato del orden nacional se le va de las manos el control de la situación y solo puede mostrar impotencia, puesto que el patrón capitalista controla todo el sistema del que depende la existencia colectiva. En este duelo, más real que simbólico, entre ficciones de dimensiones monstruosas, el Leviatán económico está devorando al que un día se llamó Leviatán político.

Por el momento, resulta una simple utopía cualquier ocurrencia dirigida a combatir la doctrina capitalista y menos aún con discursos, pero no estaría de más que el poder político fuera fijando posiciones y poniendo orden ante el desaguisado económico que sale a la luz en los momentos de crisis. Los grandes y poderosos Estados —no hablemos de los otros— se encuentran con que apenas puede hacer algo ante la indisciplina mercantil de las multinacionales, con las que en el plano de sus respectivos negocios han venido marchando en pleno entendimiento, tanto por la cuestión del dinero impositivo oficial como de ese otro que camina a la sombra y se agradece en el plano de las individualidades que ejercen el poder. Acudir de vez en cuando a las sanciones ejemplarizantes o a los nuevos impuestos no resulta problemático para el negocio empresarial, basta con trasladar sus efectos a los sufridos consumidores o simplemente cambiar de Estado protector; en todo caso la empresa siempre a flote.

Esta crisis sanitaria —cuestión básica de la pandemia— puede servir de ejemplo teórico de ese espíritu de supervivencia propio del capitalismo, en el que se hunden unas empresas mientras aumenta el negocio de otras, va desplegando perfiles de que el capitalismo sale reforzado de cualquier crisis, simplemente porque tiene capacidad para adaptarse a las nuevas situaciones del entorno. En tanto que los Estados se desangran económicamente y el dinero se va en la otra dirección, pero fortaleciendo a las empresas capitalistas, las masas, como en cualquier contienda bélica —en este caso vírica—, sufren las consecuencias directas. Por otra parte, se habla de vacunas, en realidad un mercado regido por la oferta y la demanda, y como exige la doctrina capitalista es natural que se inclinen por el mejor postor o emerja esa otra cara que es la simple especulación Parece ser que en este punto no sirve el ritual de los derechos, la solidaridad y la cantinela habitual, simplemente se impone la economía. Y lo significativo a efectos del mercado es que el negocio que se ha abierto a la sazón parece prometedor para el gran empresariado, porque con mutaciones y previsibles nuevas cepas de este virus o de otros incluso más agresivos, el negocio tiene visos de ser inagotable.

Parece evidente, aunque solo sea con ocasión de la crisis de las vacunas, la necesidad de poner orden en el espectáculo, no solo en este punto sustancial sino en un plano general, y el argumento para ello no es otro que, si los mandatarios no imponen la ley a todos por igual, sus disciplinados ciudadanos se les van a alborotar. Por otra parte, está claro que, si no responden con energía al desafío capitalista, al final va resultar que los poderosos Estados no serán más que tigres de papel, que solo sirven para asustar a sus nacionales y para que se rían en sus narices las grandes multinacionales.

viernes, 12 de febrero de 2021

LAS MEMORIAS PACEÑAS DE ERNESTO GUEVARA por Pablo Cingolani* para Vagos y Vagas Peronistas



Aun no era “el Che”. Viajaba. Escribía bien. Pluma ágil, ácida, eficaz. Buscaba su destino. Varios conjeturaron, cuando no lo quedaba ninguno, que la literatura pudo haber sido uno de ellos. Sin embargo, eligió las armas, la lucha armada, la revolución. Allí, se convirtió en El Che. Y siguió escribiendo. Sus libros de guerra –el de Cuba, el del Congo y el póstumo: el boliviano- no conmueven tanto como sus textos de viaje, los que escribía Ernesto Guevara.


Son dos los libros, las bitácoras de travesía. El primero, editado bajo el título de Notas de viaje, cobró merecido renombre gracias a una película: Diarios de motocicleta, dirigida por el brasileño Salles y con Gael García interpretando al argentino.

El segundo volumen, vaya a saberse el por qué, no goza de la fama del primero. Su título -acuñado por el propio autor- es Otra vez.

“El sol nos daba tímido en la espalda mientras caminábamos por las lomas peladas de La Quiaca”, así empieza el relato. Era el casi invierno de 1953 y Guevara está a punto de atravesar la frontera e ingresar a Bolivia.

Tomando en cuenta que el libro narra las impresiones de alguien que, catorce años después, dejaría violentamente sus huesos en ese mismo país a donde ahora buscaba acceder de forma pacífica, cobra interés, supongo, anotar las primeras palabras de Ernesto sobre Bolivia. Dice: “Desde Villazón camina el tren pachamentamente [sic][1] hacia el norte, entre cerros, quebradas y vías de una aridez total. El verde es un color prohibido”.

El tren a La Paz, desde una mirada también argentina, digámoslo así: era un viaje, en el sentido clásico. Un viaje heroico. Kusch, el filósofo, algunos años después, se referírá a la experiencia con estas honduras: “El altiplano es un exabrupto geográfico y nosotros, aquí en Buenos Aires, fuimos educados para un mundo sin exabruptos, un mundo plácido con todas las cosas materiales y espirituales a mano. De ahí que un viaje al altiplano sea entonces un viaje ritual, y emprenderlo con simpatía ya implica algo así como una expiación o iniciación en el caos”. (Introducción a la puna en Indios, porteños y dioses, 1966).

Guevara, es obvio, buscaba el exabrupto, la aventura en el sentido literal del término, la iniciación y el caos, pero su ritual era otro –era político. De ahí que el viaje en el tren no merece otra nota que el frío padecido y una mención al “salitre” [sic] que no es otro que el Salar de Uyuni a la distancia.

La Paz, primera mirada: “Una ciudad chica pero muy bonita se desperdiga entre el accidentado terreno del fondo, teniendo como centinela la figura siempre nevada del Illimani”. Lo justo. Nada que inmute. También dirá de ella que es “La Shangai de América” y que es “ingenua, cándida, como una muchachita provinciana”. Había que bancárselo al joven Ernesto. Finalmente, vendrá un casi elogio: “Una riquísima gama de aventureros de todas las nacionalidades vegetan y medran en medio de la ciudad polícroma y mestiza que marcha encabezando al país hacia su destino”. Con el Illimani se subyuga y, sin ahorrarse adjetivos, asevera que es formidable, solemne e imponente. La pura verdad.

Una visita a las dependencias del Ministerio de Asuntos Campesinos (“donde me trataron con extrema cortesía”, asegura) legó una de las “leyendas negras” en torno al Che. Escribe en su diario sobre el despacho de gobierno: “Es un lugar extraño. Montones de indios de diferentes agrupaciones del altiplano esperan turno para ser recibidos en audiencia. Cada grupo tiene su traje típico y está dirigido por un caudillo o adoctrinador que les dirige la palabra en el idioma de cada uno de ellos. Al entrar, los empleados les espolvorean DDT”. Como es imaginable, la alusión al uso del insecticida fue el detonante.

Lo que si sacude sus fibras es el ambiente socio-político que se vivía en la urbe: un año largo antes de su llegada, había triunfado y tomado el poder la llamada Revolución Nacional, encabezada por el histórico Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR).

Eran procesos sincrónicos los que se vivían en los países de América Latina, y contra la leyenda urbana de que el-que-aun-no-era-el-Che-Guevara escapó de Argentina perseguido por su “gorilismo” por el peronismo en el gobierno –desde 1946, Perón era presidente constitucional de Argentina-, las notas del cuaderno boliviano develan a un poco conocido Guevara “nacionalista”, entusiasta por la acción.

Su primera anotación eminentemente política no tiene desperdicio: “La gente llamada bien, la gente culta, se asombra de los acontecimientos y maldice la importancia que se le da al indio y al cholo, pero en todos me pareció apreciar una chispa de entusiasmo nacionalista con algunas obras del gobierno. Nadie niega la necesidad de que acabara el estado de cosas simbolizado por el poder de los tres jerarcas de las minas de estaño, y la gente joven encuentra que este ha sido un paso adelante en la lucha por una mayor nivelación de personas y fortunas”. Toda una declaración de principios, larvaria, en forja, pero declaración al fin.

Su vocación/elección por la acción empieza a asomar cuando describe la marcha de antorchas en las vísperas del 16 de julio, fecha cívica paceña que recuerda el alzamiento de los llamados “proto-mártires” de la Independencia. Alude al evento como “interesante por la forma de expresar su adhesión que era en forma de disparos de Mauser o “Piripipí”, el terrible fusil de repetición”. De la marcha del 16, vuelve a anotar que los sindicatos hacían “cantar la Mauser [sic] con bastante asiduidad”, aunque se aburre de la misma y registra con dureza: “Era una manifestación pintoresca pero no viril. El paso cansino y la falta de entusiasmo de todos le quitaba fuerza vital”. El motivo lo explica el mismo Guevara y es rotundo: “Faltaban los rostros enérgicos de los mineros”.

Para remediar aquello, días después visitará Bolsa Negra, la mina encajada entre los faldeos de dos nevados, el Mururata y el ya referido y deslumbrante Illimani. Seguramente, el periplo boliviano de Guevara estuvo motivado por eso: por conocer a los mineros, protagonistas cruciales y decisivos de la revolución del año anterior. No lo dice de manera explícita pero sus notas así lo transmiten, ya que incluso les dedicó un poema. Y un poema terrible, apocalíptico, anticipatorio: bien Che Guevara.

“Es el trueno y se desboca/ con inimitable fragor. / Cien y mil truenos estallan, / y es profunda su canción. / Son los mineros que llegan/ son los mineros del pueblo (…)”, empieza sus versos en tono sentencioso para luego preguntarse: “¿Que la metralla los siega/ y la dinamita/ estalla/ y sus cuerpos se disfunden/ en partículas de horror/ cuando llega alguna bala/ hasta el ígneo cinturón?”. La respuesta es un contundente: “¡QUE IMPORTA!” (en mayúsculas en el original). Agrega con pasión y rabia: “Son los mineros de acero/ son el pueblo y su dolor”. El final del poema es lúgubre, pesimista.

Las minas en la cordillera son atrapantes por el paisaje que las rodea y por el contraste que deviene de la actividad humana en semejantes parajes. Guevara lo intuye y su vena poética conduce su escrito: “Una gama enorme de tonos oscuros irisa el monte, el silencio de la mina quieta ataca a los que como nosotros no conocen su idioma”. Era el 2 de agosto de 1953, día histórico: la mina estaba vacía ya que los trabajadores habían acudido a La Paz para apoyar la firma del decreto de Reforma Agraria que el presidente Paz Estenssoro estaba estampando en Ucureña, Cochabamba. Al otro día, en camiones, regresaron los mineros. Guevara habla de ellos como “guerreros”. En camión también, el argentino retorna a La Paz, previo pernocte en Palca.

La primera estancia boliviana de Ernesto Guevara no excluyó el lado “turístico”: junto a su compañero de rutas, el “Calica” Ferrer, visitaron el nevado de Chacaltaya y la represa de Milluni, Los Yungas (“Pasamos (…) dos días magníficos, pero faltaban en nuestro acervo dos mujeres que pusieran la nota erótica como matiz necesario al verde que nos rodeaba por todos lados”. Tal cual) y el santuario de Copacabana (“Nos alojamos en el mejor hotel”) y la Isla del Sol, ya de salida rumbo al Perú.

La incursión a la Isla del Sol en el Lago Titicaca -centro mítico de origen de la cultura inca- devela una faceta de las inquietudes de Guevara que lo impulsará todo el periplo: la arqueología. Contratan un botero y parten bien temprano, pero la ausencia de viento hace que deban llegar remando tras seis horas de faena. Por la descripción, arribaron a las ruinas de Pilcocaina, en la orilla sur isleña, sobre el estrecho de Yampupata. Allí, afirma, “me enteré de que había otras ruinas más, de modo que obligamos al botero a ir hasta allí”. ¿A dónde fueron? ¿A la Chinkana? No lo sabemos, lo que sí quedó registrado sin pudor es que “escarbando entre las ruinas encontramos algunos restos, un ídolo representando una mujer que prácticamente llena mis aspiraciones”. ¿Qué hizo Ernesto con la idolilla? Tampoco lo sabemos, pero su avidez por los descubrimientos arqueológicos (o por el “huaqueo” dirían varios) se vio satisfecha. Lo que lo contraría, y lo dice sin ahorrarse intensidad rioplatense es que “el botero no se anima a volver, pero lo convencimos de que zarpara, sin embargo se cagó en las patas y hubo que hacer noche en un cuartucho miserable con paja por colchón”. Diplomático y respetuoso, el futuro Che.

Antes de abandonar la ciudad, dejó dos apuntes que vale la pena destacar, uno romántico sobre su “referencia amorosa” (“Mi despedida fue más en el plano intelectual, sin dulzura, pero creo que algo hay entre nosotros, ella y yo”, escribe sin sonrojarse, algo que leído hoy es difícil encontrarle un casillero donde meterlo) y otro dionisiaco y perturbador: vivía en la hoyada un argentino de origen tucumano de apellido Nougués -más oligarca, imposible, exiliado este sí del peronismo-, referente de la colonia argentina en La Paz y que les ofreció una cena antes de que volvieran al camino. En realidad, no fue cena, sino “una noche de libaciones (…) tanto que me olvidé la máquina fotográfica”. Error, Guevara. Tanto así que, a la mañana siguiente, su compañero Calica parte solo para Copacabana “mientras yo me quedaba otro día que empleé en dormir y recuperar mi máquina”. Eso, en La Paz, se llama “curar el chaki” (resaca).

Llegar a Puno, en Perú, rodeando toda la costa sur del lago Titicaca, no estuvo exento de inconvenientes, incluso el decomiso de dos libros que el buen lector Guevara llevaba en su mochila: El hombre en la Unión Soviética (sin más referencias, seguro un bodrio estalinista) y una publicación que le habían dado en el Ministerio de Asuntos Campesinos de Bolivia “que fue calificada de roja. Roja. Roja en acento exclamativo y recriminatorio” por el jefe de policía local en esos años de auge y esplendor del macartismo que bajaba desde el norte imperial.

El impacto que causó Bolivia en la percepción de Ernesto Guevara lo sintetiza él mismo en una declaración incluida en una nota periodística publicada en El diario de Costa Rica el 11 de diciembre de 1953 titulada con elocuencia “Experimento extraordinario es el que se realiza en Bolivia”. Allí el futuro icono guerrillero asegura sin rodeos: “El país que más nos ha impresionado es, sin duda alguna, Bolivia. Durante los dos meses que estuvimos recorriendo la zona minera y otras regiones importantes de su territorio, nos hemos impuesto del estado de gestación en que se encuentran sus instituciones. El experimento es de lo más interesante y valioso que puede haber. Con una capacidad mínima se realizan empresas extraordinarias, que están produciendo una profunda transformación en múltiples aspectos de la vida política, social y económica de Bolivia. Y tanto es así que todos los países del hemisferio tienen los ojos puestos en aquella pujante y revolucionaria República”.

En la misma dirección, en una carta previa a la entrevista en el país de los ticos, enviada a su amiga Tita Infante, militante del Partido Comunista Argentino, fechada en Lima el 3 de septiembre del año 53, Ernesto -como firma la misiva- se exalta y no ahorra emociones para describirle lo que pasaba en Bolivia. Escribe y es muy vívido: “Bolivia es un país que ha dado un ejemplo realmente importante a América. Vimos el escenario mismo de las luchas, los impactos de bala y hasta restos de un hombre muerto en la pasada revolución y encontrado recién en una cornisa donde había volado su tronco, ya que explotaron los cartuchos de dinamita que llevaba a la cintura”. Concluye sin ambages, haciendo gala de un culto al coraje expandido territorialmente: “En fin, se ha luchado sin asco. Aquí las revoluciones no se hacen como en Buenos Aires, y dos o tres mil muertos (nadie sabe exactamente cuántos) quedaron en el campo (…) La lucha sigue (…) pero el gobierno está apoyado por el pueblo armado…”. Eran, sin dudas, otros tiempos. Si eran mejores o peores que los que nos toca vivir, cada quién dirá.

Las memorias paceño/bolivianas de Ernesto Guevara se constituyen, de sobremanera, en un hallazgo bibliográfico. Develan a un hombre en evidente tensión existencial (los “dos yo” a los que alude en una carta a su madre: “el socialudo [sic][2] y el viajero”), aguzada por una sensibilidad extrema que va labrando una mística personalísima que va forjando el destino guevarista, aquel que, cerrando el círculo vital, lo conducirá de nuevo a Bolivia. Lo que está claro, a la vez, es que la huella boliviana en la vida de Guevara caló hondo en su ser y desmiente aquello de que vino a inmolarse a un país que desconocía.

Pablo Cingolani*: Escritor, poeta y periodista nacido en Argentina, vive en Bolivia desde 1987.
 
Laderas de Aruntaya, 7-8 de febrero de 2021

Todas las citas son de Ernesto Guevara: Otra vez. Ocean Sur, México, 2012

[1] El término deriva de pachorra, que significa tranquilidad, calma, lentitud.

[2] Esa palabra en el puño de un argentino es inevitable asociarla a “socialista” y “boludo”.







domingo, 7 de febrero de 2021

LA ACTUAL DICTADURA CULTURAL: EL PROGRESO HACIA LA NADA por Carlos Daniel Lasa*

 OBERTURA DEL EDITOR: El intelectual anárquico es común que desvíe su mirada a las propias bases de sus lectores, a veces con virulencia como en el caso de Onfray. Este libelo está más dirigido al progresismo europeo, en especial el Francés; pero hay algunos aspectos aplicables por estos lares. De ninguna manera queremos contribuir al duro ataque al progesismo vernáculo proveniente de cierta derecha intelectual conservadora, ni mucho menos a la proveniente de sectores peronistas excluídos de la convocatoria albertista. Tampoco al que pueda tener el autor de la nota, Doctor en Filosofía por la Universidad Católica de Córdoba. Tampoco podría fundamentar los motivos claros por la que publico esta nota. La cosa sería así: "al que le quepa el sayo que se lo ponga".




El filósofo francés Michel Onfray es bastante conocido dentro del mundo de habla hispana. Muchas de sus obras han sido traducidas. Incluso ha sido referenciado frecuentemente por el progresismo vernáculo. Como siempre, sus obras despiertan admiración y repudio a la vez. Quizás, esta última a la que me voy a referir, se trate del segundo caso.


En efecto, Onfray publicó, el pasado año, su `Théorie de la dictature précédé de Orwell et l`Empire maastrichien' (París, Editions Robert Laffont). En este escrito afirma que hoy, en los países democráticos, se ha establecido una nueva dictadura.

Esta dictadura a la que hace referencia se caracteriza por los aspectos que siguen. Ellos son: destruir la libertad, empobrecer la lengua, abolir la verdad, suprimir la historia para poder reescribirla a voluntad, negar la naturaleza y propagar el odio.

El común denominador de este nuevo mundo progresista es su fuerte componente nihilista. Refiere el autor, conocido por su confesado ateísmo: "El progresismo se ha transformado en la religión de una época privada de experiencias de lo sacro, se ha convertido en la esperanza de estos tiempos desesperados, de una civilización sin fe".

¿Cómo se ha llegado a esta situación de barbarie cultural?

El pensador francés expresa que, luego de 1969 (cuando De Gaulle deja la presidencia), el poder político francés se parte en dos. Por un lado, los seguidores de De Gaulle; por el otro, los simpatizantes de los comunistas. Los primeros se quedan con la economía y las competencias estatales; los segundos (obviamente) con la cultura.

Estos últimos conquistan el monopolio cultural a la par que empiezan a crear un relato. Poniendo en sordina su colaboración con el régimen nazi durante la ocupación, inventan que fueron fusilados 75.000 hombres del partido. Estos serían, de acuerdo a la nueva historia, los verdaderos héroes antinazis.

Como nota pintoresca, Onfray refiere que este mismo partido comunista era contrario al aborto y a la contra-concepción en virtud de no querer que la mujer comunista fuera conducida a transitar la vida disoluta de los burgueses.

Sin embargo, este poder político-cultural durará poco tiempo. Después de 1968, las filosofías estructuralista y deconstructivista comienzan a hacerse hegemónicas.


IDEA VS. REALIDAD


Para el estructuralismo, refiere Onfray, la idea es más verdadera que la realidad. Esta desnaturalización opera en el lenguaje con Barthes, en la antropología con Levi-Strauss, en psicología con Lacan, en la historia con Althusser, en la sexualidad con Foucault, en la racionalidad con Deleuze, en el ámbito de la verdad con Derrida. El nihilismo deconstructivista, pues, reemplaza al materialismo dialéctico.


Ahora bien: el principal enemigo de esta dictadura cultural es el pensamiento. El que pretenda pensar de modo diferente se convierte en un sospechado. ¿Cuándo sucede esto? Cuando alguien pretende pensar por sí mismo y comienza a ver la realidad de las cosas. Cuando se decide a dar el nombre justo a esas cosas. Cuando afirma que las verdades serán siempre verdades.


Como podrá advertirse, solo el poder dictatorial progresista puede determinar qué es y qué no es verdad.

La nueva dictadura reprime a través del aparato jurídico, dictando leyes favorables al nuevo absolutismo. Al propio tiempo, lleva a cabo una revolución cultural. Esta última se hace efectiva instrumentalizando a los medios de comunicación, empobreciendo la lengua y reescribiendo la historia. Será necesario, a tal efecto, crear una nueva lengua con el objetivo de reducir la gama de pensamientos.


`MODERNIZACION'

De este modo, el pensar peligroso morirá porque carecerá de palabras para expresarse. Esta nueva lengua, bajo el imperativo de la "modernización", hará imposible que el hombre pueda acceder al pensamiento clásico. Al destruir la posibilidad de la memoria se podrá inventar un nuevo sistema simbólico acorde a la dictadura progresista.


Este ataque a la lengua, nos dice Onfray, comienza en la escuela. La propia escuela procedió a destruir un método de lectura que había probado su eficacia a través de muchas generaciones. Luego, lo reemplazó por sistemas sacados de las ciencias de la educación: métodos dañinos para los alumnos puesto que rompen los mecanismos de leer, escribir, contar y pensar.

A su vez, se desalentó completamente la memoria. El objetivo, para el filósofo francés es claro: "construir seres adultos vacíos y chatos, estériles y privados de profundidad, totalmente compatibles con el proyecto post-humano".

Onfray califica a este régimen progresista de "descerebrado". Crece el analfabetismo, incluso en aquellos que han superado la enseñanza superior. Los profesores leen menos y se encuentran incapacitados para entender textos de cierta complejidad. Por esta razón refiere: "Esta aversión en relación al libro y a lo escrito, en relación al autor, a la ortografía, al estilo, a la gramática, a la sintaxis, a la literatura, a las obras maestras, a los clásicos, pero también el vocabulario, ha permitido formar una cadena de gente ignorante y sin instrucción, gente analfabeta y atrasada. Es bueno buscar entre esos militantes de la ignorancia a los pedagogos de los niños de hoy y de los adultos del mañana. ¿Qué cosa hay de mejor en la carrera de un solo imbécil en la instrucción pública para construir una, dos, directamente tres generaciones de imbéciles?".

La historia no queda indemne. Esta ya no se construye gracias a las obras de estudiosos que trabajan sobre archivos, documentos y testimonios. Los nuevos "historiadores" creen que la verdad ya ha sido pre-confeccionada por algunas personas avaladas por la dictadura progresista.

Las cuestiones de género o del sexo no se ponen más en términos de naturaleza sino de cultura. Y afirma sin ambages: "Que la naturaleza se oponga a la cultura es la primera estupidez que impide pensar".

Finalmente, esta ideología opresiva y progresista cultiva y alienta el odio. "Nuestra época es la época del odio", dice. Es contraria a la tolerancia. La tolerancia solo debe tenerse en cuenta para con los progresistas, o sea, para con aquellos que piensan del mismo modo. El alma de estos progresistas ha convertido al vicio en virtud.

MONEDA DE INTERCAMBIO

Gracias a la desaparición de la moral tradicional, el odio pasa a ser la moneda de intercambio. Usando el descrédito de las personas, se cancelan discusiones, se oblitera el intercambio de ideas, se tapona toda posibilidad de diálogo. Refiere Onfray: "En el ámbito de la cultura postmoderna, el odio es reservado a quien no se arrodilla delante de las verdades reveladas de la religión que se autoproclama progresista".

Como cierre de este lúcido y valiente escrito, concluye: "No estoy tan seguro de querer ser progresista. Y creo que ni siquiera el burro Benjamín de `Rebelión en la granja' lo hubiese querido ser".


* Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba