sábado, 29 de agosto de 2020

LA HISTORIA COMO PANDEMIA por León Pomer (") para Vagos y Vagas Peronistas

 



La historia admite ser leída desde varios ángulos: el de la dominación es uno de ellos. La DOMINACIÓN (ahora con mayúscula) está presente en el avatar humano desde tiempos remotos: es una pandemia entronizada en las sociedades como si fuera una fatalidad, inherente a todo conglomerado de sujetos sapiens. Y con ella, con la dominación, anduvo y anda la rebelión, una constante antipandémica de luchas y triunfos y derrotas, de épicas escalofriantes, y de represiones apocalípticas. (La insurrección liderada por Espartaco, que jaqueo a Roma, sigue inspirando a luchadores por un mundo mejor). 

Días terribles los nuestros: la suma de males que castigan a quienes se esfuerzan por vivir, son padecidos en todas sus desmesuras. Pero el sufrimiento no es igual ni es el mismo para todos los humanos. Algunos viven en el hartazgo suntuoso o siquiera confortable; la mayoría se anuncia con barrigas, cuyos gemidos de vaciedad e insatisfacción no parecen tener eco en los satisfechos y colmados. Las desigualdades son ominosas, los pobres se multiplican. Millones de ellos han perdido sus magros hogares expulsados por el hambre y las guerras, transformados en mendigos trashumantes en procura de un espacio de sosiego donde reposar su casi corporal osamenta. 

El sistema hiere gravemente a los eternos desasistidos y vulnerados. No conforme con la condición sub humana a que los reduce, los quiere de corta vida, embrutecidos y enviados rápidamente a la muerte cuando sus fuerzas han sido consumidas por la explotación y la miseria. Artificios tecnológicos que podrían traer placer, sosiego y tiempo disponible, devienen obstáculos adicionales a los ya existentes, para que cada persona pueda hacer de su vida lo que mejor le cuadre, algo como dar vía libre a sus inquietudes, acaso a sus pulsiones creadoras. 

Y qué decir del planeta que, herido en su entraña tiembla y se estremece, supura dolor y enojo. La madre tierra que nos brinda el alimento, y el aire que respiramos y el agua que bebemos son castigados sin clemencia alguna, como lo son todas las formas de la vida que habitan el planeta acompañando al sapiens en un mismo y gigantesco destino. La Tierra es un ser vivo, y como tal se comporta, desencadenando huracanes devastadores, deshielos alarmantes, calores infernales y otras mil señales de su rabia, de su voluntad de acabar con sus torturadores que solo ven en ella una fuente de riqueza explotable. El planeta lo viene advirtiendo desde mucho tiempo atrás: su mensaje ha sido y sigue siendo desoído por las clases dominantes, imbuidas de una irrefrenable y universal pulsión de muerte. Si algo caracteriza la índole del sistema es la indiferencia frente al monstruo que está creando, en realidad que ya está ahí, golpeando la puerta de nuestra morada, una destrucción a que el sistema concurre con enormes olas humanas migratorias, expulsadas de sus hogares, transformadas en sobrantes destinados a tener el mar como tumba, o a mendigar un mendrugo en países donde aún se come. En los días digitalizados y financierizados que nos abruman con tecnologías que seducen a los inadvertidos de este mundo, avanza la idiotización de importantes colectivos humanos, una degradación que los transforma en instrumentos de una dominación que necesita de la mayor cantidad posible de descerebrados.

Esto último, ese despojar a multitud de humanos de la reflexión serena y racional, esa adulteración de la facultad de pensar negándole el recurso de la lógica, de la inquietud por saber la verdad, esa irracionalidad enseñoreada en multitud de cerebros inoculados de odio, de pasión irreflexiva y brutalizada, son la muestra cabal del ideal humano que persigue el sistema en su etapa actual, cuya decadencia la encarnan líderes como Trump y Bolsonaro. El sistema genera obligada y necesariamente los huevos de la serpiente, que transparentan el animal inmisericorde que no oculta ni calla sus intenciones, no ciertamente benévolas, preparándose para devastar lo que queda de la Argentina, de su pueblo hambreado, de sus maltrechas esperanzas, hasta hacer de este país un mero topónimo en el mapa del continente.

Es preciso no olvidar que milenios de diferentes modalidades y formas de dominación produjeron generaciones humanas que nunca ejercieron libremente una libertad plena, encarnada en la posibilidad de un pensar y un obrar autonómico; es preciso pensar en multitudes entrenadas a lo largo de miles de años en la sumisión, en falsas creencias, en oscuras visiones de mundo; pensar en cerebros sistemáticamente obnubilados que no salieron indemnes de esa agresión, propia de cada sistema de dominación, pero común a todos ellos. Se hace necesario ver una humanidad obligada a tragar los contenidos de culturas cuya misión fue y sigue siendo afirmar la sujeción a los dominadores, educada, formada y modelada por las generaciones que las parieron en el ámbito de la dominación. 

No parece improcedente hablar de pandemia, palabra hoy en boca de miles de millones de personas; pandemia del virus mutante y persistente que llamamos dominación, bicho maligno que siempre encontró oposiciones y siempre consiguió sobrevivir y seguir imperando.

Al estudiar los avatares de un pueblo, sus reacciones, tolerancias y rebeldías, no parece inteligente olvidar el peso de esa historia, el peso de los recursos que utilizaron las clases o grupos dominantes para domesticar a los dominados y transformar sus cerebros en pasivos e inconscientes receptores de las palabras, los significados, los relatos, las adulteraciones semánticas que componen la cultura de la dominación: trabajo cotidiano, silencioso y por lo tanto engañador, como si fuera un proceso natural operando en las mentes como mucho más que desflecado residuo de diversos tiempos anteriores,

En la dominación, lo que importa es menos la forma que asume que la substancia que la impregna; substancia cuyos ingredientes son el máximo de cancelación de la voluntad del individuo y su posibilidad de un pensar autónomo, amén de una minimización humana que con excesiva frecuencia llega a persuadirlo de pertenecer a una deplorable sub especie humana signada por una implacable fatalidad natural. Y frente a la rebeldía, a la voluntad de insumisión que asoma en no pocos dominados, las circunstancias que constituyen la dominación son el fundamento de frustraciones y desilusiones, el campo ideal de las perturbaciones mentales y las minusvalías culturales. 

Comprueban los neurólogos que la pobreza se relaciona con el sistema nervioso y los efectos nada edificantes que genera. La evidencia disponible confirma que crecer y vivir en pobreza se vincula a modificaciones del sistema nervioso, desde lo genético-molecular al funcionamiento de millones de células en simultáneo. La cultura, en el sentido del saber, es un factor modulador de la forma de vivir y experimentar la pobreza. El impacto de esta en el sujeto depende, al menos, de cuatro componentes fundamentales: la acumulación de riesgos (privaciones materiales y afectivas); en qué momento del desarrollo se experimentan esas privaciones; la susceptibilidad de cada niño o niña, y la ocurrencia de múltiples privaciones y amenazas en forma simultánea. La pobreza infantil se asocia a factores negativos en el desarrollo cognitivo y emocional. 

Cuando se vive mucho tiempo en la pobreza, pasan cosas internas, sostienen los neurólogos especializados en el problema; sucede el desgaste de los sistemas fisiológicos, lo que altera la manera de procesar aspectos emocionales, cognitivos y de la relación con el entorno. El sistema precisa brutalizar a los dominados, sumirlos en la ignorancia, robarles potencial para conocer y aprender, destituirlos de los recursos intelectuales que puedan sostener una racionalidad que hace mal al sistema. En el país argentino tenemos la demostración cabal de hasta qué punto de peligrosísima confusión son llevados los cerebros. Y no necesariamente por haber tenido una mala infancia, sin educación, mal nutrida y destratada. No sólo son victimados los más vulnerables, los que siempre fueron pobres y vivieron en la necesidad permanente y la angustia y la incertidumbre. La dominación llega con eficacia a las llamadas clases educadas, ciertamente bien comidas: hace de ellas fieles soldados del sistema, repetidoras de los prejuicios y los juicios mal paridos que el sistema segrega. En ellos la brutalización se manifiesta vestida de galas universitarias o bien habladas. La democracia que se coloca abiertamente junto al pueblo y defiende sus intereses está en juego. ¿Hasta dónde los precarios entendimientos y enorme desinformación de millones de argentinos los coloca en situación de defenderse de la masa de mentiras, omisiones, adulteraciones y falsedades que descarga diariamente la media hegemónica? La prédica demoledora de los que pretenden reducir el país a un campo de negocios exclusivo de unos pocos, va horadando cerebros de personas cansadas de la cuarentena y ahogadas por las angustias económicas: campo fértil para ver la realidad a través de ese cristal deformante; una demoledora lluvia de veneno que para gusto de quien esto escribe, no encuentra una réplica a la altura en la dirigencia popular y sindical, y en los más altos funcionarios del gobierno. ¿Hay temor de jugarse, de poner el cuerpo? ¿Hay falta de convicción? ¿Alguien le vio la cara a la ministra de justicia? ¿Alguien la escuchó explicando, una y mil veces, la propuesta oficial para mejorar el sistema judicial? Los ministros debieran estar más en la calle haciendo docencia, denunciando y refutando la pandemia de añagazas que el enemigo descarga desde sus perversas intenciones. Cuando decimos que se está jugando el destino de la Argentina como patria de un pueblo elementalmente satisfecho de vivir en ella, no estamos haciendo sensacionalismo barato. En pocos momentos de nuestra historia, ésta nos ha mirado con ojos más torvos que en los días que corren. Para las clases subalternas, para los desasistidos y vulnerables, la historia constituye un pandemia.

(") Doctor en Historia y Sociedad. 18 libros publicados, algunos en Brasil y Argentina y otros sólo en Brasil. Decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales y centenares de artículos sobre historia y literatura. Docencia en la Argentina (UBA y Universidad del Salvador) y Brasil (Universidades de Campinas, del Estado de San Pablo y Pontificia de San Pablo). Incluido en el programa Café, Cultura Nación de la Secretaría Nacional de Cultura.

domingo, 23 de agosto de 2020

Los alquimistas de la desestabilización institucional. ROBERTO ARLT Y EL OCULTISMO por Horacio González

 

Hace cien años Roberto Arlt, a sus veinte años de edad, publicaba Las ciencias ocultas en Buenos Aires, un escrito repleto de citas y nombres de autores, un tanto ficcionalizado. Es la base de El juguete rabioso y de Los siete locos. Allí da un testimonio fundamental sobre el esoterismo y el ocultismo de las diversas sectas que actúan en la Ciudad, sobre todo la de la princesa rusa Helena Blavatsky, sobre la cual tanto se ha escrito en los últimos tiempos, y que aún conserva partidarios en Buenos Aires. Como Arlt es indescifrable, escribe para condenar la magia, la teosofía y los neo-hinduístas, pero toda su obra se basa en la admiración por los extravíos demonológicos y el inalcanzable sueño de una vida bella. Es obvio que, en todos sus relatos, los personajes caen en el abismo del mal, pero buscando el bálsamo de la salvación.


Por otra parte, debe enfrentarse con el fantasma de Lugones, que en ese momento está en su punto mejor. Lugones era uno de los partidarios de la Doctrina Blavatsky, aunque si podemos decirlo de alguna manera, la mejora con su sorprendente manejo de la imaginación mitológica. Pero uno de sus grandes libros --a la vez tan cuestionado, pero no por su esoterismo-- está casi enteramente basado en la doctrina del cuerpo místico, esto es, la transmigración de las almas. Con eso cautivaba a las señoras elegantes y daba conferencias en el gran teatro Odeón --lamentablemente demolido--, donde actuaron Margarita Xirgu, Carlos Gardel, Luis Alberto Spinetta. En el Odeón, en 1913, Lugones leyó el último capítulo de El payador --el libro que mencionábamos--, con la presencia del Gabinete Nacional.


Arlt se cuida de no tomar con sorna a Lugones, siendo que todo su escrito mantiene esta formidable paradoja de comentar todas las religiones herméticas de la ciudad con una mordacidad traviesa y hasta malhumorada, pero son esos los materiales con los que construye los discursos del Astrólogo y buena parte de su cosmología de la inocencia del mal. Lo cierto es que hay una perdurabilidad de la corriente esoterista en Buenos Aires y sus conexiones con la política. José López Rega se había iniciado en el ocultismo, la cábala y la astrología esotérica --ese es el título de uno de sus tres libros publicado por la editorial ocultista Kier, que hasta hoy edita la Historia de la Magia de Eliphas Levi, en el que López Regla decía inspirarse--. El nombre de Levi, un francés con una obra pingüe, es la fuente, desde el siglo XIX, de innumerables corrientes esotéricas, círculos mágicos y rosacruces. No es extraño que se leyera en la Argentina y que López Rega se inspirara en Dogma y ritual de alta magia, el libro de Levi, para escribir sus propios libros. La historia se mezcla de manera muy extraña.

Una historia paralela es la de La Escuela Científica Basilio que toma elementos diversos de la reencarnación y la transmigración, fundada en la Argentina a principios del siglo XX. Es probable que también se inspirara en los principios de la Blavatsky, que había instalado su Escuela en Londres, siendo acusada de ser una máscara del imperialismo británico para la ocupación de India, dado que del hinduísmo provenían las fuentes de su esoterismo.

Antes de que las iglesias evangélicas ocuparan el vasto archipiélago social de carencias del conurbano e instalaran un poderoso fortín de revelaciones en el antiguo Palacio de las Flores, en la Avenida Corrientes --otra pérdida cultural para la ciudad--, hubo emprendimientos más modestos y con bases artesanales, ejemplificadas en un predicador como Tibor Gordon y sus “hermanos auxiliares”. Actuaba con misturas de panteísmo, naturalismo místico y ayuda para comprar electrodomésticos a crédito. Tibor Gordon pertenecía a la época y al partido de Frondizi, con su escuela Arco Iris, fundada con su mujer Eva, remedando un poco a Perón y Evita. La congregación espiritista se reunía en descampados de Pilar. La vida popular tiene una enorme riqueza en su desgracia, una gran credulidad en la ciencia, a la que los espiritistas usan de emblema, tanto como los investigadores del Conicet, lógicamente con otro sentido. Los antropólogos estudian este fenómeno, tanto como ellos, al decir de Levi Strauss, son estudiados por los practicantes de toda clase de cultos y lenguajes inusitados y penosos.

La proliferación de las modalidades de la inteligencia artificial y otros señuelos que perturban la educación clásica, como las neurociencias y ahora los programas robóticos para tomar exámenes casi en forma penitenciaria, forman parte de un panorama desolador dese el punto de vista del estado moral intelectual y del uso de las lenguas. Estos recursos son lindantes con la superstición, aunque no con la vida espiritual compleja, que siempre es una autocreación personal en contacto con el mundo histórico real, con sus incógnitas y sus saberes en disputa. 


Desde luego, la reflexión sobre las “ciencias ocultas” no se debe basar necesariamente en la condena a las que la somete Arlt --aunque luego de describirlas con una gracia sin igual y un toque de ficción apenas insinuada ya permite avizorar quién será el que las escribe--, ni las crisis de las religiones milenarias deben ser tratadas por un mero laicismo que crea que la lengua del creyente “practicante o no practicante” será sustituida por un “uso racional de las redes”. Porque un nuevo misticismo con más pobreza espiritual que el de las viejas religiones es lo que se refugia allí. Si el esoterismo dio las más de las veces, la oportunidad para la creación de un mercado de fieles que se convertían en consumidores de tecnologías políticas conspirativistas, otras veces sin salir de los dominios poéticos del misterio, encontraríamos un nacionalismo cultural como el del irlandés W. B. Yeats, que a través del teatro nacional --como en la Argentina Ricardo Rojas y Alberto Ure-- quiso retomar el pensamiento crítico sobre la nación, sin abandonar una opción refinadamente mística.

Por eso, la doble faz del este fenómeno en auge en todas las naciones nos lleva directamente al modo en que se está creando una peligrosa atmósfera golpista en la Argentina, esgrimiendo valores de cuño mágico-esotérico cuyo epicentro está, por así decirlo, guionado por conocedores internacionales del tema, alquimistas de la desestabilización institucional cuando hay gobiernos democráticos absolutamente legítimos y débiles. Es que las propias finanzas internacionales salen hoy de una fragua de esoterismos y lenguajes que se creen técnicos, pero su sustrato es oscuramente místico. Entonces se produce el absurdo espectáculo, los nigromantes, terraplanistas, manosantas y astrólogos desatinados que salen al Obelisco (convertido en tótem egipcio propiciador), a propalar toda clase de ofuscaciones sobre el apocalipsis viral o la conspiración de los infectólogos. Porque de repente sale la doctora Carrió, astróloga del observatorio político deconstruccionista de Exaltación de la Cruz, verdaderamente exaltada, para exigir contaminación en los templos o que toda la ciudad abierta sea un Templo porque “solo Jesús cura y salva”. Por eso, no dejemos pasar esta consigna del evangelismo más conservador. Nada tendríamos que decirles a los auténticos creyentes que la cultivan. Pero esas frases también sirvieron en Brasil como bandera auxiliar y desflecada de la maniobra conspirativa que derrocó al gobierno de Dilma Rousseff. Son también los verdaderos devotos los que deben denunciarla, como hizo Arlt con muchos de los farsantes de antaño, más simpáticos que estos que se exaltan y persignan en nombre de Techint y Clarín.

miércoles, 12 de agosto de 2020

LA CIVILIZACIÓN A PALOS por Teodoro Boot (") para Vagos y Vagas Peronistas

 

Hijo del cacique Painé y una cautiva cristiana, Panghitruz pertenecía a la estirpe de los Güer –en la lengua de la tierra, “Zorro”–, una de las cuatro grandes familias ranqueles.

Hacia 1834, tal como era de uso, mientras los guerreros malonean en tierras huincas –o “nuevos incas”, en memoria de viejos invasores–, al sur de la provincia de Santa Fe, y las mujeres y los ancianos habían quedado a resguardo en Leuvucó, a 450 km de distancia, los niños reservaban la caballada de refuerzo junto a la laguna de Langueló, cercana a la actual localidad de Trenque Lauquen. Fue entonces que, sorprendidos por una partida de soldados de la provincia de Buenos Aires, niños y yeguarizos acabaron siendo remitidos hasta el cuartel de Santos Lugares, donde asentaba sus reales Juan Manuel de Rosas.

Enterado del linaje de uno de los cautivos, el flamante Restaurador de las Leyes lo apadrinó con el muy católico y apostólico nombre de Mariano, y le dio apellido y empleo en su estancia San Martín, cercana a Cañuelas. Ahí Panghitruz Güer vivió bajo el alias de Mariano Rosas, instruido por su padrino tanto en las artes de la lectura como en las de la cría de ganado bovino, el uso del lazo y otras habilidades, hasta que, años después, ya muchacho, junto a los demás cautivos se alzó con una buena caballada y emprendió la huida, hacia el oeste, hasta arribar, 800 kilómetros después, a la villa puntana de Mercedes. Todavía le restaban 300 kilómetros para llegar a la laguna de Leuvucó, pero ya se encontraban en territorio ranquel.

Su padrino, al mejor estilo idische mame, le hizo saber el disgusto que le había provocado al partir así, sin un adiós, dejándolo con el corazón en la boca y el ánima embargada por la preocupación. Le envió, de paso, “doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con numerosas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”, según contará en el coronel y dandy porteño Lucio V. Mansilla, que en abril de 1870 visita a Panghitruz en las tolderías de Leuvucó.

Bravo en la guerra y generoso en la paz, Panghitruz dio amparo a numerosos perseguidos políticos, entre ellos a un negro porteño, veterano del Batallón Restauradores, cuerpo de morenos que solía ser escolta del gobernador Rosas. El desertor se negaba a abandonar la toldería hasta que don Juan Manuel no retornara a la patria y al poder, suceso que tendría lugar en el momento menos pensado, aseguraba a quien quisiera orírlo, ya que “don Juan Saá nos ha escrito que él lo va a mandar buscar”.

Sin abandonar jamás su nombre cristano ni su uniforme de coronel, pero tampoco su idioma natal –lo que no le impide leer atentamente los pediódicos porteños que, tras minucioso análisis, celosamente archiva en un pozo del desierto–, Panghitruz conservará “el más grato recuerdo de veneración por su padrino”, bolacea Mansilla, quien asegura que para el cacique “todo cuanto es y conoce se lo debe al Restaurador, gracias a quién sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero, se cuida la hacienda vacuna, yeguariza y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación”, amen de proclamarse argentino y federal, y otras lindezas que no deben haber caído en gracia al entonces presidente Sarmiento ni, mucho menos, a sus sucesores.

Demás está decir que Domingo Faustino rechazó el tratado de paz que Mansilla había firmado con Mariano, optándose de ahí en más por una Endlösung der Ranquelfrage, la solución final al uso nostro.

Como quien se ha quemado con leche, agradecido y todo, Panghitruz, que al igual que Mansilla tanto podía desenvolverse con gran donaire en un salón de París como en una orgía pampa, jamás volverá a abandonar sus pagos natales de Leuvucó, ni siquiera cuando la toldería de más de ocho mil almas –los frailes dominicos aseguran que la tienen– comenzó a ser asolada por la viruela, embrujo huinca que se lo llevará en 1877.

Lo sucederá su hermano Epumer, “el más temido entre los ranqueles –dice Mansilla–, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo, de cuarenta años, bajo, gordo, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que ha muerto a varios indios con sus propias manos (...), generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado”, con quien a golpes de “¡yapaí, hermano!”, que es como si dijéramos: “the pleasure of a glass of wine with you”, en su visita a Leuvucó, Mansilla beberá horas y horas, dando cuenta de varios barriles de aguardiente hasta que caigan derrumbados todos los presentes, excepto el dandy y su nuevo amigo ranquel. 
 
El cacicazgo de Epumer durará apenas dos años: en 1879 será apresado por el capitán Ambrosio, quien arrasa Leuvucó a las órdenes del coronel Eduardo Racedo, que llegará a ser gobernador de Entre Ríos y ministro de Guerra de Miguel Juárez Celman y Roque Sáenz Peña. Pero entonces, siendo apenas coronel, luego de hacer numerosos cautivos y poner fuego a toldos y enramadas, procederá a saquear la tumba de Mariano Rosas para apoderarse de su cráneo.

No sabiendo qué hacer con él, se lo obsequió a Estanislao Zeballos, nuestro Rosenberg rosarino, quien se las pillaba de etnófrafo y sostenía la superioridad racial argentina en base al reducido número de negros sobrevivientes e indios que él mismo se ocupó de reducir aun más. Autor en 1878 de La conquista de quince mil leguas, fundamento ideológico de la campaña de “extinción” y “sometimiento” iniciada un año después por el general Julio A. Roca, promoverá la creación de un Museo de Ciencias Naturales, al que dona su importante colección de osamentas. El propósito: estudiar las razones biomorfológicas por las cuales los hombres de bien pudieran explicarse el extraño comportamiento de esos individuos medio en cueros que vagaban por las inmensidades pampeanas, en vez de hacerlo en los salones parisinos, como Mansilla.

Mientras el cráneo de Mariano Rosas engrosaba la colección de Zeballos, el temible Epumer iba engrillado camino a la isla Martín García, donde junto a otros importantes caciques, como el legendario Pincén, languidecerá hasta que, por intermedio de Ataliva Roca –figura emblemtica de la burguesía parasitaria argentina–, sea rescatado por Antonino Cambaceres.

Estanciero, comerciante, empresario de la carne, director del todavía provincial Ferrocarril Oeste, cofundador del Partido Autonomista Nacional, diputado y senador, Antonino fue el primer presidente de la Unión Industrial Argentina, cuya medida inicial fue la realización de un censo industrial, y la segunda, solicitar al Congreso la sanción de una ley que permitiera “el destierro de los extranjeros que perturben del orden social”.

Tal vez en señal de lo que esperaba de los trabajadores presentes y futuros, valido de su amistad con el hermano del presidente Roca, el progresista fundador de la UIA liberó al vencido Epumer de su prisión en Martín García para llevarlo a su estancia de Bragado, donde el guerrero que había matado indios bravos a mano limpia y bebido hasta la indecencia con el mayor escritor argentino del siglo XIX, quien le había obsequiado su prenda más querida: la roja capa de los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos, debía cebar mate a las visitas del emprendedor empresario.

Epumer no resistió mucho y murió poco después, menos a causa de su edad, no tan avanzada, como de su repugnancia, que debía ser mucha.

“No hay peor mal que la civilización sin clemencia”, escribirá desde París su viejo compañero de copas.


domingo, 2 de agosto de 2020

ODA AL PARANÁ. Vicentín y el destino de la Nación por Horacio González

Imágen: Telam


En 1801, en el Telégrafo Mercantil, diario comercial, político y rural -así se define-, se comienza a promover una idea que ya no era novedad, pero tenía por objetivo el comercio libre con Gran Bretaña. Se iniciaba una “batalla cultural”, que desde luego el director, míster Cabello, confusa figura, que si tiene coherencia mejor no decir cuál es, no la llama así. Más o menos el mismo énfasis pone el Semanario de Agricultura y Comercio de Hipólito Vieytes -lector de Adam Smith-, el otro diario que lo sucede, que sin embargo indica que la actividad agrícola del país debe dar paso hacia una artesanía que agregue valor industrial a las materias salidas del campo, sean semillas o cueros.


La figura de Belgrano está detrás de esos diarios, hasta que él funda el suyo, el Correo de Comercio, que en 1810 lo vemos compitiendo con La Gazeta de Moreno, que ella sí, trae estridencias políticas más directas y novedosas. Es lógico, había una ruptura política que mencionaba el nombre de un Rey, pero armaba ejércitos en su contra, usando la misma bandera de aquel monarca. Difícil situación, que no la había sentido así el poeta Manuel de Lavardén cuando en el mencionado Telégrafo Mercantil, una década antes de Mayo de 1810, había escrito la Oda al majestuoso río Paraná con loas a Carlos IV y su consorte, la Reina Luisa.


Esa Oda al Paraná es compleja y arrebatada, participa del neoclasicismo, estilo que el mismo reinado propicia, y cuando Lavardén dice “sagrado río” debe entenderse más un tributo a Voltaire que a dioses Griegos o Romanos, que por cierto nunca se ausentan del poema. La expresión “primogénito ilustre del Océano” es un hallazgo obvio y despojado, que contrasta con la lujosa alegoría que le sigue “el carro de nácar refulgente tirado de caimanes”. La imaginería, o mejor dicho la ingenieria de metáforas le da un peso ilusorio al poema del que le sería posible quejarse al lector actual, ¿Pero no es mejor gozar de estas escrituras añejas, pero tan significativas de un país que así como era, no existe más? Lavardén era un saladerista y los pilares de la Oda al Paraná no dejan de trasuntar el empeño mercantil detrás del nácar y de las suaves “ninfas argentinas”. Pero no puede reducírselo a un mero comerciante, pues ve el Río como un símbolo de independencia y no un embarcadero de granos. La palabra argentina es allí de las primeras veces que suena. En un sugerente desliz, la mención al aceite nos permite un repentino sobresalto de actualidad. Lavardén Fue un contemporáneo del español Jovellanos y el antecesor poético de Vicente López y Planes, que fue más cauto que él con los recursos de la inflamación poética cuando escribió el Himno Nacional, aunque no es que éste carezca de ella.

La Oda al Paraná es una armazón onírica con ensambles suntuosos que vienen de los restos de barroquismo que hay en el neoclasicismo. Pero como en todo narcicismo retórico, detrás corre la descripción que nos es más directa y familiar. El Paraná “va de clima en clima, de región en región, vertiendo franco, suave verdor y pródiga abundancia”. El ojo poético está recamado de oropeles de la lengua castellana del siglo XVIII pero hay un ojo mercantil y telegráfico. “Tú las sales / Derrites y tú elevas los extractos / De fecundos aceites; tú introduces / El humor nutritivo, y suavizando / El árido terrón, haces que admita / De calor y humedad fermentos caros. / Ceres de confesar no se desdeña / Que a tu grandeza debe sus ornatos”. El concepto actualísimo y nada confuso de soberanía alimentaria, hace más de dos siglos estaba aquí insinuado, en estos endecasílabos habitados por estudiadas figuras de una poética hábilmente artificiosa. 
Dos siglos y veinte años después, el Río Sagrado se ve con sus orillas ceñidas por sospechosos puertos privados, sus frutos incautados por los torniquetes severos de la economía internacional, las ciudades pequeñas de sus márgenes dirigidas por empresas transnacionales que condicionan el comercio exterior argentino y dan órdenes a jueces e intendentes. Cuando Lavardén dice “ninfas argentinas” se siente que una diosa recibe el aliento del río, es Ceres, la señora de la agricultura. Pero más sorprendente, es oírlo a Lavardén pronunciar la palabra aceites. “Elevas los extractos de fecundos aceites”. Fantasmal poeta, ya que anticipaste tanto, te preguntamos ¿cuál será el destino de nuestra nación, que apenas entreviste, si Vicentín se mantiene inmutable ante las arbitrariedades cometidas? Hablándole al Río mitológico, igualmente mitológico es el poeta que al hablarle revive esos extractos de “fecundos aceites”, que no están tirados ahora por los caimanes de Lavardén, sino que se hacen más fecundos en las Islas Caimán. 
Es posible entender la palabra aceites como ungüentos de la lírica, pues no es Lavardén un profeta, lo que no impide leerlo como una guía casi completa de como el Paraná vaticina tanto el fervor lírico como el sigiloso amor por las mercancías, llevadas hoy al exterior con infinitas triquiñuelas y sin agregados propios, como en cambio proponía el Telégrafo Mercantil. Un siglo y medio después otra gran poesía sobre el Paraná le corresponde a Juan L Ortiz que escribe sobre el mismo río en los años 60. “Yo no sé nada de ti… / Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste / ni de los anhelos que repitieras / antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma /azucena de la armonía / nevándote, otoñalmente, la despedida a la arenilla”. 

El poeta dice no saber nada y a partir de esa autodefensa inocente, revela lo que es el río, todos los silencios que carga, cómo transporta misterios que hace que la frase, apenas toca una orilla sin completar su sentido, la abandona para acercarse tímidamente a la otra, burlando sus propios significados. No saber nada de lo que se habla, permite hablar. Mencionar un nombre que pertenece al ambiente incaico, Tupac, y del otro del que no sabemos nada, Añax, es el talle enigmático de Ortiz, frente al tuteo con los dioses y ninfas tan plácidas de Lavardén.

Hoy el Paraná se ha convertido en un corredor Hídrico, una Hidrovía, que produce otra revelación. No es que las grandes poesías argentinas deban ser releídas para afirmar las enormes decisiones a tomar sobre el río. Pero estas, cuando adquieren una dimensión apropiada, serán equivalentes de las poesías sobre el rio, que inspira toda clase de poemas, canciones y films, recordándose Los Inundados de Birri, mezcla acuática de tragedia y picaresca.

Cuando aún importaba el ferrocarril, el territorio estaba señalizado por las ferrovías inglesas, funcionando como la complementación económica y anexo del Imperio Británico, convergiendo sobre Buenos Aires, asfixiándolo como una tela de araña. Eso ya no existe y su desmantelamiento extinguió pueblos, mojones que estaban aclimatados. Ahora precisamos un Raúl Scalabrini Ortiz del Río Paraná, que sepa de las cifras correctas, los datos que correspondan, los volúmenes de producción que se manejan, la economía anómala e ilegal que los sostienen, los desafueros cometidos, los jueces irregulares, las oscuras maniobras empresarias.


Un nuevo Scalabrini que haya leído a Lavardén, Juan L. Ortiz, Juan J. Saer, José Pedroni, Mastronardi, Alfonso Solá González y Coqui Ortiz. El deseo de ferrocarriles que no convergieran todos hacia Buenos Aires lo produjo, irónicamente, la economía política del Paraná. Un trazado inesperado desde Tucumán a Puerto San Martín, es la novedad que introduce la Minera Alumbrera para exportar a Japón el cobre y el oro que se extrae de esa mina. Ese ferrocarril es primogénito de un nuevo modo de la economía, el problemático océano del extractivismo. No son los carros de nácar de las ninfas argentinas. Ese nocturnal ferrocarril lleva el nombre de Central Argentino, funciona sigilosamente recordando el nombre principal de la red troncal inglesa. De no resolverse adecuadamente la cuestión Vicentín, abandonando los plazos misteriosos de una juridicidad artificial, implantada para proteger la vocación por la ilegalidad y los excesos empresarios, será verdad lo que escribió Juan L Ortiz, Yo no sé nada de ti. Pero escribió esa frase, ese gran comienzo socrático para su poema, para decir que el no saber era ya saber mucho, para mostrar un mundo desencajado exquisitamente.

Ahora, si nada de esto ocurriera, ya desasistidos de toda poesía, entristecidos y desamparados como país, podríamos decir, Paraná, abandonado por tus dioses, yo ya no se más nada de ti. Aunque quisiéramos, de vuelta, saberlo. Obligados estamos.