lunes, 18 de marzo de 2019

CULTURA: UN CONCEPTO POLÉMICO, Por Jorge Luis Cerletti(") para Vagos y Vagas Peronistas

En general, el concepto de cultura se asimila al saber y por lo tanto, la Academia y las Universidades son vistas como su expresión clásica. En ese sentido, toda persona que hace gala de aquélla cualidad es considerada culta. Si bien todo lo anterior encierra una cuota parte de verdad, también oculta aspectos sumamente importantes. Tal el caso de la condición política que la atraviesa y se invisibiliza. Las jerarquías culturales son objeto de disputas por destacarse y así erigirse en referentes cultos del medio en el que actúan. Por más que exhiban resultados justos, éstos se desdibujan tras la exaltación del individualismo que propicia el sistema capitalista. Sin embargo, mucho peor es como expresión del poder que ejercen los sectores dominantes. Se trate del tradicional colonialismo, o de tantas otras formas de discriminación.


Este artículo parte de las ideas que expuso Susan Wright en su trabajo “La politización de la `cultura´” que está en sintonía con nuestro pensamiento. 

El núcleo central del pensamiento de S.Wright acerca del concepto de cultura, se puede sintetizar en estos párrafos que transcribimos: “ He distinguido dos conjuntos de ideas acerca de la cultura en la antropología: un conjunto de ideas más viejo, que equipara a `una cultura´ con `un pueblo´, que puede ser delineado con un límite y una lista de rasgos característicos; y nuevos significados de `cultura´, no como una `cosa´, sino como un proceso político de lucha por el poder para definir conceptos clave, incluyendo el concepto mismo de cultura.” (remarcado nuestro) Acorde con ello, en otro pasaje señala la “dimensión política de la construcción de significado”. 

La comparación que hace entre las viejas y nuevas ideas de cultura ofrece aristas más que interesantes. En primer lugar, problematiza el concepto de cultura como rasgos exclusivos pertenecientes a un pueblo. Esa exclusividad, que nunca se ha dado en la historia según explica en su trabajo, deriva en una visión que asocia la cultura con el patrimonio de cada pueblo que lo diferencia de los demás. Lo cual oscurece la influencia de otras culturas que inciden en la conformación real de la cultura de un pueblo que así aparece cristalizada como una esencia propia. Al respecto afirma: “...las identidades culturales no son inherentes, definidas o estáticas: son dinámicas, fluidas, y construidas situacionalmente, en lugares y tiempos particulares.” Inferimos entonces que la conceptuación criticada tiende a una cosificación que prescinde de influencias “externas” y dificulta la comprensión de los factores dinámicos de cambio al fijar la identidad cultural de un pueblo. Esta absolutización adquiere resonancias políticas toda vez que favorece la fundamentación de oposiciones. Y no es que no se puedan diferenciar ciertos rasgos propios, en movimiento según los tiempos y contextos históricos, sino que el enfoque unilateral da pie a su empleo como razón de Estado y brinda sustento a las políticas discriminatorias, hoy tan en boga. 

En segundo lugar, lo anterior acrece su importancia al destacar el papel que cumple la construcción de significados en las luchas por el poder. Ergo, se desmitifica el concepto “académico” de cultura y aparece implicado en los intereses que responden a las disputas entre los distintos protagonistas que luchan por establecer su hegemonía. Wright, coherente con esta tesitura, concluye su ensayo con una sugerencia para su propio campo, el de los antropólogos, cuando propone “intervenir más efectivamente nosotros mismos en la politización de la `cultura´.” 

Política y Cultura. 

Tomando un ejemplo sustantivo del empleo político del concepto de cultura, recordemos que a lo largo del siglo XX el campo capitalista contrapuso la cultura “Occidental y cristiana” a la “nueva” cultura proletaria planteada por el comunismo. Ése fue un eje gravitante en la construcción del imaginario social que produjeron ambos antagonistas. Pero aquella concepción no resultó unívoca dentro del campo capitalista. En él se desplegaron dos visiones dominantes opuestas aunque apoyadas en la matriz común del individualismo en oposición al colectivismo postulado por el ideario comunista. Mientras que las llamadas democracias levantaban la bandera de la civilización occidental y cristiana, el nazi-fascismo exaltaba a la raza aria y la erigía en modelo cultural-político de la humanidad naturalizando su superioridad con todas las consecuencias conocidas. 

Al carácter político del concepto de cultura que denota este ejemplo conviene añadirle su aspecto dinámico. Luego del fin de la segunda guerra mundial que dirimió la supremacía entre ambos contendientes del régimen capitalista, los vencidos terminaron incorporados al paradigma “democrático” con todo su acervo cultural incluido. Lo que tampoco borró totalmente las resonancias cultural-políticas del nazi-fascismo que no sólo se da en los países derrotados sino que también asume formas afines dentro del bando vencedor, por más que sus expresiones sufran transformaciones y resulten minoritarias. 

Y si observamos al campo socialista antes de su implosión, podemos rastrear fenómenos parecidos. El imaginario nacional, creación del capitalismo en el siglo XVIII, entraba en colisión con el planteo del “internacionalismo proletario”. Y esta contradicción no sólo se explica porque todas las revoluciones socialistas se dieron en el ámbito nacional, sino porque siempre sobrevivió aquella presencia en el registro cultural como un sonido de fondo que muchas veces adquirió un fuerte volumen. Vale recordar, a título ilustrativo, las invocaciones a “la gran patria rusa” tan exaltada en el film “Alejandro Nevski” de Einsestein. Ni qué decir de la resurrección del virulento nacionalismo que se produjo después de la extinción de la Unión Soviética. 

Estos ejemplos dan fe de la importancia de la lucha política en la cultura que frecuentemente se disimula bajo un barniz “académico”. Del mismo modo hoy se exalta la “globalización” encubriendo los intereses político-económicos que se traducen culturalmente en una cosmovisión globalista. Ésta asume el desarrollo tecnológico y lo asocia a una ineludible “cultura”, irradiada desde los centros de poder mundial, que exhibe la tecnología despojada de la carga política que conlleva. Así se opera sobre el sentido común cuando se compara el “no estar actualizado” a un simbólico “no existir”. Como nadie puede negar la relevancia de la ciencia y la tecnología actual y éstas han sido apropiadas fundamentalmente por el gran capital, la relación entre aquéllas y éste se oculta tras la figura de la globalización que se muestra como condición del “progreso” individual y colectivo. 

El “no existir” es un fantasma cultural que desmerece socialmente y que se aviene muy bien a un régimen como el capitalista. Es que la tecnología aplicada a la producción ha potenciado la explotación y la dominación y hoy constituye un factor clave del sistema. Justamente por eso adquiere máxima relevancia y emerge como rasero y patrón de comportamientos sociales. Pero su control y usufructo se ancla en sectores francamente minoritarios que definen la orientación política en el planeta e inciden en la vida y destino de sus poblaciones. Claro está que esto genera fuertes y múltiples resistencias que se manifiestan en luchas de todo tipo. 

Estas luchas se inscriben dentro de marcos cultural-políticos de distinto signo que cuentan con sus correspondientes historias. De allí que la construcción política de conceptos como el de cultura tenga tanta importancia. Su dinámica está vinculada a las disputas por la hegemonía y en tal sentido el globalismo hoy pugna por arrasar a toda cultura que pueda significar oposición a los intereses del gran capital mundial. 

Sin embargo, ni aún el mismo globalismo ofrece un registro cultural unívoco. Dentro de la comunidad de intereses que lo impulsan se presentan diferencias que responden a las disputas de los propios sectores hegemónicos. Un ejemplo de la complejidad de las luchas cultural-políticas se da en la formación de la Comunidad Europea cuya unificación político-económica, además de conciliar los intereses en juego, debe asimilar las diferentes historias nacionales y culturales. Un caso de contradicciones no superadas es el Brexit, el divorcio de Inglaterra y la Comunidad. 

Existen arraigos culturales fuertes como los de las religiones y las tradiciones nacionales, pero no son los únicos ni tienen la misma incidencia en los distintos países y ni siquiera al interior de ellos mismos. Sin embargo, se puede decir que constituyen referentes culturales de mucha importancia. Tal es el caso del “tercer mundo” donde las tradiciones nacionales funcionan como defensas y por lo mismo, representan un campo en el que el globalismo libra duras batallas para desvalorizar, suprimir o fagocitar sus tradiciones. 

En ese sentido el aspecto medular de las ideas que expone Susan Wright está en sintonía con nuestras aspiraciones en pro de la formación de nuevas subjetividades. Pensamos que la lucha política irá gestando condiciones favorables a la creación de culturas políticas emancipatorias que, según sus distintas particularidades, se irán desarrollando. 

La temporalidad que vivimos con la difusión y la vertiginosidad interactiva de los fenómenos que se suceden es un signo característico de esta época. Los innumerables y más disímiles hechos cuyas noticias nos invaden a diario, desfilan en medio de una multiplicidad de sesgos culturales que se entrecruzan y confieren su particular sentido a los mismos según sean sus intérpretes. Dentro de este complejo escenario se destaca la gravitante universalidad del capitalismo como orden social. Es el terreno donde emerge la cultura política hegemónica, cambiante en muchos aspectos pero que conserva rasgos esenciales que se incorporan al imaginario colectivo. Como ser, individualismo recalcitrante, competitividad indiferente a la solidaridad, valoración humana según “tanto tienes, tanto vales”, etc. Desbloquear el “fatalismo” de esa hegemonía exige impulsar luchas culturales y políticas que, sin prisa y sin pausa, vayan modificando la situación presente. 

La valoración de la desbordante fenomenalidad en que estamos inmersos, no sólo requiere definir el lugar de interpretación sino que también exige establecer cuál es el criterio de selección empleado. Específicamente nos interesa aquello que se vincula con la formación de culturas políticas emancipatorias. Y a éstas las entendemos como procesos contradictorios de largo alcance, que deberán enraizarse y desarrollarse en lo micro como producto de tareas colectivas capaces de crear, a través de su praxis, nuevos conceptos y comportamientos sociales y políticos. 

Sobre culturas políticas emancipatorias. 

Asumir ese enfoque conlleva la paradoja que supone la constitución de un poder emancipatorio que al mismo tiempo resulte su negación. 

Antes de reflexionar en torno a esta paradoja que nos imcumbe, trataremos de indagar más acerca de lo que se desprende de las concepciones del poder más o menos tradicionales. Y con ese fin, apelaremos ahora al desarrollo del concepto de cultura ligado a la dura matriz del poder, esencial en toda definición política. 

Coincidiendo con el enfoque de Susan Wright, pensamos que “los nuevos significados de cultura” se relacionan con “un proceso político de lucha por el poder”, Es que la gravitación de la cultura en la conformación de las subjetividades y del imaginario social es sustantiva. El estrecho vínculo entre poder y cultura no sólo problematiza la idea tradicional de cultura sino que la inscribe en una dinámica muy poco favorable a las absolutizaciones. Ergo, contribuye a oponerse a la fetichización del poder que se sustenta en una óptica del tipo de “que siempre ha sido así” o de que es algo constitutivo de la naturaleza humana, lo que viene a significar lo mismo. 

Entonces, el primer paso que habilita rebeldías es reconocer que estamos condicionados por una tradición cultural-histórica, recrudecida en la actualidad, donde se considera al poder una necesidad ineludible de las relaciones humanas y por lo tanto se acepta como un lazo social inmodificable. 

En cambio si apreciamos el poder desde la problemática de la emancipación, atentos a su añeja historia de luchas y frustraciones pero sin atarnos a ella, se suceden las preguntas que serían informulables si el problema resultara un asunto cerrado por el absoluto del poder. Y si encaramos ese dilema y nos planteamos la necesidad de que se gesten culturas políticas que cuestionen el cerco establecido alrededor de la emancipación, cerco cultural, político y existencial, se instaura otro campo de posibilidad. Campo en el que resulta imprescindible adentrarse si es que se intentan crear vías alternativas. 

Ahora haremos una abstracción provisoria: dejar en suspenso el gran poder actual del capitalismo y fijar la atención en las contradicciones internas del campo emancipatorio en tanto aspira a terminar con la opresión. 

Con ese propósito, retomamos el concepto de cultura política como modeladora de comportamientos sociales lo que nos remite al largo plazo, tiempo propio de procesos de esta índole. Pero como se trata de una abstracción operativa, debemos aplicarla al presente que es “donde se hace camino al andar”. 

Si la cultura política emana de las luchas por el poder y sus significaciones están asociadas a la praxis de los protagonistas de los enfrentamientos, debemos preguntarnos qué tipo de protagonismos albergan nuevas “simientes” referidas a la emancipación. Desde este punto de vista tendríamos que preguntar, a la vez, qué se entiende por dichas “simientes”. Y si el poder y las relaciones de dominio no son un absoluto de las relaciones humanas, podemos apuntar a la constitución de otro tipo de relaciones. O sea, instalar la idea e impulsar en la práctica el desarrollo de relaciones internas de no poder, de solidaridad, apoyo mutuo e intercambiabilidad de roles. Vale decir, renunciar a la concentración de poder dentro del propio campo sin que eso signifique perder efectividad en la lucha política contra la opresión y la explotación, que es la cuestión a resolver. Esa opción, al margen de los grandes interrogantes que la acompañan, promueve otro tipo de relaciones que hace recaer en el colectivo la capacidad de dirigir, de mantener y de acrecentar su fuerza para enfrentar al poder dominante. 

Esto parece inalcanzable desde el registro de la cultura en que estamos inmersos pero en términos racionales no existe impedimento alguno que desdiga la posibilidad de su realización. Depende fundamentalmente de la lucha político-cultural que se esté dispuesto a librar como requisito inicial de un trayecto azaroso y sin garantías finalistas. Asimismo, esto supone la construcción de colectivos de nuevo tipo. Y para transitar por este camino es imprescindible correrse de la lógica de la dominación que dictamina: “siempre habrá quien mande y quien obedezca”. Nuestra existencia cotidiana da fe de la vigencia de ese axioma firmemente arraigado en la tradición histórica, pero no hay rebelión posible si no se parte de cuestionar los principales fundamentos que sostienen a todo orden basado en la opresión y la explotación y cuya expresión más perfeccionada es la capitalista. 

Enfocando ahora la situación presente, tenemos que determinar las principales figuras simbólicas de la cultura política imperante. Por su gravitación y dado el sentido que les confiere el imaginario hegemónico, descuella la democracia. 
Jorge Luis Cerletti

La Democracia, la Globalización y lo Nacional. 

La democracia genera múltiples interpretaciones y sentimientos ambivalentes. Considerada desde los poderes dominantes, hoy constituye un pilar en el que se apoyan instrumentándola. Capitalizan el prestigio de su figura al igual que sus antecedentes milenarios. Pero a poco de profundizar la cuestión, surge el contraste entre la realidad y la ficción. Y esa contradicción alcanza mayor relieve al valorar sus efectos en el campo popular y en especial si nos ceñimos a la situación de Latinoamérica. Aquí la democracia fue vivenciada como una solución frente a los sangrientos episodios que dejaron los reiterados golpes y dictaduras que asolaron a la región. Al principio se afianzó su prestigio confrontada a la violencia ejercida sobre nuestros pueblos para imponer la hegemonía de las minorías cómplices de la potencia rectora de la política continental, los EE.UU. Ese largo período de sometimiento con sus vivencias frescas aún, explica su amplia aceptación desde comienzos de los ochenta pero luego, y en general al servir a los mismos intereses que auspiciaron las anteriores dictaduras, fue paulatinamente desacreditándose. 

No obstante, a principios de siglo e imprevistamente, surgieron en Sudamérica varios gobiernos populares que abrieron una fisura en la hegemonía neoliberal. Fenómeno que se dio en nuestro país, en Brasil, Venezuela, Bolivia y Ecuador, aunque a posteriori se viva tolo lo contrario (salvo en Bolivia y en la agredida y decaída Venezuela). Vale decir, el feroz resurgimiento de la derecha al calor de los golpes blandos y/o elecciones disfrazadas por la posverdad y potenciada por el poder mediático dominante. 

Así se ponen en evidencia las contradicciones y limitaciones de la democracia “realmente existente”. Éstas remiten a los alcances de su significación política que fuerzan a reflexionar acerca de la democracia representativa. Es que la misma bajo la hegemonía de los grupos que responden a los intereses del capital concentrado interno e internacional, exhibe la fuerza de las Corporaciones que imponen sus intereses expresados políticamente por sus gobiernos afines. De allí que la representación, vía electoral, resulta una pantalla de la no representación de los intereses reales de las mayorías populares que sufren las crisis económico-sociales engendradas por la derecha. 

Atentos ahora a los sectores en pugna con sus matices internos, se contraponen dos concepciones cultural-políticas: la globalista, a la que ya nos referimos, y la que adhiere a la tradición nacional. Se oponen al tiempo que conviven pues comparten el mismo régimen social: el capitalista. La primera, responde a los intereses del gran capital financiero, de las transnacionales y de los grupos económicos locales. La segunda, expresa a sectores capitalistas de menor peso y más ligados al mercado interno, que reivindican al Estado nacional que es su base de apoyo. Esta caracterización, aunque resulte una simplificación, no debe atribuirse a un reduccionismo economicista sino que enfoca la esfera donde el capitalismo ejerce su predominio y que constituye el suelo común de ambas construcciones a pesar de sus divergencias. 

El globalismo no reniega formalmente de la tradición nacional de los países en los que opera, sino que la adapta a un mensaje transcultural que la transfigura y cuya versión “internacionalizada” se difunde con los recursos mediáticos que en lo fundamental controla. Su objetivo principal consiste en bloquear toda idea que se relacione con la gestación de políticas nacionales independientes pregonando la “imposibilidad real” de contrariar las “leyes inexorables del mercado”, o sea, de oponerse a los intereses del gran capital. 

Está claro que una política de corte nacional, por limitada que sea, es más favorable a los requerimientos del campo popular. Pero a partir de aquí surgen los interrogantes. Los que deben remitir a cada situación concreta si se quieren evitar conclusiones erróneas. Y si ligamos la cuestión al desarrollo de tendencias emancipatorias, no debemos desentendernos de la historia y las tradiciones. Por ejemplo, la incidencia en el imaginario colectivo de los senti-pensamientos acerca del peronismo en Argentina, el Chavismo en Venezuela, el castrismo en Cuba… Lo cual no significa silenciar las críticas que correspondan en base a los principios y la política que impulsamos quienes sostenemos la emancipación. Al respecto, consideramos que el régimen capitalista impone su ley que no se puede vulnerar ateniéndose a sus reglas de juego. Por eso no pensamos que se den soluciones duraderas favorables al campo popular basadas en la emergencia de un “capitalismo nacional”. 

Según nuestra opinión, valoramos lo nacional como un ámbito de lucha donde desplegar prácticas e ideas creadoras que desde lo micro y en situación vayan gestando oportunidades de cambio en un doble movimiento. O sea, sin desestimar los cursos favorables que se han abierto y puedan abrirse, es necesario gestar una nueva cultura política emancipatoria que los resignifique. Se trata de tiempos distintos, por un lado las luchas presentes, por otro, la generación de esa nueva cultura política donde lo nacional debe ser tomado como un momento de un proceso antihegemónico y no como un fin en sí mismo. 

Ahora bien, apreciando el horizonte actual, es preciso hacerse cargo de la inexistencia de alternativas políticas visibles que comprometan al orden capitalista. Esta carencia explica la fuerte tensión existente entre las demandas inmediatas y las posibilidades de su inscripción en trayectos emancipatorios que no terminan de crearse, diríamos que se hallan en una etapa “experimental”. 

Para cerrar estas reflexiones, haremos un sintético balance. Partimos de valorizar el concepto de cultura en términos políticos y al margen de pautas académicas. Asimismo, este nuevo enfoque cuestiona varias de las presuntas verdades consagradas en el campo tradicional de izquierda. Y en base a los argumentos desarrollados, pasamos ahora a enumerar conclusiones: 1) las distintas ideas y experiencias que se oponen al orden establecido y que a la vez objetan la reproducción del imaginario socialista relativo al poder, son las simientes de una nueva cultura política; 2) no se toma al Estado como eje de las transformaciones a futuro las que deberán surgir del seno de la Sociedad Civil; 3) se jerarquiza la lucha política en la formación de hábitos culturales contrarios a los inducidos por el poder dominante al tiempo que se valorizan los espacios micro al alcance de las actividades individuales y grupales, lo cual acentúa la importancia de la vida cotidiana como lugar de creación y sedimentación de una nueva cultura política; 4) se cuestiona el sentido elitista incorporado al concepto de cultura y se remarca el aspecto político en la construcción del conocimiento y los saberes desnudando las condiciones actuales de su apropiación; 5) todo lo anterior implica, como contradicción a resolver, la coexistencia prolongada de esa nueva cultura política en formación con la estructura estatal y con las organizaciones políticas conformadas a su imagen y semejanza. Asumida esa contradicción, se plantea la exigencia de ligar el presente con el futuro de manera indisociable lo que demanda una vigilia permanente acerca de las acechanzas del poder internalizado para que no desbaraten el desarrollo de alternativas emancipatorias.-----

(")Jorge Luis Cerletti es arquitecto y también ejerció la docencia. Fue profesor de Economía Política en la Universidad del Salvador y de Historia Social en la Facultad de Derecho de la UBA. Producto de su dilatada militancia realizó numerosos ensayos políticos. Como coordinador de la colección de Cuadernos de la Realidad, dirigida por Raúl Sciarretta y editada por Granica, publico allí tres ensayos (1974): “Desarrollo industrial y concentración monopólica”, “La oligarquía terrateniente” e “Imperialismo y dependencia”. También publicó “Retazos para una historia” (ficción – 1983); “El nuevo orden mundial, el socialismo y el capitalismo depredador (1991), “El poder y el eclipse del socialismo” (1993), “El poder y la necesidad de un nuevo proyecto” (1994); “El poder bajo sospecha” (1997); “Las relaciones de dominio como lazo social” (1999); “Políticas emancipatorias” (2003); “Estado, democracia y socialismo” (2014).

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