viernes, 22 de marzo de 2019

SEGUNDO FRAGMENTO DEL CAPÍTULO ¿SABER?, correspondiente al libro inédito, DE LA DOMINACIÓN CONSENTIDA, Por León Pomer (") para Vagos y Vagas Peronistas



RAZONES Y SINRAZONES 


Los encapsulados son una exacerbación cuasi patológica del sapiens dominado. Se los encuentra en todos los ámbitos sociales, notoriamente en los sectores medios de la sociedad. Viven en una clausura cultural poblada por una mistura tóxica de odios, confusiones e ilusiones; son inmunes a la discusión serena y argumentada, a las razones y demostraciones. Detestan escuchar lo que no les place. Su tosca tozudez oculta una debilidad esencial. Abroquelados en sus “verdades”, su fortaleza consiste en mantenerse en una estolidez inconmovible. Disfrutan reinterpretando caprichosamente lo que los incomoda, lo que parece refutar sus persuasiones: la necesidad de pisar suelo firme admite ligerezas que no soportarían una crítica honesta. El sentirse confirmados los conforta: se saben miembros no disonantes de quienes practican el sentido común: no están solos. 


El encapsulado, y otros que le andan rondando, aunque sin igualarlo, se muestra en actitudes que lo caracterizan. Para muchos, hablar de política es provocar pelear y padecer disgustos. No la hablan con sus vecinos, ni con los contertulios de la mesa de café, ni con los miembros de la familia que saben no concordantes con ellos. Aconteceres que conmueven a la entera sociedad los encuentra imperturbables, en celosa mudez. Alguna vez se les escapa la liebre: la política es la peste, los políticos una manga de ladrones. Por ahí largan un elogio a los militares: “con ellos era otra cosa”. Deciden hablar cuando la bronca los ahoga: resuelven cantarle “las cuarenta” al insolente que los hiere y los ofende con sus dichos: lo escarmientan. Levantan la voz, sus mejillas enrojecen, la gesticulación traza peligrosas figuras en el aire, las palabras les brotan en tropel y desafiantes, bordean el insulto. El discurso es básicamente emocional, fundamentado en calumnias, inventivas, supinas ignorancias, fragmentos de saberes mal asimilados, hechos descontextualizados: un arsenal polimorfo de chatarra verbal. Nada precisa ser probado por demasiado obvio, la admisión irreflexiva es suficiente. Lo que degrada al odiado enemigo es moneda de buena ley: la condena es total, absoluta. Si nuestro personaje logra volver a la calma y se propone explicarle al Otro sus errores, no puede evitar saltar de rama en rama, sin detenerse en ninguna, sin ir a fondo en nada, sin evitar caer en un colorido galimatías. Su elocuencia no le impide perder el hilo, olvidar el motivo inicial de su discurso, usar caprichosamente los pocos adjetivos que le vienen a la mente: las cosas son lindas o feas, buenas o malas, sin matices. Cuanto menos tiene para decir, más incongruencias dice. Argumentos racionales y lógica argumental son ausencias que no conoce, no le hacen falta. La razón está con él, los Otros viven en el error y la confusión. Si logra que lo aplaudan, se irá a dormir ufanado con su triunfo. 


Si el mentado personaje fuera capaz de pensarse, de meterse en la intimidad de su alma, si fuera sincero consigo mismo, se sabría un débil pensante. Pero es como es, no por culpa suya: es el producto dilecto de un sistema. Desde su lejana primera infancia viene siendo modelado. Ignora que el sistema lo ha hecho soldado suyo, que lo quiere marioneta descerebrada. No fue instruido para pensar por sí mismo, con autonomía, con lógica, buscando inspiración en otros saberes, discutiendo, argumentando, criticando con s u “propia cabeza”. Dijo Ernst Bloch (1985:20): “el hombre que no haya aprendido a pensar (…) repite lo que otros han repetido y marcha al paso de ganso de la fraseología”. Lo que el repite es lo que escucha de las múltiples voces del amo. 


En el dominado común (el encapsulado es una variedad del mismo), es habitual razonar las cosas de la vida (los problemas, las vicisitudes) por compartimentos estancos, arrancados de las raíces sociales de que suelen ser tributarios. “La idea de un sujeto plenamente responsable de sus actos en términos morales y criminales, suele ocultar la compleja trama, siempre operante, de los presupuestos históricos discursivos que no solo dan contexto al acto practicado, más también definen de antemano las coordenadas de su sentido. La entera culpa es desplazada sobre el sujeto” (Zizek,1996:11) La sociedad, en lo esencial, queda absuelta de culpa y cargo. El razonamiento que se detiene en el hecho, que se limita a lamentarlo o celebrarlo y lo extrae de su contexto, acaba por no entender el proceso que lo ha provocado o en que está inserto. El “estilo” de pensamiento dominante, al decir de Marcusse (1971:146), excluye la posibilidad de juzgar el contexto en que se forman los hechos, el “lugar” que determina su sentido, su función y su desarrollo. Las rivalidades, envidias, rispideces, antagonismos y desmadres que con excesiva frecuencia[LP1] degradan la vida son atribuidos a la maldad de la gente, la envidia, la codicia. Sin preguntarse el porqué de esos “atributos”, por lo demás tan frecuentes; sin percibir que al sistema lo satisface que las personas se desentiendan y se peleen, incluso por un “quítame allí esas pajas”, como diría un viejo y tradicional ibérico. Allí donde aparecen esas y otras bazofias, el sistema se lava las manos: las culpas son de la índole degradada de la criatura sapiens. Y a propósito, el biólogo argentino Fabricio Ballarini (Pág.12, 30-11-2015), explica que, cuando el cerebro de los niños pobres es más chico, no es por una cuestión genética, sino por una muy pedestre falta de estimulación cognitiva, la mala alimentación y la exposición a condiciones ambientales adversas a su desarrollo. El prejuicio quiere ignorarlo. Denunciar la verdad es denunciar la sociedad. La desigualdad en la facultad cognitiva que la cultura de la dominación transfigura en menor valía genética o en un misterio metafísico, debe ser imputada a situaciones de vida impuestas socialmente. Exhibir un espectáculo de pobreza mental, de dificultades de razonamiento, ignorando lo que ha conspirado para esos poco alentadores rasgos, es favorecer la idea de inferioridad humana, de cerebros originariamente menoscabados: trampa para incautos. 


La cultura dominante propone que ciertos sustantivos deben reducir sus significados, centrarlos en uno socialmente preponderante: el que le han enseñado al hombre común y repite maquinalmente. Versiones corrientes de palabras como “libertad”, “igualdad”, “democracia”, “representación popular”, y muchas más, suenan como hipnóticos cliches que impiden “el desarrollo genuino del significado” (Marcusse). Si confrontadas críticamente con una realidad que ellas no expresan, o expresan mal, revelarían su muy pobre, e intencionado, valor cognitivo. No sería nada bueno que el común de los mortales descubriera el grado de falsedad con que alimenta sus conversaciones y pensamientos. Y que la tan mentada “libertad” deja mucho que desear. Podría concluirse fácilmente (y al sistema no le caería bien) que multitud de palabras distan de representar una auténtica representación lingüística. Saldrían a luz las falsificaciones y limitaciones semánticas de que se habló en el capítulo anterior, que configuran una suerte de idioma de la dominación. Agréguese que un sustantivo, unido casi invariablemente a los mismos adjetivos, fija el significado en la mente de sus usuarios. En el capítulo mentado hablamos del carácter autoritario de un hablar que limita y circunscribe, crea imágenes fijas que se imponen con su abrumadora y petrificada concreción. Diremos, con palabras de Marcusse (1971:125): cuando la conducta lingüística impide el desarrollo conceptual, es contraria a la abstracción y a la mediación y se rinde a los hechos inmediatos, rechazando su contenido histórico, ha triunfado el error. Lo mismo cuando el pensar ejerce una inmediata identificación entre razón y hecho, omitiendo las mediaciones necesarias. Agréguese que el lenguaje intimidante, portador de “predicaciones prescriptivas”, en el decir del filósofo, es el vehículo del miedo. Y el miedo amedrenta, inhibe, paraliza, crea conductas que distorsionan aún más la vida cotidiana, sirve al sistema. Recordemos que el encapsulado que practica el hermetismo, que no habla de política, que cuida sus palabras, no siempre lo hace por discreción, también lo hace por miedo, porque en “boca cerrada no entran moscas”. 


El prejuicio es un instrumento que la dominación ha diseminado generosamente. Tenido como “juicio u opinión sobre algo antes de tener verdadero conocimiento de ello “, quienes lo practican habitualmente (forman legión) rinden homenaje a la arbitrariedad, la desigualdad, la mentira y la difamación. Prejuicios de “estado civilizatorio” atribuyen al cerebro humano “primitivo”, los mal llamados “indios”, menores aptitudes para pensar que el engreído hombre blanco occidental. Algo semejante ocurriría con el cerebro de los pobres, afectado de irredimible menor valía. Levy Strauss, en El Pensamiento Salvaje, demostró la falsedad del primer aserto. Los pueblos “primitivos” son tan aptos para pensar y desarrollar lógicas específicas como los infatuados occidentales. El antropólogo inglés Jack Goody desechó las diferenciaciones clasistas y discriminatorias: concluyó que inteligencias iguales, con acceso a diferente cantidad y calidad de recursos, y técnicas del pensamiento, tienden a diferenciarse en sus producciones, sin por eso mostrar una supuesta minoridad (pueblos niños, decíase de los nativos en tiempos coloniales). 

Giovanni Sartori (2007:18) alude a conductas intelectuales receptivas al pensamiento lógico, frente a otras que le son remisas, que lo desconocen, que le son hostiles. La cultura de la dominación se muestra escasamente simpática con el pensamiento lógico. La facultad de pensar no equivale a saber pensar, sobre todo a pensar con los recursos de la lógica. No se nace sabiendo. Se aprende o no se aprende. La cultura de la dominación niega (no necesariamente lo consigue) a las grandes multitudes el pensar lógico - formal: prefiere los tartamudeos mentales, los manotazos verbales, los devaneos desatinados. Por eso Sartori (1998:132 y ss.) califica a la criatura humana de animal simbólico, no de animal racional. Explica: la racionalidad presupone un lenguaje lógico y un pensamiento abstracto “que se desarrolla deductivamente, de premisa a consecuencia. Racional es formular una pregunta racional a la que sabemos dar una respuesta racional. Y si no es así, no es racional”. Y agrega: “El hombre del pos pensamiento, (aún no se hablaba de pos verdad), es incapaz de una reflexión abstracta y analítica”. El protagonista del diálogo cotidiano, “cada vez balbucea más ante la demostración lógica y la deducción racional” (Id. Id.: 136). Un hombre “que pierde la capacidad de abstracción es eo ipso incapaz de racionalidad y es, por lo tanto, un animal simbólico (…) El hombre se ha reducido a su pura relación, homo comunnicans, inmerso en el incesante flujo mediático”. Pero ese individuo, ¿qué comunica?, se pregunta Sartori. La respuesta es obvia: comunica el vacío (Id., Id.;146), o acaso los avatares de la meteorología, el desempeño de su héroe deportivo, los avatares amorosos de la estrella de la TV. Estamos, subraya Sartori, frente a “una pérdida de pensamiento, una caída banal en la incapacidad de articular ideas claras y diferentes(…)El drama de nuestro tiempo (acaso el más chocante producto de la cultura de la dominación) es la renuncia (inconsciente) al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo” (Id.; Id.: 147 -150). 

La sociedad se manifiesta como un caótico tropel fáctico: los hechos se atropellan como fragmentos enloquecidos de un cuerpo descuartizado. La racionalización (pésimo sucedáneo de la razón) que cultiva la cultura dominante, niega que la diversidad de las impresiones sensibles que impactan sobre la criatura humana, puedan articularse en una totalidad de sentido. La percepción que se detiene en la superficie resbaladiza de hechos y conductas pasa por ser la intrínseca verdad. Las cualidades de lo singular cargan un sentido que no se origina en su manifestación aislada. Un fundamental señalamiento epistemológico propone que el primer paso hacia el entendimiento de un fenómeno social consiste en insertarlo en un conjunto de relaciones reales intelectualmente recuperables, incluso en sus fundamentos genéticos. “Lo aparentemente singular es reconocido, es comprendido y captado, en la medida que es “subsumido” en una generalidad, captado como “caso” de una ley o miembro de una multiplicidad o serie” (Cassirer, 1989:98). 

Donde domina la disyunción, las prácticas del existente humano son como hilachas sustraídas a la red de relaciones multicausales a que pertenecen. El “método” disyuntivo–fragmentario ve lo real como una sucesión aleatoria de fenómenos que anonadan, si es que no espantan; en cambio, propicia las interpretaciones caprichosamente urdidas por cerebros en flagrante orfandad de recursos lógicos. El pensamiento disyuntivo oye estridencias que lo inquietan, sonidos que lo apavoran: padece de sordera para las voces que se filtran desde la intimidad estructural en que está inserto. Una episteme de la confusión y el caos se encarniza en la subjetividad entrenada para el desaliento. 

Lo singular es abstracto, pensaba Hegel. Acceder a lo social por el ojo de la fracción es pretender juzgar la entera película por el sólo fotograma. En el todo social circulan lógicas que, si asoman en los hechos puntuales, no es por ellos que se explican: sólo el no muy frecuente ojo adiestrado logra distinguir en lo contingente lo que escapa de la visión no advertida. Hegel había observado en su Fenomenología del Espíritu que la experiencia inmediata es una especie de conciencia parcial o decididamente falsa: sólo revela algo más entrañado cuando restablece las conexiones con un todo. Los juicios que sugiere una experiencia de tan corto alcance patinan en la superficie: hojas despojadas de la savia que las nutrió. Ignorar la existencia de una pluralidad causal, aislar las consecuencias del lugar y contexto del que emergen, no inscribir un acontecimiento en un linaje de factores que lo han hecho posible, condena al engaño: la apariencia no es la verdad. Marcusse (1971:154) recomendaba distinguir entre lo esencial y lo contingente, entre formas de existencia verdaderas y falsas, entre lo falso y la realidad. La tarea primordial del conocimiento reside en la ruptura de lo real contingente. Lo verdadero y lo falso aparecen como formas antagónicas. Los insumos que propone la experiencia fragmentada son los ladrillos huecos de una construcción ignara y confusa, madre de múltiples desconciertos y juicios fantasiosos, visión que por añadidura incurre en el pecado de pontificar sobre lo general partiendo apenas de una aislada singularidad. El pensamiento que intenta comprender la realidad, partiendo de las categorías de la dominación, acaba no comprendiendo. La sociedad queda oscurecida por un velo, propio de un pensar que termina creyendo en un mundo irreparable, definitivamente perverso. Lo inmediatamente dado ofrece, pues, una objetividad engañosa; detrás de los hechos (debajo, si se quiere) hay factores. “Es la racionalidad de la contradicción, de la oposición de fuerzas, tendencias y elementos lo que constituye el movimiento de lo real” (Marcusse,1971:168) El concepto debe reflejar ese movimiento. Los objetos del pensamiento, prosigue el filósofo, tienen esa negatividad interior que es la cualidad específica de su concepto. ”El desarrollo de elementos contradictorios determina la estructura del objeto, y también determina la estructura del pensamiento dialéctico” 
León Pomer

En la tentativa espontánea de entender la realidad en que está sumergido, el sujeto de a pie centrará su atención en las presencias constantes y familiares. Practicará la inducción, irá de lo particular a lo general: una generalidad así obtenida acabará tiñendo su entera visión del universo relacional. La esencial unicidad del proceso real quedará perdida. De esa falsedad se seguirá una interpretación de la sociedad como complejo de imágenes abigarradas que minimizan u ocultan las contradicciones inherentes al sistema social y ofrecen visiones que tributan al interés de clase que las elabora.” El mundo es extraño y falso”, anotaba Marcusse (1941:113). Lo es para una cultura cuyo empeño mayor es mantenerlo falso y extraño: un acercamiento más objetivo y totalizador de la realidad social supone un acortar la distancia que lleva a su condena. 

Con sus focos colocados en las clases subalternas, ocupado en seducir a los sectores medios que miran con fruición el arriba social y el abajo con repugnancia, el Poder dominante procura que la entera experiencia de unos y otros sea filtrada por artefactos intelectuales con propiedades bifocales: una visión–concepción-imagen de la sociedad global y la visión que de sí mismo y de los semejantes debe tener cada clase, grupo y estrato. Los profetas del mundo digital y de la cybernavegación, anota Sartori (1998:135), hablan de libertad, pero en realidad quieren decir (“y es la única cosa de la que entienden”) cantidad y velocidad: “una cantidad creciente, cada vez más grande de bites y una velocidad de elaboración cada vez mayor. Pero cantidad y velocidad no tienen nada que ver con libertad y elección. Al contrario, una elección infinita e ilimitada es una fatiga infinita y desproporcionada (…) El exceso de bombardeo nos lleva a la atonía, a la anomia, al rechazo de la indigestión (…) La desproporción entre el producto que se ofrece en la red y el usuario que lo deberá consumir es colosal y peligrosa” Id.;Id.: 135). 

Liberados de los lugares comunes, los vuelos imaginativos repugnan a la dominación: Bachelard los llama “dinamismo organizador” y “potencia dinámica”; Mannheim (1962:130) los distingue por “las inesperadas asociaciones mentales y ligazones que no hacen parte del encadenamiento habitual de las ideas”. Imaginar es abrir la posibilidad de entrever lo que, si inicialmente puede parecer absurdo, es susceptible de germinar y dar sabrosos frutos. Para el Poder dominante, la imaginación conlleva el peligro de volar hacia cielos más claros. La pobreza de imaginación goza de los favores oficiales. Gente imaginativa piensa cosas “raras”. 

La episteme en que se mezclan empirismo e irrealidad, deliberadamente construida, funda el entendimiento de la vida cotidiana en escasos interrogantes, infinitas recurrencias y variadas perplejidades. Y por qué no agregar: en copiosas decepciones y hastíos. Una maltrecha “teoría del des – conocimiento” funciona como las sombras que ingresan en la caverna platónica: sus moradores, condenados a la incertidumbre, ignoran si corresponden a objetos, personas reales o alucinaciones. 



(") Doctor en Historia y Sociedad. 18 libros publicados, algunos en Brasil y Argentina y otros sólo en Brasil. Decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales y centenares de artículos sobre historia y literatura. Docencia en la Argentina (UBA y Universidad del Salvador) y Brasil (Universidades de Campinas, del Estado de San Pablo y Pontificia de San Pablo). Incluido en el programa Café, Cultura Nación de la Secretaría Nacional de Cultura. 



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