viernes, 24 de abril de 2020

EL VIRUS EXTERMINADOR, Por León Pomer(") para Vagos y Vagas Peronistas




      
                            


La familia Braun, propietaria de una red nacional de supermercados, fue sorprendida lavando carne podrida con cloro y lavandina, para luego ofrecerla a la venta. La familia Braun, copiosamente representada en el régimen que nos ha devastado, acorda sus actos a sus ideales. Durante el proceso mafioso que rigió el país durante cuatro años, uno de los suyos lideró con celo extremo la difusión de la mentira, la difamación y los mensajes arteros, recursos todos ellos, y muchos más, destinados a confundir y enmarañar la verdad de los actos de la banda que hizo las veces de gobierno de los argentinos. Hoy, lidiando con la putrefacción, costumbre probablemente inveterada, nos obsequia una perfecta metáfora del sistema que inspira sus actos y cuyo objetivo es muy simple: al pueblo, carne podrida. En la patológica codicia familiar está retratado un sistema, que para subsistir como dominación esteriliza la tierra, envenena el agua y pudre el aire. A lo cual, le es indispensable unir la práctica sistemática de la crueldad, de la codicia ilimitada, de la helada indiferencia a las vidas de quienes pertenecerían a la casta de los sub humanos, cuya única tarea en la vida sería servir a talentos tan eminentes como Trump, Bolsonaro y nuestra versión local. De estos personajes y de las acciones que ejercen cabe decir que sintetizan el sistema capitalista en su momento actual, cuya maloliente decadencia parece innegable, y del papel a que lo empuja su dinámica: acabar con todo lo vivo para que las sobrevivientes cucarachas (si logran sobrevivir), puedan campear a su gusto y placer. Para el capitalismo, el pueblo es basura infrahumana, cuyos sobrantes deben ser exterminados sin siquiera el beneficio de un escueto funeral y una tumba con nombre, o como último y definitivo destino ser arrojado a un receptorio colectivo de cadáveres, como está ocurriendo en los Estados Unidos. Qué mejor que la carne podrida (insisto: formidable metáfora) para definir una actitud y una concepción sobre lo humano. 

Se me ocurren algunas preguntas, que ignoro si pueden suscitar algo parecido a una reflexión a quienes no están acostumbrados a practicarlas de vez en cuando. De todos modos, aquí van. Dominar personas, sentirse superior a ellas y obtener su obediencia, ¿causan placer? ¿Goza el torturador que se ensaña con la víctima inerme atada a la mesa de torturas? La explotación de un ser humano cuyas energías y productos de su trabajo le son expropiados inicuamente ¿producen satisfacción o producen qué? ¿ El Poder fortalece el ánimo y eleva la auto estima? El egoísmo que hace de su portador el referente único y exclusivo de sus actos de vida, incluso los que acarrean la muerte para los Otros, ¿trae algún deleite adicional al de una buena mesa y al de un orgasmo bien sucedido, amén de las reverencias y halagos obsequiados por los infaltables maestros en hipocresía, que esperan una retribución a lo que destilan entre dientes? 

Las preguntas se aglomeran. Si son ingenuas, allá ellas. Veamos algunas más. Los dominadores de toda índole, ¿no son de alguna manera víctimas de sí mismos, de su incapacidad de mantener relaciones personales basadas pura y exclusivamente en la amistad y el amor, liberadas de bastardas intenciones materiales, sin misérrimos segundos propósitos? La aptitud de aplastar sin misericordia cuerpos y almas, ¿no admiten un leve estremecimiento, un tenue escozor, siquiera cuando la lidia es con seres tan cercanos(por lo menos biológicamente)como los hijos o los padres, o acaso los “amigos” con quienes fueron compartidos años de infancia, de aventuras juveniles y amores inolvidables, y acaso sueños redentores, como los tuvo en su juventud italiana el señor Rocca, hoy sentado encima de sus miles de millones de dólares de fortuna personal? Claro que para poseer esas cuotas de humanidad, o los sentimiento que alguna vez clasificamos de nobles: el desinterés, la solidaridad y otras exquisiteces por el estilo, es necesario emanciparse del sello que nos impone la dominación, que los detesta como el diablo al azufre. 

La incineración de cientos de miles en Hiroshima y Nagasaki, la carnicería, al margen de los campos de batalla, de millones de seres humanos durante la segunda guerra mundial por no ser parte del universo humano tenido a sí mismo como el más selecto y con derecho a mandar; la devastación de África y de nuestra América que fuera colonia y nunca dejó de serlo, nos hablan de un linaje humano imbuido de todas aquellas facultades que la dominación exige para dominar el planeta entero, facultades que ignoran la clemencia, el espanto frente al dolor inferido, la indiferencia soez y obscena. Cada sociedad produce los seres que precisa para subsistir. Lo dice a su manera un gran hombre de ciencia: escuchémoslo. Al transcurrir la existencia humana en una historia de interacciones específicas, enseña Maturana (1998:51), no será la estructura biológica la que determine las características individuales: éstas “surgirán epigenéticamente durante su ontogenia”. El inicial “vacío” epigenético de la criatura humana, me permito agregar, se llenará del contenido que la sociedad le infunda, cifrado en atributos que deberán poseer los futuros dominadores, sus cancerberos y burócratas, los carreristas de la política y otros servidores suyos, letrados e iletrados. La relación asimétrica dominadores – dominados ejercerá una influencia modeladora sobre ambas partes de la relación: ambas “aprenderán” a conducirse, a pensar y comportarse con arreglo a su papel en el drama, producto de la coacción inherente a las situaciones antagónicas y a las convenciones comportamentales que imbuye la sociedad. Los tipos humanos que se generen en los distintos momentos históricos del sistema, integrarán en su ser las constricciones – modelaciones a que fueron expuestos en la aludida interrelación, al extremo que el amplio arco de las desconformidades de los más débiles por lo males padecidos, tenderá a transcurrir (sin ser una fatalidad) dentro de los marcos que los aherrojan. La ruptura de ese límite, la adquisición de la consciencia de las raíces de que emana la desigualdad y el sufrimiento, tendrán enormes dificultades para surgir. 



Desde la acumulación originaria del capital hasta los días de hoy, y en todo el período previo caracterizado por el protagonismo del capital mercantil, la dominación no ha parado de verter sangre. En su Modernidad y Holocausto (1998:194), Bauman coincide en que la presencia generalizada del rasgo “crueldad” en un medio humano, “se relaciona a ciertos patrones de interacción social de manera mucho más íntima que las características de la personalidad u otras idiosincrasias individuales. La crueldad es de origen social”. Los dominadores y sus masivas clientelas, situadas en los estratos medios y grupos subalternos humanamente desahuciados, sienten la obligación de dejar bien claras las diferencias, la distancia, el abismo que quieren insalvable, que los separa de individuos a los que se les ha negado el acceso a una plena humanidad. Toda tentativa de emerger del lodo y adquirir el derecho a respirar un aire menos ponzoñoso debe ser detenida, retrocedida y castigada. Los dominadores no se importan del hambre de esos Otros, de su salario misérrimo, el desempleo crónico y la familia destruida. Esos Otros menos que humanos merecen la represión como respuesta a sus quejas y demandas, a su atribuida rústica animalidad. Las catástrofes humanas no inmutan a los poderosos, incluso a los que sin llegar a serlo tienen sus pretensiones. El ideal de los dominadores se representa las masas subalternas como un rebaño de sombrías tristezas, no del todo resignadas a la vida abyecta, aunque los haya definitivamente vencidos. Los dominadores ven con simpatía a quienes aceptan buenamente haber nacido para ser pobres. El silencio de las bocas populares, la aceptación fatalista de su destino es un logro que evita gastar gases asfixiantes y hoy refinadas pistolas que argumentan con descargas eléctricas. En habiendo reclamos, reivindicaciones, panfletos y carteles que osen demandar lo que no les corresponde, la respuesta, ya se sabe, es una sola: violencia contra los osados. 



Los linajes de dominadores y dominados le son indispensables a la sociedad actual: son su fundamento. La generosidad, la solidaridad y la amistad fraterna no son valores que puedan germinar libremente en un mundo que repugna de ellos. No producen intereses materiales ni pueden encarnar en dólares o acaso en las muy valorizadas barras de oro. Y cuando aquellos valores se manifiestan, cabe pensar que no todo está perdido. 

Con frecuencia leo que el mal anda suelto por el mundo; el mal como una suerte de tenebrosa y siniestra tiniebla metafísica cuya misión es jugar con el bien, ponerlo a prueba, vencerlo y hacerse cargo del mundo. Esta manera de concebir el mal absuelve de culpa y cargo a la sociedad que lo engendra, que lo precisa como condición indispensable de su subsistencia. El microbio de la fatalidad, de lo ineludible, de la maldad inmodificable parecen constituir fundamentos de la supuestamente indisoluble, única condición humana. El mal nos posee, dicen por ahí. No sabemos en qué lugar del cuerpo se aloja, como sí lo sabemos dónde están las tripas. Pero está en nosotros, aseveran seudo filósofos. Hay quienes quieren explicar que en la lucha entre el bien y el mal, más vale aceptar la realidad de ese hiperpoder que castiga severamente a quienes se le oponen. Por eso condolerse es aflojar, cederle posiciones al bien, arriesgar a que avance. 

La dominación es violencia no esporádica, sino permanente, cotidiana, manifiesta o embozada. No hay dominación sin violencia y sin gente que la ejerza, incluso ignorando algunos el papel que desempeñan en el gigantesco drama social. Esos seres deben ser producidos y lo son por la sociedad que los necesita para sobrevivir. La maldad, la maldad cruel y sin el menor atisbo de contemplaciones para con las víctimas es un producto no casual. No lo son la indiferencia y el egoísmo enfermizo que se desentienden de todo aquello que no los toca de cerca. Insisto: cada sociedad produce los individuos que la reproducen. Si para lograrlo es necesario el desarrollo de verdugos, no faltarán los factores, los climas, las enseñanzas y los ambientes que los fabriquen. Y hoy, en medio de la pandemia, la solidaridad (expresada en un ínfimo aporte monetario de quienes se aferran a sus tesoros como náufragos a la tabla) es una muestra más del valor que asignan a las vidas de millones de compatriotas. El peor de todos los virus es la sociedad que engendra esas anomalías, o si se quiere llamarlas como corresponde, esas monstruosidades. El capitalismo es el virus universal, la pandemia que opera sin descanso, pero cuyos muertos no son anoticiados como muertos por el sistema. 

(") Doctor en Historia y Sociedad. 18 libros publicados, algunos en Brasil y Argentina y otros sólo en Brasil. Decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales y centenares de artículos sobre historia y literatura. Docencia en la Argentina (UBA y Universidad del Salvador) y Brasil (Universidades de Campinas, del Estado de San Pablo y Pontificia de San Pablo). Incluido en el programa Café, Cultura Nación de la Secretaría Nacional de Cultura.

1 comentario:

  1. Pedro Cazes Camarero24 de abril de 2020, 14:03

    La maravillosa prosa del autor nos ofrece la hipóstasis de que finalmente las categorías platónicas, como la del "mal", adquieren vida y caminan por el mundo. Brecht, en su "Carta a los hombres futuros", advierte que el odio a la opresión también pone ronca la voz, y pide disculpas a las generaciones venideras, formadas por personas libres, de mirada limpia, por nuestras descortesías en el combate. Nosotros, que seremos entonces el lejano pasado, sabemos de la alegría, de lo bello, lo gentil. Sin embargo, alguien debe limpiar el mundo de canallas. Pedro Cazes Camarero

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