miércoles, 12 de agosto de 2020

LA CIVILIZACIÓN A PALOS por Teodoro Boot (") para Vagos y Vagas Peronistas

 

Hijo del cacique Painé y una cautiva cristiana, Panghitruz pertenecía a la estirpe de los Güer –en la lengua de la tierra, “Zorro”–, una de las cuatro grandes familias ranqueles.

Hacia 1834, tal como era de uso, mientras los guerreros malonean en tierras huincas –o “nuevos incas”, en memoria de viejos invasores–, al sur de la provincia de Santa Fe, y las mujeres y los ancianos habían quedado a resguardo en Leuvucó, a 450 km de distancia, los niños reservaban la caballada de refuerzo junto a la laguna de Langueló, cercana a la actual localidad de Trenque Lauquen. Fue entonces que, sorprendidos por una partida de soldados de la provincia de Buenos Aires, niños y yeguarizos acabaron siendo remitidos hasta el cuartel de Santos Lugares, donde asentaba sus reales Juan Manuel de Rosas.

Enterado del linaje de uno de los cautivos, el flamante Restaurador de las Leyes lo apadrinó con el muy católico y apostólico nombre de Mariano, y le dio apellido y empleo en su estancia San Martín, cercana a Cañuelas. Ahí Panghitruz Güer vivió bajo el alias de Mariano Rosas, instruido por su padrino tanto en las artes de la lectura como en las de la cría de ganado bovino, el uso del lazo y otras habilidades, hasta que, años después, ya muchacho, junto a los demás cautivos se alzó con una buena caballada y emprendió la huida, hacia el oeste, hasta arribar, 800 kilómetros después, a la villa puntana de Mercedes. Todavía le restaban 300 kilómetros para llegar a la laguna de Leuvucó, pero ya se encontraban en territorio ranquel.

Su padrino, al mejor estilo idische mame, le hizo saber el disgusto que le había provocado al partir así, sin un adiós, dejándolo con el corazón en la boca y el ánima embargada por la preocupación. Le envió, de paso, “doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con numerosas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”, según contará en el coronel y dandy porteño Lucio V. Mansilla, que en abril de 1870 visita a Panghitruz en las tolderías de Leuvucó.

Bravo en la guerra y generoso en la paz, Panghitruz dio amparo a numerosos perseguidos políticos, entre ellos a un negro porteño, veterano del Batallón Restauradores, cuerpo de morenos que solía ser escolta del gobernador Rosas. El desertor se negaba a abandonar la toldería hasta que don Juan Manuel no retornara a la patria y al poder, suceso que tendría lugar en el momento menos pensado, aseguraba a quien quisiera orírlo, ya que “don Juan Saá nos ha escrito que él lo va a mandar buscar”.

Sin abandonar jamás su nombre cristano ni su uniforme de coronel, pero tampoco su idioma natal –lo que no le impide leer atentamente los pediódicos porteños que, tras minucioso análisis, celosamente archiva en un pozo del desierto–, Panghitruz conservará “el más grato recuerdo de veneración por su padrino”, bolacea Mansilla, quien asegura que para el cacique “todo cuanto es y conoce se lo debe al Restaurador, gracias a quién sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero, se cuida la hacienda vacuna, yeguariza y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación”, amen de proclamarse argentino y federal, y otras lindezas que no deben haber caído en gracia al entonces presidente Sarmiento ni, mucho menos, a sus sucesores.

Demás está decir que Domingo Faustino rechazó el tratado de paz que Mansilla había firmado con Mariano, optándose de ahí en más por una Endlösung der Ranquelfrage, la solución final al uso nostro.

Como quien se ha quemado con leche, agradecido y todo, Panghitruz, que al igual que Mansilla tanto podía desenvolverse con gran donaire en un salón de París como en una orgía pampa, jamás volverá a abandonar sus pagos natales de Leuvucó, ni siquiera cuando la toldería de más de ocho mil almas –los frailes dominicos aseguran que la tienen– comenzó a ser asolada por la viruela, embrujo huinca que se lo llevará en 1877.

Lo sucederá su hermano Epumer, “el más temido entre los ranqueles –dice Mansilla–, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo, de cuarenta años, bajo, gordo, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que ha muerto a varios indios con sus propias manos (...), generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado”, con quien a golpes de “¡yapaí, hermano!”, que es como si dijéramos: “the pleasure of a glass of wine with you”, en su visita a Leuvucó, Mansilla beberá horas y horas, dando cuenta de varios barriles de aguardiente hasta que caigan derrumbados todos los presentes, excepto el dandy y su nuevo amigo ranquel. 
 
El cacicazgo de Epumer durará apenas dos años: en 1879 será apresado por el capitán Ambrosio, quien arrasa Leuvucó a las órdenes del coronel Eduardo Racedo, que llegará a ser gobernador de Entre Ríos y ministro de Guerra de Miguel Juárez Celman y Roque Sáenz Peña. Pero entonces, siendo apenas coronel, luego de hacer numerosos cautivos y poner fuego a toldos y enramadas, procederá a saquear la tumba de Mariano Rosas para apoderarse de su cráneo.

No sabiendo qué hacer con él, se lo obsequió a Estanislao Zeballos, nuestro Rosenberg rosarino, quien se las pillaba de etnófrafo y sostenía la superioridad racial argentina en base al reducido número de negros sobrevivientes e indios que él mismo se ocupó de reducir aun más. Autor en 1878 de La conquista de quince mil leguas, fundamento ideológico de la campaña de “extinción” y “sometimiento” iniciada un año después por el general Julio A. Roca, promoverá la creación de un Museo de Ciencias Naturales, al que dona su importante colección de osamentas. El propósito: estudiar las razones biomorfológicas por las cuales los hombres de bien pudieran explicarse el extraño comportamiento de esos individuos medio en cueros que vagaban por las inmensidades pampeanas, en vez de hacerlo en los salones parisinos, como Mansilla.

Mientras el cráneo de Mariano Rosas engrosaba la colección de Zeballos, el temible Epumer iba engrillado camino a la isla Martín García, donde junto a otros importantes caciques, como el legendario Pincén, languidecerá hasta que, por intermedio de Ataliva Roca –figura emblemtica de la burguesía parasitaria argentina–, sea rescatado por Antonino Cambaceres.

Estanciero, comerciante, empresario de la carne, director del todavía provincial Ferrocarril Oeste, cofundador del Partido Autonomista Nacional, diputado y senador, Antonino fue el primer presidente de la Unión Industrial Argentina, cuya medida inicial fue la realización de un censo industrial, y la segunda, solicitar al Congreso la sanción de una ley que permitiera “el destierro de los extranjeros que perturben del orden social”.

Tal vez en señal de lo que esperaba de los trabajadores presentes y futuros, valido de su amistad con el hermano del presidente Roca, el progresista fundador de la UIA liberó al vencido Epumer de su prisión en Martín García para llevarlo a su estancia de Bragado, donde el guerrero que había matado indios bravos a mano limpia y bebido hasta la indecencia con el mayor escritor argentino del siglo XIX, quien le había obsequiado su prenda más querida: la roja capa de los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos, debía cebar mate a las visitas del emprendedor empresario.

Epumer no resistió mucho y murió poco después, menos a causa de su edad, no tan avanzada, como de su repugnancia, que debía ser mucha.

“No hay peor mal que la civilización sin clemencia”, escribirá desde París su viejo compañero de copas.


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