lunes, 10 de febrero de 2020

¿NACIÓN?, Por León Pomer (") para Vagos y Vagas Peronistas






En marzo de 1882, el entonces celebrado intelectual francés, Ernesto Renan, pronunció una conferencia sobre un tema que agitaba multitudes en toda Europa, y provocaba una considerable producción teórica: ¿Que es una Nación? En los días actuales, esta pregunta adquiere un renovado interés, pero por un motivo diferente: la acción de las grandes empresas multinacionales y del imperio norte americano por debilitarlas al máximo, e incluso despojarlas de sus Estados.

Renan veía en la nación una suerte de alma o principio espiritual, o una gran comunidad, “en que todos sus individuos deben tener muchas cosas en común, pero también haber olvidado muchas cosas”. La nación sería “un plebiscito cotidiano”, una voluntad diariamente reiterada de ser parte de una identidad colectiva y de compartir una herencia y un destino. Posteriormente, Otto Bauer (2), destacado teórico y dirigente de la social democracia austríaca, en un estudio voluminoso sobre la problemática nacional en el imperio austro – húngaro, concebía la nación como un agregado de personas relacionadas por un destino histórico común, determinante de una comunidad de carácter. 

Las opiniones de Renan y de Bauer nos sirven como referencias para una reflexión sobre qué significa nación para sectores importantes del pueblo argentino (significado tal vez no tan novedoso como pareciera serlo); a la luz de la experiencia vivida en los últimos cuatro años, bajo la impronta de ese emisario del poder financiero y especulativo mundial que nos gobernó, es posible advertir sus esfuerzos por desnacionalizar el país, o borrar en considerables sectores del pueblo todo sentimiento de absoluta identificación con la tierra natal y su realidad humana y natural, y la adscripción indiscutible a una precisa identidad que llamamos nacional argentina. Así, no parecen compatibilizarse con afianzada identidad y sólido sentido de pertenencia, la sorprendente inmutabilidad aprobatoria de estratos medios y altos de la sociedad, frente a la miseriabilización inferida a vastos sectores de la población social y económicamente más endeble; el no importarse del provocado deterioro físico y psíquico de adultos de todas las edades y la brutal desnutrición de millones de niños; el no conmoverse porque una enorme masa de jubilados fueron privados de atender sus más elementales necesidades de salud y de alimentación, y por lo tanto sancionados con la muerte prematura. Indiferencia, desinterés, egoísmo aparentemente rayano en lo patológico, muestran desoladoras estructuras comportamentales en nada compatibles con una elemental solidaridad intranacional, o simplemente humana. El interés personal, familiar o grupal ha cerrado deliberadamente los ojos y tapado los oídos, de los que evidentemente no quieren saber ni les importa un rábano la suerte terriblemente adversa de compatriotas, de hecho despreciados, sin que reproches de consciencia parecieran inquietar demasiado. Al final de cuentas, esa tenida como descartable basura sub - humana, como la piensan los más extremistas, envenena el aire con el hálito mefítico producido por el hambre. En esta percepción de la realidad, suponer que ricos y pobres comparten un destino nacional es una idea que nadie “bien pensante” podría suscribir. ¿Cómo puede haber algo en común entre las clases subalternas y los “educados y civilizados” estratos medios y clases altas y dominantes? Los aleccionamientos orales y escritos sobre ciudadanía y otras lindezas semejantes, aparecen como ridículas expresiones de una gigantesca hipocresía. A despecho de las fórmulas de Renan y de Bauer, lo que se observa es el no reconocimiento de una totalidad nacional inclusiva de todos los grupos sociales, aceptándolos, por lo menos, como iguales en ciudadanía. Obviamente, ese reconocimiento es imposible, cuando la parte más conspicua, la única porción que se tiene como enteramente humana y educada de la nación, se siente a distancia sideral de los más destituidos, que para colmo de males están habituados a mostrarse malhumorados en las avenidas y plazas de la gran ciudad, exhibiendo una estética reñida con la elegancia y la tranquilidad que aprecian y valoran los de más arriba. Reina entre los que se asumen como privilegiados la convicción que los pobres son pobres por prescripción genética, merecedores de su suerte por el hado misterioso e irresistible que llaman destino. 

De lo anterior se desprende que hablar de una auténtica herencia común a todos los grupos sociales, es hablar tonterías: no la hay, ni jamás la hubo, pese a los intentos de la clase dominante, en tiempos pasados, por instaurar algo que funcione como tal, o como imaginario nacional, una manera de crear y fortalecer lealtades al Estado fundado por una oligarquía.Compartir un unificador patrimonio hereditario, otro de los rasgos señalados por los autores arriba citados, es una ilusión porque la herencia que pueden admitir como propia las masas subalternas (por lo menos las que no han sido despojadas de la memoria histórica)no tiene nada en común con la que hacen suya sectores que jamás se dolerían de la matanza masiva de peones en la Patagonia, la Semana Trágica, el ametrallamiento de manifestaciones proletarias por la policía brava de Ramón Falcón, el hambreamiento masivo provocado por el macrismo, y si se quiere ir más atrás, la vida de los gauchos enviados por la fuerza a los fortines miserables por carencia de papeleta de conchabo. 

Si pretendemos encontrar un carácter nacional, es fácil comprobar que es un algo apenas imaginado por alegres e improvisados sociólogos en descomprometidas charlas de café. Los rasgos de lo nacional, en las definiciones de Renan y de Bauer, son inencontrables, como patrimonio compartido por todas las clases sociales. Desde los puntos de vista de ambos autores, que me parecen razonables, no parece desatinado afirmar que la Argentina nunca fue una nación plenamente constituida. Nuestra historia, en la visión más optimista, fue y sigue siendo la de dos fracciones, desiguales en número de personas, asimétricas, antagónicas e incompatibles, en que la más poderosa y dominante no se ha cansado de agredir a la otra, de explotarla y de exprimirla sin asco. Es más: en la realidad pasada y presente, los grupos sociales dominantes actuaron y continúan actuando como inmisericordes colonizadores extranjeros del país, en alianza simultáneamente con los poderes mundiales de turno. Para ellos, solo imaginar gobiernos capaces de distribuir con alguna equidad las riquezas producidas les provoca una furiosa erupción de intolerancia y de odio. Hoy se han disgustado con Macri, pero no con el modelo de país que este logró instrumentar. 

Jamás en nuestra historia, desde los tiempos coloniales, más allá de imaginarios falaces elaborados por los grupos dominantes, estos compartieron cosa alguna, ni les pasó por la cabeza la idea de un destino común con indios, mestizos, negros esclavos, y hoy, con pobres en general, calificados de negros de mierda, particularmente aquellos con rostro denunciador de antepasados pertenecientes a los llamados pueblos originarios. Jamás existió en el país un destino histórico común y una comunidad de carácter. La clase dominante y sectores de las clases medias siempre se preocuparon por marcar las diferencias y mantener las distancias de los de abajo, sin interesarse por la suerte inhumana de que ellos, los poderosos y sus serviles clientelas, fueron y son los responsables. En su momento lo destacaron informes oficiales, como el realizado por el catalán Juan Bialet Masse, en 1904, sobre las clases trabajadoras, por encargo del ministro González. Hoy, el plebiscito cotidiano de que habla Renan nos dice que no son pocos los nativos de esta tierra que reniegan de la misma, que exaltan los productos extranjeros como irremediablemente mejores que los similares locales, y que suena elegante y distinguido informar a los amigos que la ropa que los viste no es de fabricación nacional, que de serlo los desmerecería a los ojos de quienes quieren el país(y tratan de usarlo) como espacio social y natural colonizado, fuente de cuantiosos lucros que serán gastados en un consumo de lujo, viajes de placer por el mundo y la remisión del resto (nada insignificante) a refugios en el exterior donde se supone que están a buen recaudo y no pagan impuestos ni deben dar explicaciones sobre el origen de esos fondos. Algo nada diferente de lo que hacía la familia Anchorena, dígase de paso, y hablando de ciertas tradiciones de origen antañon pero persistentes y florecientes. La mentada, en tiempos anteriores a mayo del 10, remitía al exterior las onzas de oro producto de sus ganancias: lo hacía graciosamente embutidas en hormas de queso. A esta tierra se venía a ganar dinero, no a amarla. Y ya que estamos hablando de escasos amores, conviene recordar que en los tiempos inaugurales de la conquista, y posteriores, la llegada de españoles y otros extranjeros a estas latitudes prometedoras de misteriosos y suntuosos Eldorados, no era para salvar el alma de los nativos, o crear una sociedad justa e igualitaria: era para explotar hasta el hartazgo todo lo explotable, ya fueran seres que parecían ser humanos, y recursos mitológicamente magnificados. Hoy, gentes de aquel linaje exterminador, nativos y multinacionales, envenenan los ríos y siembran muerte desde aviones fumigadores de perversos elixires. Aquellos aventureros venían a “hacer la América”, no a honrar tradiciones ni estudiar pueblos, ni siquiera arelacionarse humanamente con los habitantes originarios, calificados de bárbaros y por lo tanto exterminables. (Advierto que no estoy hablando de los millones de pobres españoles, italianos, sirio-libaneses y otras nacionalidades cuyos descendientes son la mayoría de los argentinos actuales). 

Continuando con una brevísima apreciación de una historia, ahora más cercana en el tiempo, hablemos de la creación del Estado, organización jurídica – política instauradora de una hegemonía de clase sobre el entero país. Advertimos que sus hacedores y orientadores fueron los grupos sociales dominantes en Buenos Aires, ciudad y provincia, y sus escuetos aliados de la Gran Bretaña. Esa minoritaria(numéricamente) oligarquía, construyó el edificio jurídico - político que debía asegurar su dominación (y, agreguemos, las de sus sucesores) sobre el entero espacio territorial y humano que lo poblaba. Con este propósito como guía, procedió a crear una nación que no preexistía a la constitución del Estado; es decir, creó una nación, hasta donde le fue posible, a su gusto y paladar. De las manos de ese creador emergió la Argentina de historia torturada que conocemos, muy diferente de las falsas versiones vehiculadas en textos, manuales, conferencias y celebraciones maliciosamente patrioteras. El llamado Estado Nacional imprimió la marca de sus creadores a la nación que fundó, cuya acta fundacional fue la atroz guerra del Paraguay, el gran negocio que urdieron los proveedores del Estado, los financistas y un montón de logreros devenidos políticos. Recordaré además que en aquellos tiempos, en simultáneo con la guerra contra el país guaraní, hubo aquí, durante más de cinco años, una insurrección popular intermitente y generalizada contra la guerra, que mató más gente que en el frente de batalla. El Estado Nacional fundado por una oligarquía tuvo como misión estructurar una nación que sirviera a los intereses de la clase dominante y sus aliados y amos exteriores. La función del Estado debía ser la imposición de la hegemonía absoluta de la clase dominante y sus diversas fracciones en lo político, lo económico, lo social y en lo cultural (cultura de la dominación), y el ejercicio del monopolio de una violencia que ahora adquiría el carácter legal por ser la del Estado, instrumento de sus creadores y conductores. 

Desde tiempos remotos, en todas las latitudes del planeta, hubo imaginarios históricos – mítico - legendarios, o legendarios y míticos o puramente históricos, que contribuyeron y aun contribuyen a que heterogéneos agregados de personas los acepten como un patrimonio común y una identidad a que todos se subordinan. Tal la idea de nación como equivalente a una identificación y pertenencia que obliga a dar la vida por ella. El homogeneizar en un nivel ideal diferencias tan abismales como son las de sociedades donde las desigualdades impregnan las relaciones humanas, habla con elocuencia del poder de lo simbólico, no obstante, menos sólido de lo que parece. La función y propósito del imaginario histórico, mítico, legendario, consagra como hechos de la naturaleza las jerarquías y la verticalidad social; atribuye, no necesariamente de una manera claramente explícita y vociferada, una minoridad humana, cultural y étnica, a grupos sociales subalternos, indios, negros, mestizos, pobres de toda laya. El imaginario histórico exalta la lealtad a la patria, que solía ser y sigue siendo, generalmente, una disfrazada lealtad a la clase dominante. 

Paralelamente a la violencia sobre las masas populares, la dominación recurrió a la creación del imaginario nacional, pretendidamente unificador, en que debían coincidir los que en la vida concreta estaban en franca disidencia, instrumento que hoy parece haber abandonado, o suplantado por otros recursos menos épicos pero más efectivos (léase consumismo y manipulación de los cerebros). El macrismo y los animales que reemplazaron a los próceres en los billetes de banco son una de las manifestaciones de un repudio de la historia, un olvido deliberado, una tentativa de hacer vivir a la gente en un hoy sin ayer ni mañana, sin San Martín, ni Belgrano y con la angustia de habernos separado de la “madre patria”, como pronunció conmovido el enterrador mayor de la Argentina. 

Pero el imaginario existe. Enaltecimientos, denigraciones y olvidos, clasificaciones laudatorias y estigmatizantes son elementos de uno que opera como poder simbólico; un poder con su Olimpo de héroes mayores y menores, con sus malditos e ignorados, legitimados uso y otros por academias, nombres de calles y ciudades, bustos y estatuas ecuestres y tediosas solemnidades. En nuestra América, el imaginario histórico del Poder comenzó a gestarse antes que los estados nacionales consumaran su existencia. Versiones de la historia, con una cuidada distribución de papeles, fueron el primer instrumento en la construcción de la hegemonía cultural de grupos sociales precisados de afirmar su dominación en algo más atractivo y duradero que la violencia pura y dura; la imposición a los pueblos de un imaginario, con el aura de suprema representación de la nacionalidad, debía constituirse en un factor de cohesión. Para lograrlo, era necesario adulterar u ocultar la verdadera naturaleza de los antagonismos, reducidos en la historia oficial a enfrentamientos de la civilización con la barbarie; y necesario para edulcorar las violencias ejercidas por la clase dominante a través del Estado, presentándolas como celosas preocupaciones por el interés general. Personajes militares y civiles fueron propuestos por el Poder como próceres ejemplares, algunos convenientemente falsificados como tales, y otros, como San Martín, mostrados en versiones hagiográficas que le atribuyeron santidad. Lo que el Poder eligió para proponer al entero conjunto nacional (o de una nación en ciernes, que el imaginario debía consolidar) fueron colecciones de reales, inventados o magnificados heroísmos, atribuciones sin fundamento de desinterés personal y supuesta total entrega a la causa nacional. En esa construcción, las figuras populares quedaron reducidas a la insignificancia o limitadas al negro Falucho, el tambor de Tacuarí y Cabral “soldado heroico”. Los pueblos fueron destratados como áridos conglomerados humanos, nunca hacedores de la historia, exclusiva tarea de las figuras elevadas a la grandeza: los pueblos eran turbas de ignorantes siempre al borde del desatino: lo siguen siendo para los poderosos de hoy. En torno del imaginario de héroes, patriotas, figuras soberbias y batallas heroicamente ganadas o deplorablemente perdidas, debían unirse en unánime admiración y respeto reverencial los que en la vida cotidiana distaban de coincidir en algo. El imaginario histórico nacional quiso mostrar que en el plano ideal las contradicciones sociales quedaban anuladas, que por encima de ellas hay un valor a que se subordinan los intereses y las diferencias, y hay bárbaros que acechan. 

¿Qué valor tiene el sentimiento nacional en condiciones estructurales que eliminan la posibilidad de una solidaridad orgánica entre grupos sociales antagónicos, en que el beneficio de unos es el perjuicio de los más? Una tradición sostiene que el Estado Nación se fundamenta en la idea del ciudadano abstracto identificado con el orden jurídico constitucional. Pero cuando el ciudadano abstracto no se corresponde con el sujeto concreto de la sociedad verticalmente estratificada, separada y dividida, ¿puede un imaginario ignorar los antagonismos reales? ¿Qué valor tiene la identidad nacional en grupos y estratos para los cuales la nación tiene significados antagónicos? ¿La identidad nacional inscripta en los documentos de identidad significa lo mismo para los polos opuestos de la desigualdad, particularmente para aquellos que obran como una clase desterritorializada y supranacional? ¿Significa lo mismo para quienes de hecho están comprometidos con el destino global o aquellos cuyo compromiso exclusivo es con el interés personal o de clase? En el mundo del “individualismo egoísta y posesivo”, ¿es posible la unánime lealtad a la nación como valor por encima del interés personal? ¿La nación no fue (y sigue siendo) una gigantesca ficción, un pretexto para grupos dominantes y sus clientelas más serviles? Y en los días que corren, las grandes empresas multinacionales y el imperio norteamericano no las quieren más, o en el mejor de los casos, las quieren raquíticas e incapaces de cometer el exceso de defender el interés de las grandes masas. 

En la nación hoy fracturada, el viejo imaginario nacional y el enorme poder simbólico que traía consigo están en franca decadencia. Las gigantescas empresas multinacionales que no gustan de las naciones prefieren moverse a su comodidad sin prestar cuentas a burócratas locales ni gastar dinero en coimearlos. Un proyecto liberador debe construir su propio imaginario: su fundamento sólo puede ser el conjunto de luchas que en 200 y más años de historia los habitantes de este país libraron contra las fuerzas de la dominación. El imaginario popular y liberador tiene sus grandes figuras y sus magnos acontecimientos. También sus derrotas y sus pavores. Nada debe ser ocultado; todo debe ser situado en el marco de la lucha de clases, o si se quiere, de intereses definitivamente irreconciliables y antagónicos. 

Esto significa, en suma, soñar con la utopía de una nación que sea realmente democrática, igualitaria, sin poderes dominantes. 

(") Doctor en Historia y Sociedad. 18 libros publicados, algunos en Brasil y Argentina y otros sólo en Brasil. Decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales y centenares de artículos sobre historia y literatura. Docencia en la Argentina (UBA y Universidad del Salvador) y Brasil (Universidades de Campinas, del Estado de San Pablo y Pontificia de San Pablo). Incluido en el programa Café, Cultura Nación de la Secretaría Nacional de Cultura.











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