lunes, 26 de noviembre de 2018

SEGUNDO FRAGMENTO DE "PODER SIMBÓLICO", capítulo tercero del libro inédito: DE LA DOMINACIÓN CONSENTIDA, Por León Pomer (") para Vagos y Vagas Peronistas




Dispositivos del Poder 


Para cumplir su función de gran idiotizador colectivo, el Poder Simbólico se vale de dos dispositivos esenciales. El discurso del orden aloja los lugares de la coerción racionalizada: las sanciones morales y legales, las normas y las reglas, el derecho y la jurisprudencia, los códigos y las leyes, las ideas políticas, las ideologías y la religión. 



El imaginario social, el otro gran dispositivo, da un soporte histórico, mitológico y legendario al sistema; trabaja con las emociones, apela a los sentimientos. Comprende ceremonias y rituales. Se vale de himnos y banderas, de reliquias sacralizadas y estatuas aparatosamente inauguradas, de tumbas y monumentos fúnebres. Abusa de los gestos solemnes y vacíos, del patrioterismo hipócrita. El imaginario social de la dominación se erige (es su razón de ser) por encima de los antagonismos estructurales que dividen la sociedad; se sobrepone a ellos. Quiere ser el lugar de las coincidencias, del renunciamiento a la disputa, del encuentro de quienes se sitúan en estratos jerárquicamente antagónicos. El imaginario, universo mítico sacudido por la realidad, pretende anular las distancias y las oposiciones sociales, las volatiliza; es un ornamento del poder material, quiere adornarlo con decoro y dignidad, disimular sus fealdades. 

Veamos algunos ejemplos de… 


Mitos Como Poder Simbólico 


Toda sociedad busca legitimarse con variados recursos: el mito es uno de ellos. Entre los instalados en el sentido común mencionemos el que nos dice: vivimos en un organismo social carente de alternativas. Nuestro mundo social no es precisamente ejemplar (en eso nadie disiente); pero los seres humanos habrían encontrado en él, finalmente, la exacta horma que siempre buscó su condición de animal parlante. Sería el logro definitivo e inamovible. El mito nos propone que asumamos con resignación las imperfecciones individuales y las maneras nada armónicas de nuestra convivencia, aceptando que nos gobierne y nos conduzca una estricta minoría, un grupo selecto capaz de ejercer los necesarios correctivos que exigen las grandes masas, proclives a desgobernarse y a hundir en un cloacal pozo negro la entera sociedad. La humanidad explotada y sufriente, ese gigantesco agregado reducido a desencarnada estadística, habría encontrado en el capitalismo las relaciones sociales más compatibles con su índole naturalmente levantisca, y el grupo humano capaz de mantenerlo dentro de cauces más o menos ordenados. Este mito, que deja bien parada a la minoría “esclarecida”, (uno de sus productos culturales), legitima el sistema y a quienes lo usufructúan y lo dominan. Los millones de imperfectos que pululan en los suelos de la sociedad, o aún más abajo, propiamente en los muladares, provocadores de inmoderadas exigencias y conflictos desastrados, estarían gastando inútilmente sus esfuerzos para cambiar el inamovible orden de las cosas. 

La sociedad capitalista quiere convencer que vino para quedarse, que en ella culmina la historia, luego de experiencias anteriores que merecen el olvido. Producto cultural de la dominación, en ingresando al sentido común el mito pretende convencer de una nada consoladora realidad que no todos ven: aberraciones, violencias, crueldades, anatemas y otras lindezas por el estilo son “cualidades” de una anormalidad congénita propia de baldados sociales. Inútil, pues, luchar contra una imperturbable “condición humana”, que sólo hace excepción con selectas minorías. 
León Pomer


Un otro mito se vale de la nación. Históricamente, se constituye como 

la unidad de vastas regiones geográficas requeridas para comunicarse fluidamente por necesidades del capital mercantil (intercambio de mercancías) sin las trabas propias de la fragmentación territorial que la precede. Los procesos de constitución del espacio socio-territorial nacional generalmente son conducidos por grupos sociales dominantes, independientemente de la participación (a veces decisiva) de grupos subalternos. La necesidad de cohesionar heterogeneidades y diferencias, de construir un imaginario unificador que sobrevuele los antagonismos obliga a escribir una adecuada imagen de la historia y todos los mitos que sean necesarios. 


El sistema capitalista llena de contenidos precisos el espacio geográfico, social, cultural e imaginario que llamamos nación; espacio hoy seriamente agredido y debilitado por la penetración mundial de gigantescos conglomerados empresariales que producen objetos, especulan con las finanzas, comercializan todo lo que puede expresarse en valores monetarios y hacen del tráfico humano y de drogas un negocio que desconoce fronteras. La nación capitalista parece declinar, pero aún existe: más vale no hacer predicciones sobre su futuro. Aún es el ámbito de vida de enormes mayorías que asocian su identidad a la nación y la poseen y la quieren como su definitivo espacio de vida, de la vida de sus ancestros y acaso la de sus hijos. La nación capitalista está atravesada por las habituales contradicciones, antagonismos y desigualdades propios del sistema, que siempre la caracterizaron, con el agregado de ciertas “anomalías” hoy potenciadas hasta la exasperación: violencia, inseguridad, migraciones forzadas, etc. Entre tanto, a despecho de las heterogeneidades sociales y el escaso confort que tradicionalmente dispensó a las grandes mayorías, la nación, de hecho, o de manera explícita, pretendió ser una comunidad ciertamente “imaginaria” en el lenguaje de Benedict Anderson, en que desaparecen (o se reconcilian) las diferencias y a ellas se sobrepone un interés común: la nación sería la madre de todos sus hijos, que amaría a todos por igual más allá de la condición social de cada uno. Sería el espacio ideal donde se disuelven las contradicciones y la hermandad que sobreviene condenaría a un universal destino común. Pero hay excepciones, de las que en seguida se hablará. 


En términos de cruda realidad, la nación capitalista es de algunos más que de otros; es de los que mandan, dirigen y ejercen la dominación más que de la masa mayoritaria. Es de los que deciden en nombre de la nación cuando en realidad, lo hacen en defensa de sus intereses, una parcialidad que asume en sí la totalidad nacional. El éxito que estos grupos obtienen en la consecución de objetivos que distan de beneficiar al conjunto humano mayoritario reside en que este, imbuido del concepto nacional como despojado de parcialidades egoístas, inculcado en primer lugar por la escuela pública, ha logrado velar la parcialidad que se oculta detrás de una generalidad que supuestamente a todos atañe por igual. Lo que es solamente verdad en el sentido que las decisiones de la dominancia alcanzan a todo el pueblo: nadie se salva. El sentimiento nacional sirve para arrastrar a las masas a aventuras bélicas que raras veces sirven al más auténtico interés de aquellas. Pero si una clase dirigente (ejemplo imaginado) encabezara una lucha por la independencia nacional, pensando en el interés común y no solamente en el suyo propio, tendríamos un excepcional bloque unido en torno a un interés común en que todos pierden y todos tienen que ganar. Aunque en caso de triunfo, de conquista de la independencia, lo más probable es que la clase dirigente no mudaría su estatuto, a menos que las masas hubieran accedido a un nivel de consciencia que las llevara a disputar el poder en su máxima expresión. Así, por ejemplo, la independencia argentina no fue para el disfrute de las masas, de su mayor bienestar y del acortamiento de las distancias con la élite configurada por la burguesía mercantil y agro productora – exportadora. 


El ideario nacional en la nación capitalista constituye un otro mito que las propias clases dominantes desafían permanentemente con su conducta y con sus intereses supranacionales. Tradicionalmente, el país fue y continúa siendo el ámbito cuya dominación, a través del Estado y del poder económico, social y cultural, permitió y permite realizar y acumular fortunas gastadas en el consumo conspicuo (en el interior y en el exterior) y enviadas al exterior para su atesoramiento, lo que ocurre desde los tiempos coloniales. Ese sentimiento escasamente nacional, o si se quiere, singular versión del mismo, es compartido por sectores muy considerables de los estratos medios. Alejandro Grimson comprobó el desprecio que estos manifiestan por todo lo que es de aquí: sus admiraciones y sus sueños están colocados en otras latitudes, Estados Unidos en los días actuales, Francia e Inglaterra en el siglo XIX. 


Hubo mitos grandiosos, los hay mezquinos. De los mitos antiguos se dijo que equivalían a la prehistoria de la filosofía, o “el primer conocimiento que el hombre adquiere de sí mismo y de su contorno” (Gusdorf, 1960:13-14). Cuando lo imprevisible regía las angustias y la inseguridad ontológica era la sombra oscura del hombre, el mito instauraba un cierto orden, allegaba una explicación, esbozaba un consuelo. En la mitificación del pasado inaugural llamado Edad de Oro, latía la estremecida fuerza de una vida perfecta. Los posteriores días, oscuros y ominosos, debían curvarse hacia atrás procurando recuperar la savia de los comienzos, maravilloso salto retrospectivo. La redención estaba en la infancia impoluta del vivir humano, tiempo de inocencia y de dicha. El mito creaba un mundo en que estaban ausentes las duras leyes de la materia humana; la emoción traducida en fe inconmovible daba un sentido positivo a realidades agrietadas por el sufrimiento y la desesperanza. 


Al fascinante simbolismo del mito antiguo, gigantesca visión de mundo, producto de imaginaciones multiseculares, el capitalismo opone vaciedades de efímera existencia con personajes y aconteceres que consolidan la mediocrización de la vida. La sociedad actual, ebria de vacuidad y de tedio, sólo puede industrializar productos que pasan por ser mitos y son chatarra marketinera. Efímeros, volátiles, se suceden vertiginosamente. En sí mismos no importan gran cosa; en su conjunto son constituyentes del formidable alienador colectivo que es el sistema de desiguales. Llamados a cumplir la función de concitar el interés de multitudes, distan de expresar nobles aspiraciones, de querer desvelar los grandes enigmas que asedian a la humanidad: van en desmedro de los irrealizados sueños presentados como inútiles idealizaciones. La industria del entretenimiento, al servicio de la dominación, inventa y utiliza livianamente supuestos mitos que acompañan la vida contemporánea. Sus soportes son la TV, el cine, los deportes vociferados más que practicados, los comics, una falsificada ciencia ficción, sectas que se asumen como religiones. El sistema sabe que cuanto más vaciados de preocupaciones capaces de ponerlo en duda, más buscarán los individuos escapes a un tedio que el sistema ofrece compensar con la aventura o el desolador escandalete que se extingue al apagar el televisor. 


De antiguos mitos grandiosos, maneras que los hombres inventaron para explicar las inexplicables desmesuras del mundo natural y social, hemos descendido al mito del consumo como condición de felicidad, o más modestamente, como manera de no vivir en el aburrimiento. 


La dominación construye mitos que acceden a la condición de intocable sentido común: la naturalización del sistema y la nación capitalista como imaginario nivelador son dos poderosas muestras. Lo que no impide pensar en la posibilidad de la nación igualitaria, sin dominancias ni opresiones, no exenta de antagonismos, pero no necesariamente los que oponen dominadores a dominados. 


REFERENCIAS 


Bauman, Zygmunt, Memorias de Clase, Nueva Visión, Buenos Aires, 2011 

Bertalanffy, Ludwig, Perspectivas en la Teoría General de Sistemas, Alianza, Madrid, 1992 

Bourdieu, Pierre, Las Estrategias de la Reproducción Social, Siglo XXI, Buenos Aires, 2011 

-Los Poderes y su Reproducción, en La Nobleza de Estado, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013 

Cassirer, Ernst, Essai sur l´Homme, Les Éditions de Minuit, Paris, 1975 

Chartier, Roger, A Historia Cultural, Difel, Lisboa, 1990 

Geertz, Clifford, A Interpretacao das Culturas, LTC, Rio de Janeiro, 1989 

Pierce, S. Charles, Ecrits sur le Signe, Paris, 1978 



(") Doctor en Historia y Sociedad. 18 libros publicados, algunos en Brasil y Argentina y otros sólo en Brasil. Decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales y centenares de artículos sobre historia y literatura. Docencia en la Argentina (UBA y Universidad del Salvador) y Brasil (Universidades de Campinas, del Estado de San Pablo y Pontificia de San Pablo). Incluido oportunamente en el programa Café, Cultura Nación de la Secretaría Nacional de Cultura.







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