lunes, 4 de septiembre de 2017

NO HAGAMOS LOS NÚMEROS, Por Agustín Carrara

Agustín Carrara
“¿Qué significa hacer trampa?”, le preguntó Facundo a su papá. Sus ojos, como los de cualquier chico de cinco años, reflejaban sin vergüenza un estado de inocencia casi puro. Con los años, eso iría desapareciendo; pero por ahora, todavía estaba ahí.

Pereyra se quedó pensando unos segundos frente a la pregunta de su hijo. Finalmente, esbozó una respuesta. “Hacer trampa es no cumplir las reglas, pero engañando a los demás para que piensen que hiciste todo bien”. El nene lo miró en silencio, como pidiéndole un ejemplo de esos que aclaran las cosas. “Mirá, en el jardín a vos te dijeron que hay algunas reglas, ¿no? Por ejemplo, no tenés que pegarles a tus compañeritos. Imaginate si vos le pegaras a un compañero tuyo, y después le mentís a la seño para que piense que no fuiste vos. Bueno, eso sería hacer trampa. No hay que hacer eso”.

El nene agachó la cabeza disimuladamente y se miró las manos, pensativo. Solía hacer eso cuando trataba de entender las respuestas de su padre, dándose un tiempo para preparar la repregunta.

“Y si yo tengo que hacer algo, y digo que lo hice pero no lo hice… ¿eso siempre está mal?“, replicó. “Claro”, dijo Pereyra, satisfecho. Pero en seguida le entró la duda. Casi de reflejo giró sus ojos hasta su celular, que estaba arriba de la mesa. Minutos antes había recibido el mensaje de su contador, que aún esperaba respuesta. 

Aprovechó el nuevo silencio de su hijo para pensar un poco más la cuestión. “Bueno, casi siempre. A veces hay reglas que son muy injustas. Y ahí en realidad no es que estás mintiendo… o sí, pero tampoco es que está mal. No es tu culpa, digamos”. 

Facundo perdió la claridad que pensó que estaba ganando. “¿O sea que siempre le puedo pegar a mis compañeros?”. “No!”, exclamó en seguida Pereyra. Dios mío, en qué lío se había metido. Y qué obsesión tenía este chico con la palabra siempre. Tenía cinco años, le faltaban unos meses para cumplir los seis. ¿Quién necesita tantas certezas a esa altura de la vida?

Pereyra pensó que se estaba metiendo en un berenjenal. Eso le hizo acordar a su abuela materna, que siempre usaba esa expresión. ¿Por qué la gente le tendría tanta aversión a meterse en un terreno plantado de berenjenas? Nunca lo había entendido.

Intentó aclarar el punto. “Imaginate que un compañero tuyo te está pegando, y la única forma que tenés defenderte es pegándole vos a él. Si pasa eso, ahí no está mal que rompas la regla de no pegarle a otro, porque lo necesitás. En ese caso, la regla es injusta”.

“¿Y cómo sé qué reglas son justas y cuáles no?”. Esto se ponía más y más complicado. Pereyra dio por terminada la charla –al menos la charla con Facundo, pero no la que seguiría manteniendo consigo mismo. Mandó al chico a jugar con su hermana, mientras él se levantaba para arreglar el mate.
Tomó su celular, lo desbloqueó y buscó el mensaje de su contador. Ya sabía lo que decía, pero quería releerlo. A veces pasa eso. Uno necesita releer un mensaje para dar un nuevo pie al diálogo imaginario. 

Y ahí estaban, otra vez, las mismas palabras. “Todo arreglado. ¿Le damos para adelante?”. La menor cantidad de información posible, como les habían recomendado los abogados. Porque si Pereyra estaba pagando a los abogados más caros de la avenida Alem, lo mínimo que podía hacer era seguir sus instrucciones. Entre ellos y Julio, el contador, habían armado toda la estructura. No, estructura no. ¿Cómo era la palabra que usaban? A Pereyra le había gustado cuando la escuchó, pero ahora no podía recordarla.

La cuestión es que habían hablado con estudios de abogados y con otras firmas en varios países. Estaba todo arreglado de palabra para comenzar a mover la plata. Le juraron que en una semana sería imposible de rastrear y que a fines de noviembre ya la tendría lista para usar en lo que quisiera. Con ciertos recaudos, claro. Y se acordó: ingeniería era. Ingeniería financiera. Sonaba lindo y profesional. Sólido, en todo sentido.

Pero las preguntas de Facundo sembraron una duda dentro de esa ingeniería. A ver, a Pereyra no le quedaba otra. No iba a evadir impuestos porque le gustara. No estaba organizando cómo sacar la plata del país porque no apoyara a su Patria. Lo hacía porque tenía que hacerlo. Pero ¿cómo le iba a explicar a Facundo lo que es la presión tributaria? ¿Qué podría entender un pibe de cinco años de la inseguridad jurídica que se vive en Argentina? Esos son problemas de los adultos. De los adultos argentinos.

“Mañana a primera hora te contesto”, le respondió al contador. ¿Por qué mañana? ¿Qué necesitaba pensar esa noche? ¿En qué pueden influir las dudas de un nene en los negocios de un grandulón que se acerca a los cuarenta? Pereyra no sabía, y cuando no sabía le gustaba seguir pensando, mate de por medio. Siempre se repetía que no había llegado a donde estaba siendo impulsivo.

Pasemos en limpio algunas cosas. En primer lugar, él es un tipo al que nadie nunca le regaló nada. Sí, es cierto que su familia tiene empresas desde que él tiene memoria. Pero tuvo que laburar para ganarse el sueldo que le pagaba su viejo. ¿Y alguno de ustedes sabe lo que es bancarte a ese viejo? Olvidate, te la regalo. Lo hizo pasar las mil y una. Nunca nada de lo que hacía Pereyra –que en esa época todavía era Juan Cruz– era lo suficientemente bueno. Siempre podría haber administrado esto mejor. Siempre podría haber tenido esta otra idea unos meses antes. Siempre, Juan Cruz, siempre te faltaban cinco para el peso. O cincuenta mil para el millón, en tu caso.

Y ahora, que por primera vez empezaba a ganar buena guita con una empresa suya y de nadie más, la economía le estaba comiendo todo. Esos impuestos no se pueden pagar. Capaz en un país en serio, ahí podría ser. Pero acá… acá es Argentina. Si paga esos impuestos, la empresa no puede crecer. Así de simple.

Pereyra se cebó varios mates en silencio. Se quedó pensando en esa última frase que se dijo a sí mismo. ¿Realmente no podía pagar esos impuestos? Quería sacar las cuentas pero al mismo tiempo prefería no hacerlo, porque los números y las decisiones no siempre van de la mano. Siempre había dicho que se veía obligado a hacer esto. ¿Podía ser posible que nunca hubiera sacado las cuentas?

Igualmente, no era su culpa. No sabía bien de quién era, pero eso no era relevante. A veces no importa quién tiene la culpa, sino quién no la tiene, y ése era Pereyra.

No podía carcomerse la cabeza con esto. En última instancia, tampoco estaría jodiendo a nadie. ¿Cuánto le puede cambiar al país lo que él ponga? Si al lado de otros, él es un pichi. Y claro, ése es el otro tema. A los otros, a los que la mueven en serio, contra esos nunca van. Eso tampoco es excusa, pero bueno. Todo suma. 
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Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, Pereyra ya estaba con los ojos abiertos desde hacía rato. Le había costado dormir. Algo lo tuvo dando vueltas durante la noche. Por momentos se acordó de su padre, que siempre le decía que hay que enseñar con el ejemplo, no con las palabras. Y mientras se preparaba sus clásicas tostadas con palta y semillas, Facundo se sentó a la mesa de la cocina. Le sonrió con los ojos rojos del sueño y le pidió que le hiciera la leche.
Cuarenta minutos después, el chico ya estaba cambiado y listo para que su madre lo llevara al jardín. Mientras agarraba su mochila, el celular de su padre vibró sobre la mesa y el mensaje del contador apareció en la pantalla. “Juan Cruz, buen día. Disculpame que te moleste tan temprano, pero necesitaría saber si estamos para avanzar…”.

Facundo, listo para partir, se acercó a darle un beso a su padre. En medio del abrazo, el chico acercó sus labios al oído de Pereyra para que su madre no los oyera: “te prometo que no voy a hacer trampa en el jardín”. 

La puerta se cerró, la casa quedó en silencio y Juan Cruz Pereyra agarró su celular.

Domingo 3 de Septiembre de 2017.

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