Un documento de análisis desde el Centro Cultural Enrique Santos Discépolo.
-Segunda Parte-
Javier Azzali |
1ra. Parte
Introducción. ¿Cuál es la situación mundial? ¿Cuál es la situación latinoamericana? ¿Cómo es la intervención del imperialismo en el país? ¿Qué es la cuestión nacional? ¿Qué es el movimiento nacional? ¿Qué fueron los gobiernos kirchneristas de 2003 a 2015? ¿Por qué se interrumpió el ciclo nacional democrático kirchnerista?
2da. Parte
¿Por qué triunfó una fuerza política oligárquica, en 2015? ¿Cuáles son las fuerzas sociales dominantes del país, hoy? ¿Cómo se expresan políticamente las fuerzas dominantes? ¿Cuáles son las fuerzas de la clase trabajadora? ¿Cuál es la situación actual del país? La esperanza nacional y popular.
¿Por qué triunfó una fuerza política oligárquica, en 2015?
En las elecciones del 22 de noviembre de 2015 se puso en juego la decisión acerca del rumbo a seguir por el país en los próximos cuatros años, a partir de la confrontación bajo las reglas de la democracia, de dos modelos y visiones de sociedad contradictorios entre sí. El resultado negativo para el FPV, por el cual aquel 55% de los votos se redujo al 37% en la primera vuelta y a menos de 49% en la segunda, marcó el reinicio de un ciclo de predominio liberal y conservador, y en esta oportunidad no ha sido a través de un golpe de estado como en 1955 y en 1976, ni mediante la traición del menemismo.
Un proyecto elitista de país triunfó por escasísimo margen de votos. Para esto obtuvo el apoyo de un importante sector de la población, buena parte proveniente de un extracto social de modestos recursos económicos y cuya visión de mundo seguramente no comparte los valores de elitismo y dependencia internacional del gobierno elegido. Es posible que haya actuado motivado por falsas promesas de campaña, referidas a cambios en cuestiones sociales aun no resueltas o simplemente por hastío y cansancio del Frente para la Victoria en el poder después de más de una década. Además, el poder de fuego de los medios de comunicación concentrados, sistemáticamente utilizado contra el gobierno nacional saliente, sin duda influyó decisivamente en el ánimo de parte de la población para echar por tierra la posibilidad de continuar y profundizar la senda de reivindicaciones sociales y recuperación de la soberanía nacional recorrida en la última etapa.
Más allá de los errores propios, no puede pasar desapercibido que el Frente Renovador ha sido el principal facilitador de la dispersión de votos que impidió el triunfo en primera vuelta de Daniel Scioli, lo que no había ocurrido en las dos elecciones presidenciales anteriores de 2007 y 2011. El apoyo de Massa a Macri y las disidencias mayoritarias del resto de sus aliados, demuestran un alineamiento que favorecía al movimiento nacional y que, de haber concurrido junto al peronismo, hubiera posibilitado ganar sin necesidad de segunda vuelta. También las fuerzas oligárquicas contaron con la ayuda del Frente de Izquierda, el que repitió la misma postura histórica de oposición al frente nacional en la saga iniciada por la izquierda portuaria de Juan B. Justo y Codovilla, manteniéndose al margen de la lucha por la liberación nacional y oponiéndosele en los hechos.
Así como la política del kirchnerismo expuso la existencia real de dos bloques antagónicos, el nacional y el oligárquico imperialista –con sus variantes de derecha y de izquierda–, la aparición de una suerte de tercera vía desde las elecciones de 2013 es una confusión de la que saca provecho el bloque dominante.
El macrismo, que originalmente fue una fuerza de raíz porteñista, adquirió alcance nacional a partir, principalmente, de su alianza con la UCR, con el liderazgo de un cuadro empresarial vinculado a la patria contratista, la fuga de capitales y los paraísos financieros, formado en las escuelas de la derecha vernácula y la inteligencia semicolonial. Detrás de su lenguaje de la antipolítica y la gestión eficaz sin ideologías, se esconde una política de subordinacíon nacional y opresión a los trabajadores.
Antes de la llegada del macrismo en diciembre de 2015, los doce años precedentes de gobiernos de signo popular representaron –aunque con altibajos– el proceso de crecimiento económico más importante de la historia reciente de nuestro país. Entre 2003 y 2015 el PBI registró un incremento anual promedio de 6%, sin parangón en ninguna etapa anterior. En ese lapso, en que también el empleo creció fuertemente –la tasa de empleo pasó de 36% a 42% entre los extremos del período kirchnerista– fueron las pequeñas y medianas empresas de capital local –vinculadas fuertemente al mercado interno y alentadas por el incremento del consumo– las que más empleo generaron. Y la tasa de inversión fue, en ese período, comparativamente alta, alcanzando registros superiores al 22% del PBI, muy elevados para la Argentina.
Sin embargo, en el conglomerado exportador, entre el ranking de las firmas más grandes y en el conjunto del capital invertido en el país, las firmas extranjeras ganaron fuertemente posiciones[1].
La Argentina –como sucede también con Brasil y con otros países de la región– es una economía fuertemente extranjerizada. Si se computa la banca y el complejo agroexportador, conjuntamente con un núcleo de empresas líderes (vinculadas a la industria alimenticia, automotriz, química y a las cadenas de comercialización) la presencia del capital extranjero no ha cesado de crecer. Ello, a pesar de la presencia de un gobierno al que el capital externo consideraba en general antagónico, a pesar del tan criticado –por excesivo– costo laboral, al crecimiento de las regulaciones en materia de empleo, al pleno funcionamiento del sistema de negociaciones paritarias, a la exagerada carga impositiva, entre tantos aspectos que siempre se ha dicho –y se sigue repitiendo– que espantan las inversiones y obstaculizan el crecimiento de la economía local.
Es decir que, aun en presencia de un ciclo de gobierno favorable a los sectores populares y a las empresas locales –que gozaron de protección frente a las importaciones– la inversión externa no dejó de aumentar su gravitación. Las empresas extranjeras incrementaron su peso sobre la economía y –por lo tanto– su poder.
A través de innumerables vínculos y ligazones de intereses, las más grandes firmas locales, los bancos privados nacionales nucleados en ADEBA o las grandes empresas industriales presentes en la UIA se vinculan a las firmas extranjeras, aunque estas también tienen sus representaciones corporativas: por caso, la Asociación de Bancos de la Argentina (ABA) –entidad creada en 2009– representa a los bancos de capital internacional con operaciones en el país.
Junto a ellas están los grandes complejos multimedios, el principal de los cuales es el grupo Clarín y que encuentran su expresión corporativa en ADEPA: la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas, que es la asociación que nuclea a las empresas dueñas de los medios de prensa de la Argentina. Y, por supuesto, la más que centenaria Sociedad Rural Argentina, institución emblemática de la vieja oligarquía (cuyo primer presidente fue un Martínez de Hoz), tiene un puesto asegurado en el podio de los “dueños del país”.
Sin distinción de banderías, las más grandes empresas conviven y se expresan conjuntamente en la Asociación Empresaria Argentina (AEA), fundada en 2002, en cuya página web puede leerse: “La principal característica de AEA es la participación personal de los titulares de las empresas más importantes del país en el análisis de políticas públicas de interés general”.
El interés general no es –claro está– otro que el de los miembros de la entidad, que han logrado sintetizar sus aspiraciones resignando pequeñas mezquindades sectoriales…
Así lo manifiestan sin lugar a equívoco cuando dicen que su objetivo es “promover el desarrollo económico y social de la Argentina desde la perspectiva empresaria privada, con especial énfasis en el fortalecimiento de las instituciones necesarias para tal fin.”
En AEA confluyen multimedios como Clarín y La Nación, bancos como el Santander Río, alimenticias como Arcor, laboratorios como Bagó y Roemmers, compañías de seguros como La Anónima, agroindustrias como Grobocopatel, comercializadoras como IRSA, CENCOSUD o Coto, productoras de energía como IMPSA, constructoras vinculadas a la obra pública como Roggio o Cartellone.
Esta confluencia amplia y generosa junto con el propósito no ocultado de “bajar línea” a los gobiernos deja en claro quiénes son los dueños del poder en el país. Salvo cuando –situación tan enojosa como excepcional– aparece un gobierno dispuesto a poner límites, que no es por cierto el caso del actual… Pero a veces pasa: hay que recordar que poco antes de que asumiera la presidencia Néstor Kirchner, lo visitó Claudio Escribano –subdirector del diario La Nación– para presentarle un conjunto de medidas que debía adoptar si pretendía mantenerse en el gobierno[2]
En buena medida, al posponer viejas contradicciones en pro de las coincidencias de intereses, los sectores económicamente poderosos lograron un objetivo histórico: la alteración de la ecuación –fortaleza de los sectores populares y heterogeneidad de las clases dominantes– que había impedido el funcionamiento del capitalismo dependiente en forma plena en el país. Así se quebraban las bases de la ‘alianza populista’ –entre la clase obrera y los sectores empresarios vinculados al mercado interno– que había dado origen al peronismo, superando la situación de “empate”, en la que ni los sectores populares ni el poder económico lograban prevalecer duraderamente, y el cual había sido resultado de la heterogeneidad de los sectores dominantes y la homogeneidad de los sectores populares.
En la Argentina –y en el mundo– de hoy estas contradicciones parecen haber quedado relegadas. Es que en la economía globalizada ya no resulta imprescindible el consumo interno como condición de realización de la ganancia. Es posible exportar o –si los mercados externos no ofrecen oportunidades favorables– destinar el excedente obtenido a la valorización financiera: dentro de las fronteras si se cuenta con la ayuda de Federico Sturzenegger al frente del Banco Central, o fuera de ellas cuando el viento cambia de dirección…
Por cierto que existen empresas pequeñas, industriales, comerciales y también del sector agropecuario, vinculadas a la dinámica del mercado interno, las que cuentan asimismo con cámaras que las agrupan. A veces –como es el caso de CAME– dejan oír sus voces en contra de la implementación de las políticas neoliberales. Recientemente se creó la Asociación Empresarios Nacionales para el Desarrollo Argentino. Sus planteos suelen transitar desde un vago desarrollismo –ocasionalmente compartido con algunos integrantes del sector industrial nucleado en la UIA como De Mendiguren– hasta posiciones más claras y sólidas de defensa del mercado interno y la producción nacional como las de ADIMRA (la Asociación de Industriales metalúrgicos de la República Argentina) a través de su directivo Juan Lascurain. También subsiste la CGE, aquella entidad emblemática de la burguesía nacional de tiempos del peronismo originario que supo comandar José Gelbard y que Perón imaginó como el contrapeso de la reticente UIA[3] para consolidar la alianza entre la clase trabajadora y el empresariado industrial. Pero lo cierto es que –en un mundo muy diferente de aquel de mediados del siglo XX– el peso de estos sectores resulta ínfimo, sea cual fuere el indicador con que se los mida salvo el empleo[4].
El poder económico, la apropiación del excedente y la capacidad de acumulación están en manos de un conglomerado constituido por empresas multinacionales y grandes grupos locales diversificados entre la industria, los servicios, el comercio, la actividad agropecuaria y las finanzas y con la sólida apoyatura de los grandes multimedios, de los cuales es emblemático el grupo Clarín; pero también están el Grupo Uno, Avila, Prisa, Hadad, Telefónica y Cadena 3, entre otros[5].
Los multimedios constituyen un factor de poder clave para construir consensos y “sentido común” para legitimar políticas contrarias al interés de los pueblos, como explica con precisión el historiador León Pomer. Aunque sus decisiones no sean determinantes, intervienen directamente en la vida política del país mediante una estrategia planificada y destinada a proteger y aumentar su patrimonio y a proteger sus intereses, los cuales están ligados al de los poderes financieros mundiales, como el caso de los fondos buitres y la Goldman Sachs.
Finalmente, también la embajada de los Estados Unidos sigue ocupando un rol central, cuyo titular saliente, Noha Mamet, elogió el cambio positivo del país, la salida del default y dejó en claro que habían hecho "todo lo que pudimos para ayudar a la Argentina a reinsertarse en el mundo".
Además de sus expresiones no mediadas, directas o corporativas, las fuerzas dominantes en el plano económico se expresan a través del sistema partidario, que es una superestructura política.
La natural representación política de los sectores dominantes en la etapa de la Argentina Moderna fue, claro está, el Partido Demócrata Nacional (los conservadores). Pero la emergencia del radicalismo y la victoria de Yrigoyen lo convirtieron en una herramienta inadecuada, por lo que la oligarquía no demoró en la cooptación de un sector del radicalismo con el que se alió para excluir –mediante la proscripción y el “fraude patriótico”– a los Yrigoyenistas: la colonización por parte de las clases dominantes de las estructuras políticas representativas de los sectores populares fue una estrategia temprana.
Luego de que la emergencia del peronismo lo desplazara de la representación popular, el radicalismo fue cómplice del golpe del 55 y de las proscripciones posteriores. Tras el tercer gobierno peronista y la recuperación de la democracia, luego de la dictadura militar, el radicalismo conoció con Alfonsín un retorno victorioso, para volver rápidamente al ocaso, maniatado por la deuda externa y luego expulsado del poder por la crisis de la hiperinflación.
El ciclo menemista implicaría una nueva maniobra de colonización de las fuerzas políticas populares, esta vez de la estructura partidaria del justicialismo, por parte de los sectores económicamente dominantes, que aplicaron durante todo un decenio sus propias políticas a través de un gobierno peronista.
Al final de ese ciclo, el radicalismo, esta vez conformando una alianza que se presentaba a sí misma como una expresión “progresista” y con una predominante base social de sectores medios, continuó con la aplicación de iguales políticas, y por lo tanto como una expresión mediada de los mismos sectores sociales, inclusive con los mismos elencos: el ministro Cavallo y el actual presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger.
De la crisis de 2001 –la de mayor profundidad que afrontara la Argentina desde los años treinta– emergió el kirchnerismo: una expresión renovada del peronismo, que incorporó sectores de clase media, principalmente jóvenes, pero sin poder, en cambio, consolidar un vínculo tan estable con el movimiento obrero organizado como el que caracterizó al peronismo originario. No obstante, el kirchnerismo se constituyó, por su base social y por sus políticas, como una clara expresión de los sectores populares, abarcando parcialmente y a la vez trascendiendo a las estructuras tradicionales del justicialismo, que se dio expresión en el Frente Para la Victoria.
Frente a la emergencia del kirchnerismo tuvo lugar un realineamiento de las fuerzas partidarias preexistentes: una parte de la izquierda, principalmente el trotskismo antinacional en sus diferentes vertientes, se mostró, conforme a su tradición, adversa a esta nueva expresión de política nacional.
El partido socialista sufrió, también siguiendo su arraigada costumbre, una nueva escisión: una fracción (Socialismo para la Victoria) se integraría al Frente Para la Victoria, en tanto que el tronco histórico conformó una alianza (hoy rota) con la UCR en Santa Fe, donde lograría el gobierno provincial.
El Partido Comunista, también víctima de una división interna, había generado una fracción disidente en 1996 (Partido Comunista Congreso Extraordinario) que apoyaría al Frente Para la Victoria desde 2011. El tronco principal del PC, por su parte, integró desde 2003 la Alianza Izquierda Unida junto al Movimiento Socialista de los Trabajadores. Entre 2008 y 2009 el PC se fue aproximando al FPV a través de sus alianzas en la Ciudad y en la Provincia de Buenos Aires (conformando en este último distrito Nuevo Encuentro). En las elecciones de 2011 concluyó por formar parte de la alianza Frente para la Victoria y apoyó la candidatura presidencial de Cristina Kirchner.
El PRO surgió como una fuerza política de alcance municipal, claramente sustentada en los sectores medios acomodados y altos de la Capital Federal, pero fue ampliando sus límites en términos geográficos y también expandiendo su base social, en especial a partir de su alianza con la UCR. Lo novedoso fue que pudiera lograr esta expansión esgrimiendo el programa histórico –sin innovación alguna– de la vieja derecha tan bien encarnada en su ideario por Álvaro Alsogaray desde los años cincuenta hasta su muerte, luego de ser acogido por el menemismo. Y que lograra revalidarlo reiteradamente en la Capital, donde se convirtió paulatinamente en una fuerza hegemónica, desplazando de ese lugar al radicalismo porteño, actualmente reconvertido, parcialmente, en el vecinalismo de Loustau.
Sin necesidad de llegar a contar con estructuras políticas sólidas a nivel nacional, se convirtió rápidamente en una expresión no mediada de clase. Si en la ciudad que lo originó había incorporado figuras políticas de diversa proveniencia, al acceder al gobierno nacional sus elencos se nutrieron directamente de cuadros gerenciales. Los dueños del poder económico, provenientes de las cámaras empresarias y con clara predominancia de las empresas multinacionales, colonizaron el gobierno, dando lugar a un país “atendido por sus propios dueños”.
El blindaje multimediático logró, por otra parte, conquistarle el apoyo de amplios sectores sociales, incluso del campo popular, que votaron objetivamente en contra de sus intereses. La derecha consumó el milagro de aplicar con el sustento del voto un programa histórico que siempre fue blandido a costa de la fuerza o bien del disciplinamiento previo producido por el shock hiperinflacionario en el caso del menemismo.
El más que centenario radicalismo, definitivamente claudicante –y con la honrosa excepción de una minúscula fracción– acabó por integrarse a Cambiemos en calidad de “socio menor”, sin beneficio de inventario, traicionando con ello todo cuanto pudiera restar de sus orígenes de partido popular. Con esa alianza, el radicalismo fósil provee a la fuerza gobernante –sustentada en sus elencos gerenciales– el viejo aparato partidario del interior, penetrado de clientelismo. Y de paso, aporta algún sustento en los sectores de clase media –principalmente de edades avanzadas– que conservan añejas lealtades de “boinas blancas”.
La Argentina cuenta con una sólida tradición organizativa de la clase trabajadora. El movimiento obrero existía ya desde finales del siglo XIX y fue un severo antagonista de la oligarquía y sus gobiernos desde tiempos muy tempranos. Las cruentas represiones que signaron los fastos del Centenario, la Semana Trágica y los fusilamientos de la Patagonia y La Forestal –ya en tiempos de Yrigoyen– fueron durante mucho tiempo la respuesta a sus reclamos.
El primer peronismo dio vuelta la página de esa historia y marcó el inicio de una etapa de consolidación, ampliación, densidad organizativa y conquistas que dejarían una impronta indeleble en el cuerpo del movimiento obrero.
Tras el derrocamiento de Perón, el movimiento obrero fue la expresión más persistente del peronismo –la columna vertebral– y resistió fuertes intentos de cooptación o de disciplinamiento.
Surgió, sin embargo y sin tardanza, una fracción colaboracionista y bien dispuesta a negociar con los poderes de turno, en forma prescindente de Perón, justamente porque se sentía con la consistencia necesaria como para hacerlo. Frente a ella, hubo invariablemente sectores combativos –generalmente pero no siempre de signo peronista– intransigentes a toda complicidad con las clases dominantes y defensores a ultranza de los intereses de la clase trabajadora.
Por debajo de las dirigencias, la estructura de la clase trabajadora fue variando a lo largo del tiempo y cobrando paulatina heterogeneidad. El proceso de terciarización (flujo desde la actividad manufacturera hacia los servicios), el aumento de las diferencias de productividad –y de remuneraciones– intersectoriales, la disminución del trabajo manual y el aumento de funciones automatizadas, todo ello contribuyó a generar diversidad al interior del colectivo laboral.
El crecimiento de la informalidad económica y su reflejo en el empleo estableció asimismo que la clase trabajadora sindicalizada y los sectores populares dejaran de ser conjuntos aproximadamente coincidentes. Mantienen un área de intersección decreciente porque muchos de los trabajadores encuadrados en sindicatos son no manuales y pertenecen a los estratos de ingresos medios y, a la inversa, gran parte de los trabajadores manuales y de menor remuneración se insertan en el sector informal y por lo tanto carecen de representación y de experiencia sindical.
Así, la conceptualización de la clase trabajadora no responde hoy a la imagen clásica de los trabajadores que llenaban la plaza en tiempos del peronismo originario. No obstante, durante la etapa kirchnerista se asistió al período más largo que registra la historia, sin interrupciones, en que los sindicatos pudieron negociar libremente salarios y condiciones de trabajo en paritarias, lo que robusteció fuertemente las posiciones de estas organizaciones. El fuerte crecimiento del empleo, asimismo, favoreció el aumento de las nóminas de afiliados en la mayor parte de los sindicatos, especialmente en la industria, diezmada en los años de la convertibilidad.
Durante toda la etapa que duró hasta la reelección de Cristina Fernández, el movimiento obrero acompañó –de un modo que parecía natural– al gobierno del Frente para la Victoria, pero con posterioridad, una importante fracción encabezada por Hugo Moyano –un sindicalista que había confrontado fuertemente con el menemismo generando la fractura de la CGT en los años noventa– se alejó del gobierno y se encaminó hacia posiciones directamente confrontativas.
El conflicto –que puede datarse hacia fines de 2011– reconoce responsabilidades compartidas. El Frente para la Victoria no contempló suficientemente a la CGT en la conformación de las listas de legisladores (la rama sindical histórica) y luego cajoneó un importante proyecto de un diputado de origen sindical que promovía la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas. También dejó de actualizar el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias de 4º categoría, que grava los sueldos más altos (un tributo progresivo), con lo cual comenzaron a pagarlo trabajadores de ingresos medios, y mantuvo sin liquidar una deuda con las obras sociales reclamada por los sindicatos.
El movimiento obrero –ya partido entre la CGT y la CTA– se subdividió aún más de resultas de este conflicto: una parte de la CGT permaneció cercana al gobierno en tanto que otra –la encabezada por Moyano– fue aumentando su oposición. Paralelamente, un sector minúsculo liderado por el dirigente gastronómico Luis Barrionuevo, siempre se había opuesto al gobierno. Dentro de la CTA, asimismo, también había tenido lugar una fractura entre un sector oficialista –el de Hugo Yasky– y otro fuertemente opositor, alineado con la izquierda antikirchnerista (el de Pablo Micheli).
Estas divisiones debilitaron al movimiento obrero y a un gobierno cuya naturaleza y base social reclamaba un fuerte vínculo con las organizaciones sindicales. El gobierno de Cristina Fernández debió afrontar cinco paros generales promovidos por el sector moyanista de la CGT, siempre con el curioso argumento del impuesto a las ganancias, que sólo pagaba una proporción muy pequeña de trabajadores sindicalizados, aunque significativa en algunos gremios como los camioneros, el transporte y los bancarios.
La situación tuvo una deriva insólita, cuando una parte importante de la dirigencia sindical se mostró amigable y hasta cercana a Cambiemos frente a las elecciones presidenciales de fines de 2015. Cualquier expectativa frente al gobierno macrista era totalmente irrazonable de parte de dirigentes experimentados, que habían vivido los años noventa al frente de sus organizaciones. Algunos de los que todavía se alineaban con el gobierno y vinculados a la industria, como el metalúrgico Caló y el mecánico Pignanelli, advirtieron al respecto.
El primer año y medio del gobierno macrista tuvo la virtud de despejar dudas respecto del contenido de clase del nuevo régimen político y de su orientación económica. También acerca de los resultados de sus políticas sobre la mayor parte de los trabajadores y del movimiento obrero. La CGT pudo articular una unificación no muy sólida, pero que permitió llevar a cabo una gran movilización opositora y un tardío, pero importante, paro general. Las dos fracciones de la CTA tuvieron una permanente de confrontación con el gobierno, en especial vinculada al maltrato hacia los trabajadores públicos, fuertemente representados en estas centrales, y marchan hoy hacia su reunificación. El gobierno de Macri solamente conserva la adhesión explícita de un minúsculo conjunto de organizaciones vinculadas al recientemente fallecido Gerónimo “Mono” Venegas, secretario general de la UATRE (Unión de Trabajadores Rurales y Estibadores).
Un conjunto de organizaciones aglutinadas en la Corriente Federal de los Trabajadores, producto de la confluencia de la Corriente Política Sindical Federal, el núcleo del MTA (Movimiento de los Trabajadores Argentinos), la Asociación Bancaria y otras organizaciones gremiales, ha retomado la mejor tradición del sindicalismo combativo, autoreferrenciándose en los programas históricos de Huerta Grande y la Falda, la CGT de los Argentinos y los 26 puntos de Ubaldini. Sin separarse de la CGT conforman, dentro de la histórica organización, una fracción que infunde un dinamismo esperanzador, a partir de proponer medidas centrales para un programa de país, más allá de lo reivindicativo.
Cualquier paso hacia la unidad de acción y cualquier desplazamiento hacia la oposición significan, en las condiciones actuales, un signo de fortalecimiento para el movimiento obrero que, sin embargo, sigue manteniendo posiciones políticas fragmentadas y continúa reflejando, a nivel de la dirigencia, contradicciones y heterogeneidades que también existen, en parte, en su base.
Un hecho auspicioso es la consolidación y crecimiento de la CTEP (Confederación de Trabajadores de la Economía Popular) como reagrupamiento de los trabajadores desocupados, piqueteros, campesinos, indígenas, cooperativistas, cartoneros, quinteros, trabajadores de la agricultura familiar, empresas recuperadas, comedores populares, etc. O sea, expresa a los excluidos por el neoliberalismo en la última década y al núcleo duro de la pobreza, que integran el segmento más popular al interior del campo nacional. Con gran capacidad de movilización, llevan adelante sus reclamos sociales, reivindican la actuación desde abajo y la producción popular y son un actor político dentro de la clase trabajadora. Asimismo, han establecido relaciones orgánicas con la CGT, lo que significa un paso sin precedentes.
La alianza PRO-UCR viene imponiendo, desde diciembre de 2015, la recolonización de nuestro país, en forma acelerada. El gobierno nos regresa a empujones al modelo agroexportador y de especulación financiera, bajo el ala del imperialismo norteamericano y, sin miramientos, se intenta retornar al punto en que nos encontrábamos en el 2003 prekirchnerista, en un giro hacia la dependencia similar al perpetrado por los regímenes de 1955 y 1976.
La secuela es desastrosa: caída del salario real de los trabajadores, aumento de la desocupación, pérdida de derechos, cierre de fábricas, caída de la producción nacional, crisis de las economías regionales y de los pequeños productores, y aumento de la desigualdad social. A esto se le suma la destrucción deliberada de las capacidades científicas y de producción de tecnología y conocimientos propios, lo cual nos ata de pies y manos a las naciones opresoras. Como contracara, ha aumentado notablemente la rentabilidad de los grupos agroexportadores, de las trasnacionales, de las compañías de servicios privatizadas, y especialmente, del sector financiero, cuyo predominio en la economía es total. Le han quitado a las fuerzas nacionales para darles a las que son expresión del interés oligárquico y extranjero.
Esta alianza política cuenta con la concertación entre los grandes medios de comunicación y los sectores centrales del poder judicial federal. La persecución a los jueces del fuero laboral es por sobre todo una manera de quebrar las resistencias de la clase trabajadora.
En la misma dirección seguida con las dictaduras oligárquicas de 1955 y 1976, y el menemato-delarruísmo de 1989-2002, se reanudó el ciclo del endeudamiento externo con condicionamientos impuestos por los organismos financieros internacionales y predominio de la banca extranjera en las decisiones en materia de la regulación cambiaria y crediticia, de emisión de moneda y política fiscal, con el propósito de imponer un esquema al servicio de la fuga de capitales y una mayor concentración de la renta y la propiedad dentro del país. Todo ello, con la consecuente caída del poder adquisitivo de los trabajadores y el quiebre de la industria nacional. No solo se trata de destruir todo lo logrado en el ciclo kirchnerista, sino de imponer un nuevo modelo de dependencia en el cual hay ganadores y perdedores.
De las políticas anti cíclicas del kirchnerismo –en especial del último gobierno– se ha pasado a las procíclicas, que funcionan como correa de transmisión de la crisis mundial a los países dependientes. El país se convierte en un mercado para la colocación de excedentes –comerciales y financieros– de las potencias dominantes, a costa de niveles de endeudamiento que, a poco andar (dada la alta volatilidad del sistema financiero internacional) será insostenible. Esta es la clave del momento actual a nivel mundial, por lo que la ausencia del Estado en su función regulatoria tiene el significado de una renuncia a luchar por la soberanía, dejando al país en una situación de precariedad y fragilidad muy riesgosa.
La acelerada toma de deuda externa es un objetivo prioritario para sostener la fuga de capitales, promovida por la suicida desregulación del sector financiero. La capacidad de pago del país se encuentra fuertemente resentida a partir de la declinación de la economía productiva, la merma de la recaudación fiscal, la caída de los precios de los productos primarios de exportación y de la demanda de automotores.
Todo esto previsiblemente causará, más temprano que tarde, fuertes conflictos sociales cuya raíz será el achicamiento del mercado interno, el deterioro de los subsidios y programas estatales de atención en materias tan diversas como la agricultura, salud, educación, alimentación y otros derechos sociales, el aumento de la desocupación y del trabajo precario, la reducción de presupuestos provinciales, etc. Todo según lo manda el FMI en su manual, que no es otro que el “manual del almacenero con el que estamos yendo a comprar al almacén”.
Este conflicto social inevitable parece un regreso al 2001, pero esta vez los sectores dominantes seguramente confían en la capacidad represiva que podrán desplegar[6]. Aunque tal vez la mayor confianza esté depositada en la capacidad de fuego de los multimedios que, más allá de cualquier cimbronazo, ayude a socavar el ánimo, desinformar y confundir para anular la conciencia nacional e histórica de los argentinos y quebrar la capacidad de respuesta de las fuerzas nacionales. La red comunicacional que se está montando, con eje en el Grupo Clarín –vinculado al poder financiero internacional– lleva ínsita la promesa de una coraza mediática sin oposición.
Este rumbo premeditado nos conduce nuevamente a las disyuntivas planteadas en 2002, tras la crisis de la economía nacional, que van desde una serie de devaluaciones cíclicas –a instancias de los sectores concentrados locales: agroexportadores y gran industria–, la dolarización de la economía –como proponía Menem, al estilo Ecuador– o el tutelaje financiero de organismos internacionales –como sugería el Plan Dornbusch.
El camino de la dependencia nos lleva en lo inmediato a la profundización de la deuda externa y la caída del poder adquisitivo con paritarias a la baja o su directa suspensión virtual, ajuste fiscal por vía del sistema previsional y los jubilados, de los trabajadores estatales y el traslado del ajuste a las provincias, en donde en los años noventa el conflicto social hizo sus primeras manifestaciones de eclosión, desde el santiagueñazo en 1993 a los piquetes de los movimientos de trabajadores desocupados en los pueblos petroleros como Gral. Mosconi, Tartagal, Cutral Co, etc.
Pero el oficialismo ni siquiera requiere de un triunfo electoral para garantizar la gobernabilidad, porque cuenta con el apoyo directo de los grupos económicos dominantes, el capital extranjero y el imperialismo. No necesita convocar a las mayorías populares como sí lo requieren los movimientos nacionales. Más bien el objetivo es el de cortar de raíz la posible revitalización del frente nacional, para lo cual buscará evitar un claro triunfo opositor y, especialmente, procurará que las fuerzas opositoras queden fragmentadas y debilitadas en el congreso nacional, a merced de la presión que ejerza el gobierno para hacer avanzar sus proyectos legislativos.
Además, cuentan con la mayor concentración de poder político vista en democracia, mediante el control del estado nacional, de la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal. Casi nada ha quedado en manos de alguna fuerza nacional que pudiera ejercer algún tipo de cuestionamiento firme. Pero sin embargo, la mayor debilidad que tiene el proyecto oligárquico a cargo del poder político es el Congreso Nacional, desde donde pueden recomponerse las fuerzas nacionales y ofrecer resistencia.
Al ciclo de avances nacionales y democráticos de 2003-2015 le sigue uno de signo fuertemente reaccionario, muestra de la disputa histórica entre los dos modelos de país que no termina de definirse a favor del pueblo. La dependencia es el factor de distorsión de toda la vida social e institucional, mientras el neoliberalismo destruye los lazos sociales y de solidaridad. Nada hay ajeno a su fuerza disgregadora y por eso su vigencia es el tiempo de las divisiones sociales, revanchismos y odios de clase como el que se expresa en la prisión política de Milagro Sala.
Los cambios operados en el país –y su celeridad– en desmedro de la soberanía nacional y deshaciendo toda política pública destinada a regular el mercado, defender el interés social y ganar autonomía, impiden hablar de alternancia en el poder político, y remiten más bien un retroceso a etapas ya superadas. Sin soberanía nacional las instituciones democráticas entran en crisis. Nada menos que un jurista del prestigio internacional como Zaffaroni lo caracterizó de “neocolonialismo que no cierra sin represión”, mientras que los Curas en Opción por los Pobres alertaron sobre “el notable desprecio por las instituciones”. En tanto que los talibanes del poder financiero local, como Melconian y Espert, exigen un ajuste mayor que nos conduzca a la entrega definitiva de la economía del país, para que, entonces sí, el cambio operado sea irreversible.
Por esto es imprescindible abandonar la falsa expectativa de un ilusorio pedido de cambio de rumbo y asumir, de una vez por todas, que no se trata de una política de ensayo y error, sino de medidas económicas y políticas intencionalmente dirigidas a destruir el trabajo y el mercado interno. Es el caso de la negativa obtusa e ilegal a convocar a una paritaria nacional docente establecida por ley, cuyo fin es, como bien comprendió la CTERA, la destrucción de la educación pública de todo el país, la caída del ingreso de los trabajadores y la extensión del ajuste fiscal a las provincias.
Se vienen tiempos difíciles para el pueblo porque la profundización de la dependencia y el ajuste solo puede conducir a una crisis generalizada, pero la comprensión de que, más allá de cualquier coyuntura, la prosecución de los reclamos gremiales y sociales solo puede tener viabilidad en tanto confluyan en la integración de un gran frente nacional de liberación y antioligárquico, es la clave del drama nacional.
Cristina Fernández ha brindado definiciones que permiten precisar las tareas políticas para el actual momento histórico de retroceso y, por ende, asumir un rol protagónico desde las consignas de: reconstruir el país, construir la unidad de la oposición y formar una fuerza parlamentaria que le ponga límites al ajuste, y la revisión de la deuda externa que se ha tomado desde el inicio del macrismo. La ex presidenta sigue siendo el cuadro político más importante y con una visión integral del país y de su rol en el concierto mundial, así como de una clase política que se ha desmoronado ante la primera presión oligárquica y cuya expresión más declinante está en el senado de la nación. Ya en otras apariciones públicas había expresado mensajes hacia la unidad de los trabajadores, tendiendo puentes hacia sectores sindicales que han dado muestras de lucha. Así fue cuando, en un acto en SADOP y ante un auditorio de cuadros sindicales llamó a “la unidad del movimiento obrero” para la “reconstrucción de un espacio que no puede agotarse en el peronismo”. Su aparición pública, en este tiempo pre electoral, la integración de Unidad Ciudadana y su decisión de encabezar la lista como candidata a senadora en la Provincia de Buenos Aires, pusieron en evidencia la disputa central a partir de la cual se define el destino del país y la divisoria de aguas en dos campos bien diferenciados: el de la defensa del interés nacional y una política socialmente justa por un lado y, por el otro, el de la protección de los privilegios oligárquicos en un orden social dependiente de los poderes financieros internacionales. La escena de la actividad política refleja, de alguna manera y con sus particularidades, esta real e histórica divisoria de intereses y fuerzas en pugna que otorga un sentido concreto a la realidad del país.
Sin embargo, el plano político es un dato adverso la proliferación de listas y candidatos que compiten entre sí dentro del campo nacional, diluyendo en el horizonte la figura del adversario principal. No hay tres, cuatro o más alternativas sino dos opciones reales.
La recomposición de una dirección política del movimiento obrero organizado es indispensable para la formación del frente nacional, de cara al extraordinario y –por ahora–lejano desafío de ofrecer una alternativa. La prosecución de los reclamos gremiales y sociales solo puede tener viabilidad en tanto confluyan en la integración de un frente nacional y popular de liberación en el que converjan todos los sectores agredidos por el proceso político y económico en vigencia.
La comprensión de la cuestión nacional por parte de las mayorías populares es la clave para avanzar en la formación del frente de liberación nacional. El avance progresivo del país exige la constitución de una gran alianza social que reúna a todas las fuerzas nacionales detrás de un programa liberador. En este sentido, aparece como fundamental darnos el debate sobre el contenido de un programa nacional popular que, a nuestro entender, debe apuntar al control estatal del sistema financiero, el comercio exterior y los precios de la cadena de valor, el control de los recursos naturales y de las áreas estratégicas de la economía como la siderurgia, entre otras. También a una reforma del sistema tributario y al establecimiento de un nuevo marco regulatorio de las inversiones externas que priorice el interés nacional. La profundización del proyecto nacional exige, de alguna manera, adoptar formas más definidas de nacionalismo popular, sin perder de vista las grandes dificultades a la hora de quebrar la desigual relación de fuerzas del movimiento nacional respecto de los sectores económicamente dominantes.
Las tensiones sociales y diferencias para definir el perfil ideológico son inherentes a una alianza social heterogénea y su unidad dependerá de que cada sector componente del frente nacional, así como especialmente la dirección política, asuman como prioritaria la confrontación principal contra el sector oligárquico y proimperialista y la ampliación de la base social. En este último tiempo, sobresale la posición de la Corriente Federal de los Trabajadores, que mantuvo un reclamo constante –desde el inicio del ciclo de regresión oligárquica– de un plan de lucha y de la formulación de un programa concreto. Lo mismo debe decirse de la larga lucha de la CTERA y los docentes, quienes no cesan en sus justos reclamos desde la Escuela Itinerante.
La historia brinda ejemplos en los que, en momentos de regresión como el presente, la conciencia nacional de las mayorías populares da un salto cualitativo, al ponerse en evidencia la contradicción principal de la cual surgen los problemas fundamentales de los argentinos, como fuera el caso de FORJA en la Década Infame de los años 30 y de las movilizaciones del 17 de octubre de 1945 dando impulso vital al peronismo. Por eso mismo, desde nuestra agrupación tenemos la certeza que el pueblo cuenta con reservas intelectuales, culturales y espirituales suficientes como para revertir esta situación difícil y adversa que padecemos.
[1] Entre las mayores 500 empresas de la Argentina, el 80% son extranjeras.
[2] Eran: alineamiento automático con Estados Unidos, encuentro con el embajador y los empresarios, condena a Cuba, reivindicación de la de la última dictadura cívico militar y el terrorismo de estado y medidas excepcionales de seguridad.
[3] La dirigencia de la UIA había establecido tempranos vínculos con conspicuos miembros de la tradicional oligarquía agroexportadora y siempre fue adversa al peronismo.
[4] En Argentina, según el Censo Nacional Económico de 2004/2005, el segmento compuesto por las microempresas de hasta 5 ocupados explicaba alrededor de 87% de las unidades económicas, pero apenas el 25% del valor agregado. Sin embargo este segmento daba cuenta de más de la mitad del empleo total. En el otro extremo, las grandes unidades productivas, de más de 200 ocupados, explican un tercio del valor de la producción pero apenas 16% del empleo.
[5] El caso de Cadena 3 es destacable, ya que es una cadena de radios privadas derivada de la venta de la radio estatal cordobesa, cuya sede se encuentra en la ciudad de Córdoba y cuenta con repetidoras en gran parte del país, con una filial en Capital Federal. Las licencias le fueron adjudicadas por el menemismo y resalta su vinculación con personajes de la última dictadura y con el sector financiero concentrado.
[6] Ya ha anunciado el gobierno la intención de importar desde Alemania sofisticadas técnicas de represión de piquetes y otras protestas urbanas.
La primera parte de este Documento, se publicó en este Blog, el 5 de Septiembre de 2017. http://vagosperonistas.blogspot.com.ar/2017/09/bases-para-el-movimiento-nacional.html
La primera parte de este Documento, se publicó en este Blog, el 5 de Septiembre de 2017. http://vagosperonistas.blogspot.com.ar/2017/09/bases-para-el-movimiento-nacional.html