María Pía López |
Las entrevistas del presidente y las fotos de los funcionarios se hacen en espacios al aire libre, verdeantes, con ropa suelta. Algún ministro llega en bicicleta. La mascota se sienta en el sillón presidencial y la niña corretea por la Casa rosada. Todas las imágenes movilizan el aire del fin de semana, la casa con parque, la vida doméstica reconciliada. El country, la vida sana, el deporte y la familia. Agregan, se sabe, la secuencia de fotos de compras: panadería, supermercado, verdulería. Todas imágenes aptas y felices para las redes sociales. Cuando una gobernadora twittea fui a comprar la rosca de pascua se asienta sobre una sensibilidad extendida, la de la publicidad de las actividades privadas que encuentra en la alianza entre tecnología y redes la posibilidad de un salto cualitativo. El palito para la selfie es un invento de la época. Y los políticos del marketing saben generar impacto sobre la sensibilidad mayoritaria. Piensan, eso quiero decir, cada escena. Umberto Eco, en un texto clásico, contaba como salto de la intervención mediática sobre los ritos vitales, el casamiento del Príncipe Carlos y Lady Di: la TV ordenó los colores que tenían que llevar los invitados y la comida que debía darse a los caballos para que ese día cagaran con tonalidad agradable para las cámaras. La política gobernante es puesta en escena y aunque lo sepamos no deja de ser efectiva.
Se propone como la contracara de la caracterización que hacen del momento político anterior: una dictadura totalitaria, capaz de cautivar cuerpos y conciencias, densa en símbolos y repleta de discurso político, tramada en el énfasis de lo público pero sólo para encubrir, con ese relato ideologizado, el tráfico de dádivas y dineros y la acumulación privada de riquezas. El parque verde es lo contrario a la maqueta del edificio con el perfil de Eva Perón. La transparencia del aire límpido se quiere conjura de las cuevas donde se cuentan bolsas de dinero. El dinero se convierte, en esa narración, en el corazón de un régimen de tinieblas, en el verdadero motor de la idea de felicidad social y de ampliación de derechos. El parque contra la cueva: esa es la operación que condensan las imágenes que no cesan de transmitirse como cadena nacional. Contra una dictadura corrupta es legítimo usar la fuerza o suspender la ley: por eso el relato sobre el pasado inmediato es la fuente sobre la que se sostiene la exacción de riquezas y privación de derechos. La nueva derecha es inventiva. Si un plan económico de este tipo y la persecución de trabajadores se había presentado con los tanques y los campos de concentración en 1976, ahora pretenden que hay que hacerlo porque estaríamos saliendo de una dictadura y no de una experiencia democrática que, entre otras cosas, se encargó de reabrir los juicios al terrorismo de Estado.
Esto produce un efecto alucinatorio pero no deja de interpelar algo en la conciencia y en el imaginario. Hay que escuchar las palabras que se arrojan. Por ejemplo, sinceramiento para hablar de aumentos de precios y tarifas. Actuar con la verdad sería la aplicación de cálculos financieros y felices flujos de ganancias hacia el mundo empresarial. Lo falso sería la inclusión de dimensiones ajenas a la rentabilidad –como la necesidad o el derecho- para calibrar costos y precios. Sincerar es reducir la política a ratificación tautológica de los poderes existentes y las desigualdades decretadas como naturales. Parece palabra alucinada pero se dijo: despedir a la gente de sus trabajos es darles la oportunidad de ser felices. Porque, se sabe, estar horas estancado en algo inútil no es bueno para nadie. No podríamos eximirnos de acordar con esa idea que afirma que es feliz el engarce entre el esfuerzo, un quehacer vinculado al deseo y resultados visibles del trabajo. Digo, parece alucinatorio porque niega que gran parte de las personas despedidas sí vivían ese tipo de alegría. Y si no, por lo menos consideraban al trabajo como lo es para las mayorías: un gasto personal necesario para poder vivir, colaborar en el entramado familiar, ser un sujeto consumidor de pleno derecho. El despedido es borrado, a la vez, de ambos escenarios: el del trabajador que se enorgullecía de su hacer; el del asalariado que podía satisfacer sus necesidades.
Al tiempo que se convoca a la alegría de la libertad recuperada se movilizan fuerzas represivas para frenar las protestas de los despedidos: seguridad privada con listados en la mano en el Ministerio de Cultura; balazos de goma en las puertas del Ministerio de Educación; carros de asalto rodeando la Biblioteca Nacional. Los emblemas de la civilización se pintan de azul policial. La serie no habla de errores episódicos, sino de la conjugación de las promesas del día radiante con las puestas de la amenaza para los que se rebelan. La advertencia juega con el recuerdo del pasado y le contesta a la multitud democrática que marchó el 24 de marzo con otro tipo de conmemoración, la que machaca sobre el miedo inscripto en los cuerpos. Si León Rozitchner pensó el dilema de la democracia argentina por la persistencia de ese terror en los sujetos; Alejandro Rozitchner le enseña al gobierno actual a componer la amenaza con el discurso de la alegría entendida como entusiasta adhesión al orden. La Biblioteca Nacional editó las obras completas de León: quiso ser sitio en el que la civilización no era nombre del encubrimiento del crimen colonial y social sino ámbito de reflexión y transformación emancipatorias. Sobre eso, también, se estacionan los carros de la policía.
La amenaza produce un daño sobre las personas y sobre los grupos. Pone en suspenso los derechos. A todos, en la condición de ser incluidos en una lista. A todos, en la situación de estar entre los hundidos o los salvados. Lo peor, sin embargo, es que obliga a pensar con la racionalidad de la lista: si no se puede salvar a todos, ¿cómo se elige la cuota de víctimas? ¿Los que no tienen tantas responsabilidades familiares, o más posibilidades de conseguir otro trabajo, o menos entusiasmo para hacer sus tareas, o menos protección sindical? Obliga a los que están bajo amenaza a pensar con la racionalidad del victimario. Salvo que puedan enunciar que se pelea por todos y, a la vez, por cualquiera.
El ensayismo político del siglo XIX imaginó la idea de desierto. Como señaló Halperin Donghi, la política intentó crear una nación para el desierto argentino. Dos siglos después la operación es inversa. Se trata de crear desiertos. El desierto no es un momento de la naturaleza, a la espera de la acción correctiva de los hombres, sino resultado de la agencia humana. Surgen desiertos por la producción agrícola, por la destrucción de bosques, por la modificación del clima. También se desertifica cuando se pasa la topadora por la rugosidad de la vida social, por las instituciones creadas, por la heterogeneidad simbólica. Si en los tramos iniciales de la independencia se imaginaba al Estado como la herramienta para ir contra el desierto –fue el sueño de la generación del 37-, ahora la derecha gobernante intenta desertificar el Estado: vaciar sus funciones, suspender tareas, limar intervenciones, declarar superfluo a su personal, nombrarlo ñoqui, despedirlo. Desierto es vacío de gente, lisura y silencio.
Mientras se fotografía el parque, se construye el desierto.
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