HORACIO GONZÁLEZ |
La extorsión es insidiosa, intrusa y usurpadora. Nunca sabemos bien si una acción política o un acontecimiento cualquiera, o banal, son producto de decisiones libres o de una extorsión. Si tuviéramos que definir de alguna manera lo que los viejos estudiosos de la sociedad llamaron “acción social”, hoy diríamos que no tuvieron en cuenta la acción extorsiva, la acción que se supone libre pero se ejerce omitiéndola (u omitiéndose como acción). Prescindiendo de ella en “pago” de algo valioso que se dejaría de ofrecer si esa misma acción se acomete. Entonces, la acción cesa en nombre de ese otro valor que se conseguiría si ella se descarta. La omisión extorsiva es el sello de esta época y el modo más profundo de la actuación y la ideología del macrismo. Cuando sale una ley que pone fin a los despidos, Macri dice que es precisamente esa ley la que va a provocar nuevos despidos. Es así que para el macrismo (o como en el futuro la historia denomine a esta coalición reinante, atrabiliaria y tosca), tratar de impedir un acontecimiento infeliz, es la forma de provocarlo. En ese consiste el chantaje, la intimidación.
Por eso, la nueva sociedad macrista nos dice que para lograr algo, no hay que ser activo, ni expresarse en el idioma de las clásicas garantías sociales, ni hay que ser un ciudadano sindicalizado “a la antigua manera”. Es decir, siendo vocero enunciativo de los problemas que cada sujeto identifica en sus derechos mutilados. El macrismo no dice que goza con las mutilaciones, sino que puede resolverlas a condición de que el sujeto no las exprese, no las comente o las verbalice. La expropiación verbal pude entonces, una vez cumplida, ser “recompensada” con la adjudicación del “derecho”, que ya no tendrá ese nombre. Se llamará disciplinamiento sindical, dádiva concesiva y borramiento de la conciencia reivindicativa. Los ciudadanos serán silenciosos mutilados.
La inversión del significado que opera el macrismo es una novedad de las derechas latinoamericanas. Desmontan el habla pertinente y conceden algo bajo cuerda, en forma parcial, limitada y demagógica. Obligan a la negociación sigilosa, la mesa de negociaciones se torna talmúdica, y cada logro obtenido (que por supuesto, es bienvenido desde el punto de vista de cada trabajador) usurpa una lonja de autoconciencia. Claro que eso finalmente no es así, los trabajadores tienden a formar comunidades actuantes, pero deben triunfar también sobre lo que los atomiza y acalla. Cada hombre o mujer “perdonados laboralmente”, deben luego retomar el vía crucis de su vitalismo creativo en inferioridad de condiciones. Es un problema ético de envergadura, que mal elaborado puede derruir las bases que aún subsisten de la fuerza moral e intelectual del gremialismo argentino.
Hace poco Macri también esbozó otra perla viva del diccionario de su “mundo al revés”. Dijo que despidiéndolos, les hacía un bien a los despedidos, que luego conseguirían un “trabajo de calidad”. Este pensamiento es nuevo en la vida política de un país, aunque no es nuevo en las arcaicas acciones correccionales o inquisitoriales: el celador, el autor de la reprimenda paternalista o el que dio una orden arbitraria, hace sabe que con el tiempo “se lo agradecerán”. El amor al autor de un castigo es un fenómeno complejo, que puede explicarse en las nieblas de las figuras problemáticas de los ideales de identidad que todos atravesamos, pero que no puede ser el basamento de un pensamiento político o gremial. La fenomenología macrista llama “coaching” e incluso “pluralismo” a estas deformaciones del espíritu: su trasfondo no es economicista (o no lo es solamente) sino que apunta a una tipología específica de sumisión moral. El tema tiene que entrar con urgencia en la meditación y actividad sindical de los trabajadores argentinos, públicos o privados, despedidos o no despedidos.
Pero tampoco es ajena esta cuestión a la vida intelectual. No hay primero un intelectual y además su compromiso. Lo que llamamos intelectual es un único acontecimiento interno en la vida de un ciudadano que conjuga la ética del lector y el oscuro triunfo que debe acontecernos en contra de aquello mismo que nos extorsiona. ¿Cuál es la extorsión en el ámbito de lo que habitualmente llamamos intelectual? Supongamos que sea lo que diariamente masacra la mala relación de nuestra “agenda pública” con lo íntimo de nuestras muertes o desfallecimientos metafóricos. Es decir, un silencio reconocible y deliberado cada vez que sentimos un llamado. Cada vez que preferimos callar, dejar para otra vez, o preferir creer que eso no nos incumbía. Todos estos inevitables disfraces del yo hacen al trajín intelectual, porque preferimos no estar presos, conservar el trabajo o no decir cosas que perjudiquen a terceros.
Pero desgraciadamente la conciencia lectora tiene sus argucias (pues ella es también la conciencia sin más, con sus pliegues secretos y desconocidos), por lo cual tampoco se ajusta a la “ética del lector” que promulgó Manguel en la Feria del Libro. Se equivoca con la ética del Quijote, al que convierte en un ciudadano encogido y no en alguien que está cercano a la profunda paradoja de la semejanza y el contraste. Sus metáforas derruidas permiten una búsqueda de rango pasional, que ningún lector finalmente consigue consumar. Manguel convierte a la ética del Quijote en el producto de una extorsión “neoliberal”, en vez de verlo como un lector que en su absurda literalidad abre el camino del lector utópico que sabe contradecirse a sí mismo.
Es un error de Manguel esa visión reductiva del lector, que es tan deficiente cuando es solo lector estilista como cuando recupera por un instante la lectura ingenua que todos hicimos y seguimos haciendo en el involuntario secreto de nuestros días. Borges, no solo mal comprendido por Manguel, sino mal imitado, lo que ya es inconcebible, llamó “supersticiosa ética del lector” a quienes enfocan el acto de lectura como una suerte de especialidad técnica. Nadie –ni Manguel ni nosotros– estamos ajenos a ello. ¿Pero haremos un festín sibarítico de la lectura técnica enmascarada de humanista o de mística de los papiros remotos que nos convocan?
Pero, otra vez, algo muy distinto a la pseudo mística del bibliófilo enamorado, es la condición intelectual extorsionada y extorsionadora. Al interpretar tan equivocadamente al Quijote, como si el de la Mancha fuera un lúcido Manguel viendo televisión (“sin dejarse convencer por eslóganes tentadores y exabruptos emotivos, ni creer sin examinar noticias aparentemente veraces”, según cómo recoge su discurso el diario Clarín) nos coloca la feliz demencia creativa como una manera menor de la ciudadanía culpable. Quijote se va adecuando así a la extorsión a la que lo somete su comentarista. El autor del elogio a la curiosidad aparentemente es un ser perspicaz que no se deja engañar por la rudeza inabordable de la historia y por esos “quijotes” de los derechos sociales, en el fondo autores de noticias “en apariencia veraces”. Bravo. ¿Pero no se le ocurrió pensar en que él mismo, al decir esto, con sus sibaríticas interpretaciones de una lecturología que tiene aplicaciones interesantes pero consecuencias triviales, es parte de una cadena extorsiva que se instaló en el país, aletargando la vida intelectual y la vida política? Por un lado, sabe que no es verosímil al decir que la Biblioteca no tenía catálogo. Sabe a quien preguntar para obtener la respuesta verdadera. Pero sus inexactitudes son también amenazantes. Le contesta a una periodista de Télam por qué le preguntan a él quién es, en vez de investigar el pasado de los otros. Ahí, oculta mal que su afán intelectual por la curiosidad tiene un reborde inquisitorial. No deja de ser un caso curioso de la historia de la curiosidad.
* Sociólogo y escritor, ex director de la Biblioteca Nacional.
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