Horacio González |
Les escribo ya alejado, por mi justificada renuncia, desde que asumió el nuevo gobierno, de las tareas que cumplí durante más de diez años como director de la Biblioteca Nacional argentina. Son reflexiones breves y para mí, aleccionadoras; las escribo pensando que no son innecesarias para el destino de nuestras bibliotecas. En primer lugar, un proyecto de biblioteca nacional implica tener una concepción amplia del Estado que escape de la estrechez eficientista al que lo condena al reducir personal, acusar a los instrumentos de acción pública de intervenir en lo que supuestamente debe estar bajo el dominio del mercado, darles zona liberada a los “emprendedores” privados o imaginar mecenazgos y acciones culturales forjadas por un cuño uniformador de la llamada “globalización”. Ahora, esta concepción del Estado, autodestructiva del Estado mismo, resultó triunfante, y organizó en la Argentina una campaña de desprestigio moral contra sus trabajadores –llamándolos grasa sobrante– que no tiene antecedentes en el país.
Sobre esas leyendas que surgen del mundo gerencial que no vacila en dictaminar sobre las heterogéneas orientaciones culturales de nuestros países, con sus criterios productivistas (pertenecientes a una mera transposición del capitalismo salvaje al antiguo reino de los libros) se está destruyendo meticulosamente a la Biblioteca Nacional, cercada por policías y desde luego, mereciendo el repudio unánime, comprobado en numerosas declaraciones y solicitadas, de intelectuales, artistas, escritores, ensayistas, investigadores y lectores de las más variadas convicciones personales. Lo más grave, en lo inmediato, es el despido de una cuarta parte de sus trabajadores, con el argumento de que había aumentado dos veces y media su número durante la última gestión. La respuesta siempre es posterior y tardía, pero inevitablemente cierta: los servicios, tecnologías, actividades, publicaciones, técnicas de restauración de libros y obras planas, producción de imágenes, busca y acondicionamiento de archivos, competencias y extensiones de todo tipo de acción bibliotecaria, aumentaron por lo menos diez veces más. De una biblioteca mortecina y enredada en dilemas internos, junto a un numeroso grupo de colaboradores levantamos una Biblioteca activa, como quien reanima un cuerpo exánime. El personal nuevo que entró, sumado a la planta anterior, adquiría saberes y experiencias, si es que no los tenía. La Biblioteca era un cuerpo técnico, cultural y pedagógico, la metáfora viva de una ciudad cultural, una ruidosa metrópolis con sus problemas y sus discusiones apasionadas.
Varias escuelas funcionaban en su interior: de bibliotecarios, de encuadernadores, diversos talleres para la comunidad, posgrado de bibliotecología, estudios secundarios para quienes no los terminaron, y en general, reinaba un clima de aprendizaje y adquisición de oficios, a pesar de que debíamos ya entrar en una etapa de reforma de los planes de estudios y las modalidades de enseñanza, sobre todo bibliotecológicas, para producir un deseado equilibrio entre las tradiciones técnicas y las humanísticas. Nunca disciplinamos en torno a estos temas con medidas exteriores a la conciencia de los trabajadores, sino que intentamos crear responsabilidades colectivas. Aumentamos horarios de atención al público hasta la medianoche y redujimos las horas de trabajo, con concepciones laborales superadoras de los modelos fabriles del siglo XIX, marchando hacia una nueva responsabilidad productiva inmaterial. Culturalmente, exigimos variedad, alto nivel, crítica constante e investigación compleja. En cuanto a la tecnología, tratamos de sumarnos al horizonte de novedades en curso, sin conceder a las formas más superficiales de la globalización y del “tecnologismo” sin raíces culturales y con nulos respaldos espistemológicos. Construimos nuevos edificios, para dedicarlos a problematizar la cuestión de la lengua, en cuyo seno viven las bibliotecas, y pusimos a la BN detrás de los trenes –como vagón final–, que recorren el país con los más variados motivos de estímulo cultural y solidaridad social. Su página web era de las más activas dentro de las instituciones públicas nacionales. Tratamos de anudar las culturas populares con los testimonios más elevados y ciertos del secreto último y desconocido de las culturas. Reanudamos la relación con Abinia con un sentido latinoamericanista, tratando también de contribuir a que se despegue de su estilo burocratizante, redactamos la ley de biblioteca nacional argentina con media sanción en Diputados, que actualiza aspectos importantes del funcionamiento de estas viejas instituciones, detenida hoy irresponsablemente en el Senado. La editorial que fundamos renovó la concepción del libro público de rescate en todo el país, la biblioteca digital está pensada desde criterios despojados de una masividad caótica y sin rumbo. Nuevos papeles de la memoria nacional, además de los existentes, nos fueron confiados o adquiridos como lingotes escritos que validan o respaldan el halo simbólico de una institución.
Hablamos un lenguaje vinculado a la crítica intelectual y a los intereses laborales, entendiéndolos como un aprendizaje permanente afines a la creación de un campo de afectos solidarios de producción simbólica. Pensamos la política más allá y más acá de los gobiernos. Es decir, no nos era indiferente la existencia de un gobierno progresista, ni éramos la reproducción a nivel bibliotecario de ese ni de ningún otro gobierno, pues concebíamos una biblioteca como un ámbito de libertades clásicas y modernas, es decir, libertades obviamente preexistentes que súbitamente se juntan a las libertades que cualquier grupo humano o cualquier persona descubre como parte de su expansión individual o colectiva. Todas estas realidades, recibieron el acompañamiento de miles de personas vinculadas al mundo cultural, en nuestro país y en el exterior. Pero fue respondido por el nuevo gobierno con lo peor de un repertorio de medidas disciplinadoras, groseras, agresivas y en inhumanas. ¿Quiénes son los que las ejecutan? ¿En nombre de qué hablan? No lo sabemos, excepto que ya se conoce ampliamente su capacidad destructiva y su desprecio por la esfera pública activa.
Salieron tales medidas despectivas y devastadoras del gabinete de dos nuevos ministerios, el de Cultura y el de Modernización (conjugan ambos nombres un nuevo tipo de cultura moderna, la del telegrama del moderno despido, y por qué no, la de la arcaica persecución política), pero salieron también, de la Subdirección de nuestro establecimiento, instancia que paradójicamente nos acompañó durante buena parte de estos años, pero que ahora reveló, finalmente, para preocupación del gremio de bibliotecarios, lo que nunca en estos años se animó a expresar en público; que solo concordaba con su cerrada preferencia por abstracciones tecnológicas emanada de corporaciones comerciales, pero podía luego prestarse a hacer o a avalar listas de exclusiones en una Biblioteca ya sin proyecto, presa de las empresas mundiales que industrializan la catalogación en un único, macizo y proliferante “banco de datos” que hace del bibliotecario un símil de un agente bursátil bajo las figuras del data entry o del “buscador en la red”. Sin desdeñar nada, solo eso no es un bibliotecario, olvidando que su papel es el de interrogar la cultura más que el de contribuir a una información serial. La reducción de las bibliotecas y los bibliotecarios a oficinistas de escribanías de documentación será el resultado de todo este desquicio que trae el mesianismo neoliberal.
Pero las justificaciones que tienen para producir el desastre, o son infundadas, o son exageraciones o interpretaciones aviesas de decisiones que, desde luego, hubieran podido ser mejores si se hubieran evidenciado esas críticas, solo que ahora que aparecen, suelen no evitar las arbitrarias justificaciones de las nuevas derechas e incluso de sus mensajes anónimos, inspirados en los peores estigmas que se pueden dirigir a los trabajadores. Para luego, con falsa magnanimidad de señores feudales, reincorporar a algunos elegidos. Son las viejas recetas de las oligarquías políticas y profesionales. Pues bien, cumplo con el deber de enviarles esta comunicación –con la que sin duda pueden concordar en un todo, parcialmente o nada–, pero no quería privarme de señalar uno de los modos más dramáticos en que las bibliotecas nacionales entran a la discusión pública. Menos por sus esforzadas realidades y realizaciones, que, lamentablemente, por los intentos groseros de convertirlas en entes resignados y en pequeños emporios de algún prestigio personal aleatorio, en nombre de lo cual tenemos curiosas situaciones en que se destaca el nuevo director designado para nuestra casa. Como Polonio detrás de los cortinados, no se hace presente más que con misteriosas y contradictorias órdenes y jergas a la distancia, no exentas de directísimos intereses personales.
Sin embargo, él parece que es puro espíritu, el Ulises que no supimos reconocer por su antigua cicatriz de Don Juan de las Bibliotecas, y por eso, el vasto mundo lo reclama para sus “delicatessen” literarias, que si me permito juzgarlas solo por no saber sofocar, como debería, una imprudencia que nace del corazón, son sin duda culturalmente interesantes pero no logran evitar en todo momento que hablan un idioma desvitalizado y fetichista, sometido a una gracia profesional, apenas superficial. Cuando se digne asumir su cargo, luego de agotada su agenda de simposios y curadorías globalizadas, podrá ser momento de preguntarle si sus compromisos, tan comprensibles como sean, le impedían hacerse cargo de la institución que ahora dirige, sin avizorar aún a Itaca, para decir simplemente si concordaba o no con tan crueles desmantelamientos. O, si se hará presente como en su preferido Shakespeare, según las frases finales de Fortimbrás, solo para retirar de escena y de su vista a las molestas víctimas. Los entes gubernativos y oficiales que he mencionado pueden estar contentos de su tragedia isabelina: han arruinado a una institución en plena reconstrucción, la han desplomado.
* Sociólogo, ex director de la Biblioteca Nacional.
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