1.- Relaciones: Horacio González, Ricardo Rouvier, Susan Roberts y Heinz Dieterich.
Proponemos leer el texto de Horacio González sobre Bolsonaro y el progresismo, con la la nota de Ricardo Rouvier: https://lateclaenerevista.com/bolsonaro-pasado-o-futuro-por-ricardo-rouvier/, la de la historiadora británica, Susan Roberts: http://vagosyderecho.blogspot.com/2019/01/la-izquierda-se-equivoco-cuando-se-sumo.html, y la de Heinz Dieterich: http://vagosperonistas.blogspot.com/2019/01/china-y-el-socialismo-de-la-humanidad.html.
Es que la nota de González se hunde en el fenómeno Bolsonaro, rastreando ciertos textos de la historia de Brasil -que González conoce como intelectual, pero además por haber vivido allí- y en el pensamiento progresista cuya linealidad histórica, y cierta superficialidad para abordar algunos procesos cuestiona, pero a la vez se pregunta:
"Sin embargo, ¿con qué vacío nos quedaríamos cuando nos cansemos de alertar sobre la superficialidad de nuestros progresistas?".
Preguntas que nos tenemos que hacer nosotros, aunque en la Argentina es muy difícil que pueda darse un fenómeno estilo Bolsonaro -no es suficiente ya con Macri-Bulrich- por la historia de las fuerzas armadas juzgadas, condenadas y repudiadas que el Brasil no conoció.
Ricardo Rouvier pone varios acentos, uno de ellos:
"La irrupción Bolsonaro es un acontecimiento que encuentra sus pistas culturales que se ahondan en el propio Brasil y descubre, también, huellas en la región que hacen pensar en una extensión convergente a nivel mundial entre la derecha europea, el pausado y seguro predominio asiático y los cambios en América Latina y el Caribe. Un cambio de época que termina y que obliga a una profunda revisión en el Partido de los Trabajadores de Brasil y en los sectores progresistas y de izquierda de todo el mundo. Otra época comienza e inicia otra configuración global que se está conformando. Es indudable que el mundo está viviendo una agitada transición, muy compleja, que compromete no sólo al reordenamiento del poder internacional dominante y sus rechazos, sino a una modernidad líquida, como señala Bauman, pero que en realidad son torrentes, cataratas de corrientes que van y vienen, incrementando la incertidumbre que calificaba al porvenir. Hemos hablado mucho del futuro como incertidumbre, bueno el futuro ha llegado. Las incertezas florecen en todo el arco de lo público, donde el sentido común se convierte en un objeto seducible".
Llama a una "profunda revisión" entre otros de los sectores progresistas.
Mientras que la historiadora británica Susan Roberts cuestiona haber abandonado el marxismo y el papel de la clase trabajadora y dice:
"El abandono de la clase obrera como sujeto histórico generalmente se remonta al surgimiento del pensamiento posmarxiano / posmodernista en Francia en los años 70, con su negación de las narrativas históricas de carácter general. El trabajo que ha proporcionado autoridad moral y política para ese abandono del marxismo es “Hegemonía y estrategia socialista: hacia una política democrática radical”, de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, publicado en 1985".
"En ese texto post-marxista, Mouffe y Laclau argumentan que la clase trabajadora ya no es el sujeto histórico, esencialmente porque no existe un sujeto histórico y, por lo tanto, no se le atribuye ningún privilegio ontológico como una fuerza histórica efectiva contra el capitalismo. En cambio, sugieren que una gama de grupos de interés social (por ejemplo, feminismo, antirracismo, ambientalismo, etc.) pueden, a través de un liderazgo “moral e intelectual”, (en oposición a un mero liderazgo “político”) combinarse para lograr tal reto".
"Los trabajadores siguen siendo importantes en esa amalgama de grupos de interés, pero solo a través de su experiencia concreta y vivida, y no debido a la historicidad de su posición. Es en esta nueva ‘unidad de un conjunto de sectores’ que una ‘relación estructuralmente nueva, diferente de las relaciones de clase, debe ser forjada. Y tal conjunto, afirman, se logrará con una “democracia radical”. [12]
"Esto es lo que Mouffe y Laclau llaman la “transición decisiva” del plano político al moral / intelectual y es donde tiene lugar un nuevo concepto de hegemonía “más allá de las alianzas de clase”. La razón por la que se piensa que es necesario alejarse de lo político es porque ellos perciben la necesidad que un conjunto de ideas y valores deben ser compartidos por diversos de sectores: “que ciertas posiciones de los sujetos atraviesan una serie de sectores de clase.” (Hasta aquí la cita del artículo de Susan Roberts).
Es evidente que Roberts pone en cuestión el progresismo.
Por su parte, Heinz Dieterich:
"Ante el espanto de los neoliberales urbi et orbi (globales), el presidente (chino) se permitió citar al cofundador del socialismo científico-político Friedrich Engels y aseveró que la economía mixta de China mantendrá su configuración bicéfala actual. Pero, siempre bajo la hegemonía macroeconómica del Estado y del Partido y con la prioridad de las empresas públicas (SOE). Esta afirmación es de particular importancia estratégica. Porque el transcendental acierto de la “apertura y reforma” de Deng Hsiao Ping fue, que --ante el agotamiento del modelo desarrollista de Mao-- descartó las simplistas recetas neoliberales antisoviéticas de Ludwig von Mises y de los Chicago Boys, para adoptar el paradigma de la Nueva Economía Política de Lenin (NEP). Por intuición o conocimiento, Deng entendió, que la estrategia de desarrollo óptima en economías subdesarrolladas o en transición hacia el socialismo no podía ser “la mano invisible” de Adam Smith: las tasas de ganancia, operadas mediante precios de mercado y sin intervención directa del Estado. Entendió, que sin la mano visible del Estado, the invisible hand del mercado quedaría manco".
Dieterich glorifica la actualidad de China, pero lo que nos importa es la idea de intervención del Estado, la economía mixta y cierta idea de agotamiento de la civilización capitalista -no en el sentido como en los 70 se hablaba del fin del capitalismo por un socialismo mesianico que lo reemplazaría- que sabemos que tiene en la cabeza. Tomamos esta última idea como la entiende el editor es decir como incapacidad del capitalismo actual para satisfacer las necesidades de las mayorías populares, las dos terceras partes de la humanidad que están fuera del circuito económico, y la version neoliberal del capitalismo que destruye la democracia. ¿Es ese proceso el futuro al que hay que amoldarse? ¿Y en ese caso los Bolsonaro son inevitables? ¿El progresismo no tiene nada que aportar?
En realidad a los peronistas nacionalistas cristianos nunca nos gustó que nos comprendieran dentro del progresismo al que juzgabamos fofo, que siempre le faltan 5 para el peso, más cuando en la cabeza del editor como progresistas piensa a los radicales de la coordinadora y a Federico Storani como paradigma de ese progresismo, siempre anticlerical -eso compartimos- pero metiendo todo el combo religioso en el anticlericalismo -eso no compartimos- y por sobre todas las cosas muy antiperonista.
¿A que progresismo se refieren González y Rouvier? Claramente no a ellos, creemos que se refieren a la izquierda kirchnerista (posiblemente la única izquierda con posibilidad de ser poder), sabemos que González se refiere al PT en Brasil y la intelectualidad concomitante -tanto en Brasil como la Argentina, pero en la Argentina relativa al peronismo y kirchnerismo (en realidad hoy el único peronismo sustancial). En síntesis a todo el pensamiento humanista, crítico, social cristiano, etc.
¿Y Susan Roberts a qué progresismo convoca? Por sobre todas las cosas a la izquierda europea.
En el comentario al pie que le hicimos al artículo de Rouvier pusimos:
"¡Es realmente muy buen artículo de Ricardo Rouvier! Y que tiene muchos puntos para el debate. En ese sentido el primer punto que quiero señalar es sobre la imposibilidad de copiar el modelo chino, aquí es necesario tener en cuenta no el combo completo sino cierta estructura del estado que controla activamente a la actividad económica privada, al poder económico. Desde luego que lo pienso desde el peronismo y creo que acá no tenemos futuro sino planteamos un estado interventor en economía con nacionalización del comercio exterior -por el déficit permanente de divisas- y reforma bancaria y financiera que ponga las finanzas al servicio de la nación. Hay muchas cosas del pasado que hienden sus ramificaciones en el futuro como muchas conquistas económicas del 45 al 55, me dirán que el mundo es otro, pero la pobreza es mucho mayor, y la exclusión peor. Para ello hay que pensar un mercado interno integral con pleno empleo, digo pleno empleo. Y con todos los derechos laborales y humanos a fondo, sabiendo que se vota cada dos años. Es por eso que creo que la globalización es un proceso al que se le puede poner límites nacionales, sino fuera así no hay futuro, y no es así, en este punto discrepo con Rouvier. Quién lo puede hacer: unicamente Cristina. Lamentablemente los 90 marcaron mucho a los dirigentes peronistas. Muchos nos quedamos en el 45 y creemos en el voluntarismo de Nëstor Kirchner. Muy buena nota. Para el debate".
Los que pensamos así y planteamos además una industrialización avasallante con justicia social también nos sentimos como los progresistas a quienes se refieren las notas precedentes pero con una diferencia tenemos un proyecto de país en la cabeza y que el peronismo llevó a cabo entre el 45 al 55, en el 73, y destruyó en los 90, y reconstruyó parcialmente con Néstor y Cristina. Vemos la cosa parecida a Susan Roberts aunque ella desconoce el peronismo.
Bueno, basta de alharacas y vamos al artículo de Horacio González:
BOLSONARO Y EL PROGRESISMO
El “progresismo” gusta de su programa más o menos impreciso. Le alcanza la confianza de ir para adelante intuyendo que los obstáculos de la historia se diluyen rápido. ¿Cuánto dura una pesadilla? La medida del progresismo son tiempos cortos para un mal sueño y todas las garantías de la razón para ver cómo se apartan las rémoras del camino. ¿En Brasil el progresismo no supo ver los listados que hacen los encuestadores? Ellos en general nos dicen, que tanto allá como aquí, existe una preocupación popular por la seguridad, luego por la inflación, luego –y quizás en primer lugar–, por la necesidad de “evaluar docentes”. Continuando por la corrupción, quizás no antes de las penurias económicas. Y después, a preguntas inquietantes como “qué haría si... por ejemplo, debiera juzgar al policía Chocobar, a la Gendarmería y su represión en el sur”..., la respuesta del “pensamiento popular” podría ser más bien benévola que indignada. ¿Entonces?
En los años veinte, Walter Benjamín escribió su célebre Para una crítica de la violencia, texto de absoluta actualidad, donde se constatan tanto las direcciones fundamentales de la violencia del mito y lo sagrado. Habría allí sendas violencias que bifurcan el modo de fundar sociedades, y también la propensión de un sentir amplísimo de las clases populares, dispuestas a promover la pena de muerte. El problema es de vieja data. Benjamin, en ese trabajo, estaría anunciando el nazismo. Los héroes de las estadísticas son el policía implacable antes que la maestra comprensiva, el gendarme antes que profesor universitario y el vecino que actuó por mano propia en obvia legítima defensa antes que el abogado garantista que puso en duda si era necesaria esa serie de empeñosos disparos vecinales.
Así, el progresismo que le confirió al pueblo la potestad de sujeto de la historia, titular de derechos cívicos, de decisiones igualitaristas y formas de vida emancipadas, no estaría viendo el rostro oscuro de las creencias. No habría podido interpretar una nocturna marejada de deseos informulados, ansiedades vicarias, expectativas mustias, palabras quebradas, inciertas adhesiones que abrigan secretos canjes emocionales, militarización de la fe, mitologías vitalistas en torno a la religión, el deporte y el consumo. ¿No ven que así es imposible, se les dice a los progresistas, pensar a ese pueblo que ustedes consideran depositario de un papel diáfano en la historia? Son los que no comprenderían lo terriblemente opaco de la existencia, el anuncio de una nueva reflexión sobre cómo se han diversificado los bagajes culturales, anclados en secreciones del lenguaje diario. En esoterismos imprevisibles que corren como río subterráneo bajo las vidas urbanas más previsibles, aunque rotas por dentro.
Sin exigencias reflexivas mayores, el progresismo ignoraría ese mundo anterior a los predicados políticos, constitucionales o argumentales. Se trata de un ser amorfo e inconcluso que, si por un lado es la base de la más exigente filosofía, del psicoanálisis y literatura del siglo XX, por otro lado es la materia del trabajo de las maneras predominantes con que las corporaciones informáticas crean individuos, que suponen dominar por entero en su intimidad, en su ridícula inmediatez pérfidamente feliz.
¿Es por “comprender” mejor todo eso que ganó Bolsonaro? Es cierto que el candidato del PT fue un solvente profesor de la Universidad de San Pablo y que Bolsonaro supo simbolizarse con el trípode de una cámara convertida en una ametralladora, iconografía poderosa que definía sus pertrechos: mesianismo de las imágenes, evangelismo de las armas, y mitificación de su persona. Todo eso está en su gran logro publicitario, el gigante que emerge del mar para salvar a la Ciudad, ante el asombro de la población demudada. Hay que odiarlo o amarlo. Este exigente salvador parecía brutal, pero daba y reclamaba miedo o esperanza.
¿Qué debían pensar los progresistas frente a ello? ¿Dictaminar rápidamente que estábamos ante un retoño del neofascismo, del nazismo a secas? ¿Autoritarismos militaristas de masas? De resolver bien estas cuestiones depende nuestro futuro político, en tanto política en el interior de los pueblos. Afirmamos que no se puede solo cuestionar al progresismo, sino reconocer que también él es un movimiento de masas que quiere apartarse de los mitos, de los anacronismos culturales y recrear un pueblo con pedagogías ilustradas que convivan con el carnaval, el terreiro y los sincretismos religiosos. Aún limitado, siempre aceptó la cultura brasileña que navegaba a varias aguas, lo carnavalesco, lo espiritista, la nobleza ilustrada, el estado de transe corporal, el éxtasis religioso, las clases de Félix Guattari y la crítica al “hombre cordial”.
Ahora, con Bolsonaro todo ese debate se ha desplomado, porque este personaje funambulesco salido de esos momentos abismales de la sociedad, evangelizó las armas y arruinó todo mesianismo. Entonces los debates más riesgosos quedan paralizados por un letargo trágico, una aceptación de la violencia que los destruye, aunque algunos patanes de la furia la ven como salvadora, y los sorprendidos progresistas extraen una conjetura antifascista a las apuradas. ¿Está bien esta caracterización? No. Hay una mitologización construida como iconografía electoral de telenovela alrededor de Bolsonaro. Este lúgubre personaje tiene la importancia de marcar un fin de época, su mito no es la madeja intrincada de una conciencia contradictoria. Es un martillazo que obnubila el ser social, intimidatorio incluso de los antecedentes que pudieran importarle de las anteriores experiencias del “fascio brasilero”.
Por ejemplo, la del escritor modernista Plinio Salgado, que en los años treinta no fue ajeno al mussolinismo, creando formaciones políticas regimentadas a través del saludo de “anaué”, un concepto indigenista con revestimiento en la simbología fascista. No va por ahí la cosa que anima Bolsonaro, que descarría todo, pone la cultura brasileña ante un juicio final sumarísmo. A todo masacra. Tanto a lo popular, lo demonológico, lo milenarista, lo progresista, lo tecnocrático, lo sociológico, lo antropológico. Tanto a la vida ilustrada clásica como a la popular perteneciente al gran océano de creencias. El evangelismo no artillado, el candomblé, el umbanda, el cristianismo clásico. Ha removido y reutilizado aviesamente la idea de mito, que el progresismo denunció, pero sin interrogarlo adecuadamente.
El mito de Bolsonaro no es aquel que como sombra indescifrada acompaña toda la historia brasileña, esos pensamientos salvajes, festivos y artísticamente paradojales –que la figura de Antonio das Mortes representa muy bien–, y cuyo secreto gozante los gobiernos petistas no habrían sabido descifrar. Aceptemos que no les prestaron suficiente atención, y que siguen siendo lenguajes populares que una pedagogía nacional interpretativa no debe abandonar a priori. Los encuestadores, casandras de los abismos en que cae el movimiento popular, consideran facilongo renegar del ingenuo progresismo percibiendo que nada saben de narcotráfico, de policías, de bandas diversamente ilegales que atraviesan las vidas populares y sus creencias sedimentadas por el bazar ingenioso de todas las teologías universales.
Sin embargo, ¿con qué vacío nos quedaríamos cuando nos cansemos de alertar sobre la superficialidad de nuestros progresistas? El bolsonarismo es la apoteosis de la sociedad entendida como criminalidad latente. Lo actúa un apócrifo superdotado inventado por la publicística de los pastores de almas armados con ametralladoras Uzi. Varitas de acero con las que se descubre ahora un mítico frenesí popular con revólveres “Bullrich-Coltsonaro calibre 32” en las manos. Alerta máxima, entonces, para el progresismo con su idea lineal, permanente y solícita de la historia. Todo esto debe ser revisado, aunque no por eso abandonado. Debe incorporar, y producir una mutación, de todo aquello que corresponda a la reflexión sobre “el mundo oracular”. No para acatarlo y someterse a él, sino para desconstruir a Bolsonaro, que sin saberlo, estaba usando groseramente las piezas magistrales de la mitografía brasileña, para degradar la vida popular.
No hay comentarios:
Publicar un comentario