Los sujetos, mediaciones y cambios.
El cambio de un orden social depende de los sujetos capaces de generarlo puesto que las condiciones estructurales no hacen más que reproducirse. Y la lucha de clases, motor de las transformaciones en la historia, resultó un concepto fundamental asumido por el marxismo que se reflejó en su definición de sujeto. Sin embargo, existía una mediación que no fue suficientemente valorada y que instaló serios interrogantes y numerosas polémicas a partir de la experiencia estatal del socialismo.
Su difundido concepto de clase social remite al lugar ocupado en la producción como determinante de los comportamientos colectivos. Correlativamente, las relaciones económicas explican las distintas formas de explotación que polarizan a los miembros de una sociedad, lo que se traduce en el antagonismo de clases. Las figuras de amo y esclavo, señor feudal y siervo, capitalista y obrero, conforman sus encarnaciones de acuerdo a los períodos históricos considerados.
La política, inherente a las relaciones de poder, tendió a verse en función de las relaciones de explotación causantes del antagonismo de clases y así quedó subordinada a las relaciones económicas. Mas, para que las clases oprimidas asumieran un carácter revolucionario, se planteaba la necesidad de que tomaran conciencia de su condición de explotada lo que suponía un salto cualitativo que proyectaba a la política a primer plano. El marxismo, utilizando un concepto de Hegel, simbolizó ese proceso como el pasaje de la clase en sí a la clase para sí. No obstante, al tomar al proletariado como sujeto principal en base a la contradicción capital-trabajo, continuó anudado lo económico y lo político oscureciendo las diferencias entre uno y otro campo. En consecuencia, las luchas debidas al antagonismo de clases velaron las relaciones de poder al interior de la clase para sí y remitieron a las disputas hegemónicas acerca de quiénes debían representarla y conducirla. De ese modo se deslizó un doble forzamiento: la clase obrera erigida en sujeto revolucionario según fundamentos económicos y, por otro lado, la conducción triunfante que se asumió como su personificación política y gestora de los intereses de dicha clase.
Forzamientos que agudizaron el problema pues el sujeto proletariado al ser parte de la estructura que debía transformar quedaba, en verdad, en suspenso como tal sujeto. Porque la toma de conciencia, su condición constitutiva, provenía del exterior y dependía de la política. Pero esa grieta fue obturada por otra figura: la vanguardiaencargada de promover y encabezar el pasaje del en sí al para sí. Por lo tanto se instaló una diferencia sutil, la clase obrera como sujeto revolucionario exhibía una intermediación sustantiva que en realidad significaba un desplazamiento. Y ésta es la mediación mencionada al comienzo. Mediación que cumplió un papel clave en la concepción clasista del sujeto.
De acuerdo a esa lógica política correspondería decir que el verdadero sujeto de cambio resultó “la vanguardia” mientras la clase que representaba era su fuente energética. Lógica inherente a los partidos estructurados como organizaciones piramidales donde el poder se ejerce desde las cúpulas hacia las bases.
Aquí se potencia el problema pues la extracción de clase de dicha vanguardia, en general y mayoritariamente, provino de otros sectores sociales con mejores condiciones de acceso a los saberes “formadores de conciencia”. Y otra vez se entreveran el campo de la política y el de las relaciones económicas cuya superposición conceptual dio pie a notorios desfases. Como ser, “el Estado de la clase obrera” no devino tal sino que al fundirse las estructuras jerárquicas del partido y el Estado se gestó un aparato dirigente que distó de “representar” a la clase y terminó transformándose en su contrario.
La política no es un mero producto de las relaciones sociales sino que éstas configuran el contexto histórico en el que se desenvuelve aquélla. Por lo tanto, adjudicarse la representación de la clase es un acto político que deriva en una apropiación indebida si aquélla no construye el protagonismo real de los sometidos como actores de su emancipación. Y ésta es una deuda pendiente que no admite atribuirse roles a priori pues abrir rumbos no es lo mismo que romper con la dominación. Ergo, suprimir el par explotación-dominación es una tarea política que exige resolver el carácter del poder revolucionario desde la génesis misma de su proceso de construcción.
Este breve análisis no supone una disquisición teórica sino que está íntimamente vinculado a la actualidad que, asimismo, incorpora nuevas características. Porque si bien el capitalismo “genéticamente” es el mismo que el del siglo XIX donde irrumpió el marxismo revolucionando las ideas y la lucha política, hoy produjo cambios de tal magnitud que nos ponen frente a una situación diferente. Cambios que detonaron en las últimas décadas del siglo pasado como producto del nuevo modelo de acumulación y la revolución tecnológica en marcha.
Los efectos de tal situación operan sobre el sujeto social que surge de la oposición capital-trabajo propia del modo de producción capitalista. Téngase en cuenta que el proletariado industrial considerado el sujeto político por excelencia en todas las grandes revoluciones que se consumaron en el siglo XX, se ha visto condicionado por el desarrollo económico constitutivo de la gran fortaleza del capital.
Agotado el modelo fordista que dio lugar a la llamada sociedad de bienestar se abrió una nueva etapa. Dicho modelo entró en crisis pues la rentabilidad del capital chocaba con las demandas de la clase obrera apoyadas en la importancia de la especialización que era indispensable para el fordismo y su producción en masa.
Paralelamente, la crisis energética catapultó la innovación del “sílice”, baratísimo recurso y componente básico de la cibernética. Ésta, motor de la revolución tecnológica, transformó las comunicaciones, la administración en general y originó nuevas formas de producción industrial cuyo más sofisticado exponente es la robótica. Esto generó un desbalance en las relaciones de fuerza que favorecieron decididamente al capital. Para los asalariados significó el fin de la gravitación de la especialización abriendo paso a la polivalencia y a la inestabilidad laboral -la “flexibilización”- que se tradujo en el deterioro de sus anteriores conquistas. Y al ritmo de la fabulosa concentración del capital creció enormemente la potencia de las grandes Corporaciones. Éstas hoy pueden desplazar sin mayores problemas sus fábricas como resultado de la revolución en el transporte a la vez que sus transacciones financieras se realizan en tiempo real. Así, mientras el capital derriba las fronteras nacionales, los trabajadores quedaron confinados territorialmente y sometidos a la presión que proviene de cualquier lugar del planeta que ofrezca mejores posibilidades de explotación. La traducción política de este proceso se vio reflejada en el Consenso de Washington.
Una característica del nuevo modelo de acumulación es su tendencia expulsora de mano de obra por efecto del gran avance de la inteligencia artificial y los potenciados medios de producción actuales, proceso que la revolución tecnológica no hace más que acentuar. Las maravillas que produce contrastan con la miseria que engendra sobre los sectores más vulnerables siguiendo la lógica de la ganancia que no repara en “costos” humanos. Se gestan entonces algunos fenómenos sociales cuya incidencia alteran la fisonomía inherente a la etapa anterior.
Uno de ellos es el caso de los desocupados que, al perpetuarse como tales, pasaron a la condición de “excluidos” lo que constituye un cambio socio-económico importante. En rigor, ya no pertenecen al “ejercito de reserva” del capital pues poco significan como sustitutos potenciales del trabajo vivo. No obstante, le sirve de elemento de presión sobre la masa de trabajo activo que registra la amenaza de pérdida permanente de acceso al mercado laboral. De allí que la exclusión caiga fuera de la contradicción estructural capital-trabajo pues supone la separación del proceso económico con mínimas chances de reinserción. Luego, quienes la sufren se transforman en un sobrante humano que nada representan para la explotación tradicional.
La desvalorización económica se traduce en una recurrente miseria que conduce a la degradación de la condición humana que alcanza, en distinto grado, a la pobreza de quienes están en los bordes del sistema subsistiendo con trabajo en negro o por cuenta propia. El fenómeno se extiende especialmente en la periferia donde prolifera en los conglomerados urbanos y sólo preocupa en términos políticos para que su existencia no afecte a la estabilidad de la dominación del capital. Crece entonces el asistencialismo como contenedor de conflictos y “desbordes” sociales. Su costo de mantenimiento se socializa al ser sostenido por el erario público mientras que su uso político es objeto de manipulación de parte de los gobiernos de turno. Y cuando su peso económico es demasiado gravoso o insuficientes los recursos destinados a absorber este fenómeno sistémico, la profundización del desamparo ofrece un campo fértil para negocios “espúreos”, vale decir, los que se realizan por fuera del circuito legal del capital. (1)
Desde una óptica clasista tradicional, se puede apreciar que a mayor afianzamiento del capitalismo los sectores medios crecen en importancia en detrimento del anterior rol protagónico de la clase obrera. Los beneficios de que gozan aquéllos como adictos consumidores del incesante bombardeo de productos de nueva tecnología refuerza su proverbial ambivalencia y volubilidad. Insertos en el circuito del capital con su destacada participación vinculada a la realización del mismo, resultan dependientes de su expansión productiva y mercantil. Le otorgan así una base política considerable a modo de “colchón” atemperador de las contradicciones del sistema las que también sufren como producto de la alienación y el stress que genera la feroz competitividad impuesta. En suma, la gravitación creciente de este sector tiende a aminorar la relevancia de la clase obrera que ha perdido potencia frente al capital.
También corresponde consignar un corrimiento interclase. El que se verifica entre los sectores del transporte y de los servicios cuya repercusión en la conflictividad social llega a superar a los del campo industrial por efecto del nuevo modelo de acumulación.
Asimismo, la importancia de los obreros industriales, principales referentes de clase durante el período de la segunda revolución industrial, se ha deteriorado por la complejidad alcanzada por la contradicción capital-trabajo en esta etapa. Y al ser tan fuerte la hegemonía político-económica del capitalismo, la condición estructural vela el rol de los sujetos. En tanto que los verdaderos protagonistas y beneficiarios de este orden social se encubren fetichizando a “los mercados” como si se tratara de entes con vida propia ajenos a los sujetos reales que los componen y controlan. Así enmascaran la explotación y su política de dominación que ocultan tras la pantalla de una operatoria asociada a la eficiencia del sistema que aducen “se regula automáticamente”. Semejante hegemonía, trasladada al campo de quienes la padecen, condiciona el surgimiento de posibles sujetos de cambio que tienden a ser neutralizados en la medida en que se adapten a las condiciones estructurales que obturan toda opción real.
Lo anterior pone a la orden del día la problemática de la constitución de nuevos sujetos capaces de subvertir el orden capitalista, condición necesaria para su transformación. Mas, un orden social consolidado ofrece gran resistencia al cambio aunque las luchas le arranquen concesiones y eventuales situaciones más “benignas”. Y así como las crisis responden a las contradicciones internas del sistema, la agudización de las mismas y la gestación y maduración de procesos en ruptura depende de la creación política de los sujetos. Y ésta es una cuestión vital para la emancipación.
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(1) Por ejemplo, es un terreno propicio para el negocio del narcotráfico, uno de los que más facturan en el mundo y que presenta una doble faz. Del lado de la demanda, abarca a los sectores de ingresos medios y altos que sufren la alienación y las tensiones que engendra la feroz competencia capitalista. También y residualmente, alcanza al ámbito de la marginalidad que consume los rezagos “industriales” de la droga, cuestión que no se desperdicie nada. Del lado de la oferta, cuenta con enclaves agrarios como focos productivos mientras que su comando se asienta en los grandes conglomerados urbanos de la pobreza y la marginalidad, principal territorio donde reinan los narcotraficantes. Allí se establece y organiza una suerte de Estado dentro de otro Estado, con códigos y realidades absolutamente diferentes a los del conjunto de la sociedad.
Este fenómeno refleja de manera brutal cómo el capitalismo explota las miserias que genera al tiempo que contamina urbi et orbi. Se trata de un fabuloso negocio “por izquierda” que se entremezcla con el circuito “legal”, en el que están involucrados importantes Bancos y que penetra diversos organismos del Estado. Así “blanquear” (valga el doble sentido del término) capitales resulta una empresa de las más lucrativas y el tendal de víctimas que deja a su paso, una metáfora negra de la capacidad destructiva del capitalismo. La siniestra presencia del narcotráfico exhibe patéticamente las consecuencias de la explotación. Pero es sólo uno de los efectos destructivos del orden social capitalista al que corresponde añadir, entre otros, el tráfico de armas asociado a la industria bélica y la agresión al planeta considerado como objeto de enriquecimiento que desprecia su condición esencial para la vida en el presente y que compromete a las futuras generaciones.
Jorge! Me encantó el posteo. Hoy te escuché durante el almuerzo en Naturaleza Sabia. Tu lucidez de conceptos me recuerda a mis años universitarios en los 70 donde la lucha de clases y el peronismo de base nos hacían creen que la revolución socialista era posible.
ResponderEliminarHoy, luego de el fracaso electoral y la vuelta del neoliberalismo, qué expectativas podemos llegar a tener?