MARÍA PÍA LÓPEZ |
A CINCO AÑOS DE LA MUERTE DE NÉSTOR KIRCHNER
El golpe del 55 tuvo una ingenuidad nominalista. Pensó que impidiendo la pronunciación de un nombre y de unos símbolos –sobreimprimiéndose sobre los actos represivos que hacían correr sangre– barrerían con un movimiento político que había hecho surgir un nuevo sujeto, ampliado un conjunto de derechos y cambiado profundamente los vínculos entre los distintos sectores sociales. Fundaban el acto, quizás sin saberlo, en la hipótesis borgeana: lo ocurrido podía declararse una ilusión, una farsa o un simulacro. Con bajarlo de escena y retirar los carteles publicitarios, el público lo olvidaría sin problemas. Pero estaban ante un pueblo y no un público. Y no era tan sencillo borrar de la experiencia común, inscripta en los cuerpos de cada uno, lo que había pasado. Por eso, peronismo fue palabra que iba y volvía, silbada en nomeolvides, imaginado el regreso en cada avión. Fue también la memoria común de las exequias de Eva y luego del retorno, la despedida más dolorosa del fundador.
Muerto Perón no murió el peronismo, y la política argentina siguió orbitando alrededor del movimiento, de sus símbolos partidarios, sus marchitas y sus problemas impensados. Objeto de la represión más dura, bajo su nombre se dio también la peor reconversión social y económica del país. En el discurso del 25 de mayo, la Presidenta recordó con justicia que hubo torturados y torturadores del mismo signo político. Del mismo nombre, pero con distinta valencia. ¿Qué hay en común, se preguntaba Cooke en una carta que su interlocutor no respondería, entre un peronista de izquierda y uno de derecha? Imaginaba en la misiva una escena: la muerte del general –y se lo estaba narrando al mismísimo líder–, la asistencia de todos a misas conmemorativas y la confrontación posterior hasta el degüello.
Si las tensiones eran sincrónicas, también fueron sucesivas en el tiempo y por eso cada época incluye en su lenguaje otros nombres: tuvimos el tiempo del menemismo y, luego de 2003, el que nombraba el presidente que llegaba del sur. Ambos fueron fundacionales, tanto que por momentos parecía que ya no era necesario pensar en el nombre más genérico. También porque las diferencias obligan a su registro en la lengua, aunque más no sea en ese modo del atajo que es el derivado de un nombre propio. Atajo que elude el largo camino de las definiciones que surgen de analizar un proceso, sus matices y sus dilemas, para poder bautizarlo. Mucho se discutió después de 2003 respecto de cómo considerar la historia de los acontecimientos que estaban ocurriendo. Si se trataba de un pliegue más del movimiento nacido en el 45 o si era más bien hijo del cataclismo que inauguró el siglo. O de ambos: porque si sus modos, composición de clases, saberes y estrategias son las del peronismo, también es cierto que supo leer las promesas de la crisis, lo que abría en términos de experimentación y riesgo, lo que había impreso de miedo entre los sectores dominantes y una cierta parálisis de los modos más conservadores de regir la sociedad. Néstor Kirchner fue el hombre capaz de leer esa encrucijada, advertir en el rostro de la época la posibilidad de afirmar lo nuevo y no la aspiración de una vuelta atrás.
Su vida fue más breve de lo que la Argentina necesitaba. Bastó, sin embargo, para dejar un trazo indeleble. Un trazo que se preservará más allá de los nombres de los edificios públicos o calles o sitios de homenaje. Una huella que es la de sacar la política de su devenir administrativo, de convertirla en el llamado a la movilización, la acción conjunta y a vincularla con horizontes de transformación social. No parecía, en ese comienzo de siglo, que de las filas de la clase política tradicional alguien pudiera sentirse llamado por un tipo de empresa refundacional de esas características. Sin embargo, ocurrió, y anunció que sentía ese llamado por las viejas militancias que había atesorado, porque se sentía hijo de las Madres y sobreviviente en deuda con los compañeros desaparecidos. En tiempos que auguran reunificaciones, otros nombres propios, banderías recientes, retornos de alianzas que parecían fenecidas, que auguran, digo, una suerte de pan-peronismo –lo que siempre implica, también el terreno de los nombres, barajar y dar de nuevo–, llamaría kirchnerismo a esa voluntad de ser fiel a una memoria y derivar, de esa fidelidad, una apuesta a generar modos más libres de la vida en común.
Pocas veces lo crucé o lo vi de cerca o intercambiamos algunas palabras. La primera le dije algo que podría haber repetido en cada una de las otras ocasiones y que dice más que la referencia a una situación particular. Había una asamblea de Carta Abierta en la Biblioteca Nacional, y estábamos saliendo. Cuando se abre la puerta del ascensor, estaba el ex presidente esperando para subir. Sin custodia. Sorprendidos, lo saludamos. Y sólo pude decirle: qué lindo que viniste. Como si fuera un amigo que te alegra el día con su visita. O, como ocurre en el fondo, al que le agradecés su presencia en tu vida. Al que luego extrañás, aún agradecida.
* Socióloga, docente, directora del Museo del Libro y la Lengua.
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