Colectivo Ricardo Carpani |
Los movimientos políticos que en el continente han cuestionado, con mayor o menos intensidad, el orden de privilegio impuesto, han sido objeto de un ataque sistemático. La historia oficial y la comunicación concentrada los tilda de autoritarios, demagogos, insolentes, vagos, bárbaros o corruptos. Esto ha servido para justificar persecuciones políticas, proscripciones y, especialmente, para desorientar a los diferentes sectores sociales acerca del rumbo político a decidir. Pero, bien visto, lo más denigrante es la idea que subyace de incapacidad de los pueblos para resolver sus propios problemas para justificar la tutela extranjera y la de los poderosos. Sus lemas han sido elocuentes: achicar el Estado para agrandar la nación (y de paso reducir el bendito déficit fiscal) y reemplazar la producción nacional por la importada. En los años 1990 las usinas académicas del imperialismo proclamaban el fin de la historia, como negación de la disponibilidad para la lucha de los pueblos latinoamericanos y por el fin de los movimientos políticos de liberación nacional.
Estos movimientos políticos, al contrario de lo sostenido el discurso hegemónico, modernizaron y mejoraron las condiciones de vida, promovieron un rol socio económico activo del Estado, reconocieron derechos, ampliaron el protagonismo político de las masas populares y la democracia, avanzaron en la justicia e igualdad social y en la unificación regional como única manera de lograr la autonomía de las relaciones internacionales. El fundamento político de su existencia no es el arbitrio intelectual ni un capítulo de algún manual, sino que surge de nuestra propia condición de país dependiente y oprimido por las potencias mundiales. La necesidad de superar la dependencia torna vigente la tarea histórica de realizar la cuestión nacional y, por lo tanto, la actualidad política de los movimientos nacionales en el alarmante presente político regional.
El trazo largo de la historia continental nos muestra, desde la emancipación respecto del absolutismo ibérico, una trayectoria de avances y retrocesos, de progresos y reacciones, de idas y vueltas, que pone en evidencia la disputa central a partir de la cual se define el destino de los pueblos, la divisoria de aguas en dos campos bien diferenciados: el de la defensa del interés popular, nacional y latinoamericano, de un lado, y el de la protección de los privilegios oligárquicos en un orden social dependiente de los poderes financieros internacionales, del otro.
La dependencia económica y las sociedades socialmente injustas se consolidaron desde la organización definitiva del Estado en la región, después de la mitad del siglo XIX, con la imposición de modelos oligárquicos, elitistas en lo político y de economía de monocultivo y primarizada, en un lugar de subordinación en la división internacional del trabajo. La temprana deuda externa y la extranjerización de las bancas se complementó con un rol de mero proveedor de materias primas al servicio de la burguesía industrial y comercial británica. En Argentina, el modelo agroexportador, de atraso industrial y de monopolio terrateniente de la renta agraria extraordinaria, impuesto a sangre y fuego por el mitrismo, al arrasar las últimas resistencias de los caudillos federales, fue la forma concreta de la dependencia económica. Ingresando al siglo XX, el Estado se autoproclamaba ausente en la economía, pero se mostraba muy presente y activo a la hora de reprimir las protestas gremiales y sociales. Al genocidio de los “coroneles de Mitre”, le siguieron las matanzas de los pueblos indígenas y de los obreros de los Talleres Vasena, la Semana Trágica, la Patagonia Rebelde, entre otras. Quedó así planteada la cuestión nacional, con países débiles y separados entre sí, con clases sociales desestructuradas bajo el dominio de las oligarquías portuarias y amplios sectores de la población en la pobreza y excluidos. La dependencia sería, desde entonces, la causa principal de las crisis, del atraso y del subdesarrollo, cualquiera sea el nombre que reciba. Si el motor de la historia es la lucha de clases, como explicaba Marx, para los países dependientes la historia tiene dos motores: la lucha social y la lucha nacional por la liberación.
El siglo XX sería el de la aparición de los movimientos nacional populares como creación política concreta de nuestros pueblos. Hoy son nombrados bajo la etiqueta de populismo, pero en rigor tienen nombres propios a lo largo del continente. El Yrigoyenismo (1916-24 y 1928-30) y el Peronismo (1943/1945-55), en nuestro país; el Cardenismo en México (1936-1942); el Varguismo en Brasil (1930-45, 51-54); el Movimiento Nacionalista Revolucionario, en Bolivia (1952-56), entre los más destacados. El ciclo de estos movimientos nacionales dejó como legado la enseñanza política que los reclamos sociales, gremiales, los derechos de los trabajadores y hasta los políticos y civiles, se enlazan con el avance en la cuestión nacional; no hay democracia sin soberanía nacional y no hay igualdad social sin el pleno ejercicio al derecho a la autodeterminación nacional, el cual a su vez se vincula directamente con el grado de avance en la unidad regional. Sus gobiernos fueron experiencias industrialistas, proteccionistas y nacionalistas que, si bien desarrollaban las relaciones capitalistas de producción atoradas por los órdenes oligárquicos, alcanzaba niveles de autonomía nacional frente a las potencias imperialistas; sin proclamarse socialistas desplegaban una especie de capitalismo de estado muy diferente al de los países centrales. Las fuerzas sociales de raíz nacional –son aquellas cuyo destino está ligado a la suerte del desarrollo nacional- se aglutinaron alrededor de un proyecto político, generalmente representado en una figura personal. Allí concurrían, con matices según el país, los sindicatos, el ejército, organizaciones políticas, eclesiales; sectores campesinos, mineros, obreros, sectores medios urbanos y rurales, sectores de la débil pero existente pequeña y mediana burguesía industrial, entre otros, dejando aislados políticamente a los sectores oligárquicos de origen terrateniente, comercial y financiero. Este ciclo se interrumpió con una sucesión de golpes militares y dictaduras que impusieron una política ausentista, privatizadora de los recursos naturales y extranjerizantes de la producción. A excepción de Cuba, en donde en 1959 amaneció una revolución nacional democrática con una veloz y audaz deriva socialista. El ciclo de dictaduras militares de los años 1960 y 1970, quebró violentamente proyectos y resistencias, y selló la dependencia del poder financiero mundial.
Estos movimientos políticos son el modo concreto en que los proyectos soberanos avanzaron en Latinoamérica, pese a sus limitaciones por la inestabilidad de esas alianzas sociales y la variedad de las ideologías a través de las cuales expresan sus políticas, todo lo cual suele operar como causa de sus recurrentes declinaciones finales. Algunos fueron socialcristianos, nacionalistas, agraristas, liberal democráticos y hasta hubo explícitamente socialistas, como el caso de la revolución cubana, Salvador Allende en Chile, Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia; pero todos han transitado caminos similares, con una común confianza en la capacidad creadora del pueblo, en su confrontación incesante contra las oligarquías, con vocación por una unidad de destino continental.
Brasil de fato |
Los ciclos kirchneristas y del PT en Argentina y Brasil, encontraron límites que no pudieron superar, pese a la indudable progresividad y la defensa del interés nacional sudamericano de sus políticas. Los movimientos nacionales encontraron, de una manera o de otra, rasgos de agotamiento, principalmente a partir de las dificultades para modificar la estructura social y económica, en desarrollar la integración regional en áreas estratégicas de la economía, así como en el debilitamiento de las alianzas sociales policlasistas que les servían de sustento.
Ahora, los pueblos de Latinoamérica, en general, estamos padeciendo una recolonización regional en forma acelerada. En nuestro país, el gobierno de la alianza Pro UCR nos regresa a empujones al país agroexportador y de especulación financiera, bajo el ala del imperialismo norteamericano. Pero la popularidad de Lula y CFK, en sus países, expresa la voluntad de resistencia y la necesidad de los pueblos en retomar la senda perdida. Las creaciones populares en el arte, la cultura en general, dan testimonio de ello, al realzar la autoestima popular y comunitaria, y son bastiones para sostener la confianza necesaria para impulsar las alianzas políticas de liberación. En nuestros país, como decía Arturo Jauretche, “ni el proletariado, ni la clase media, ni la burguesía por sí solos pueden cumplir los objetivos de la liberación nacional” (Los Profetas del Odio, 1957). El camino es tan difícil como lo es el ensayo de un proyecto nacional popular con un control público de la economía nacional, frente a los poderes financieros internacionales que no están dispuestos a tolerar ni la más tibia de las regulaciones.
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