Ante los cambios geopolíticos que promete la elección de Trump en Estados Unidos, Horacio González plantea la necesidad de elaborar un pensamiento popular sobre el Imperio y, para alimentarlo, ensaya una genealogía nacional de las doctrinas pacifistas.
Horacio González |
Esta dialéctica nunca ha cesado, Tolstoi la ha cultivado como ninguno, también Louis Ferdinand Céline, Stendhal, Barbusse y desde luego, dos manifestaciones novelísticas contemporáneas de brillo inesperado, Las Benévolas de Jonathan Liddel y Vida y destino de Vasili Grossman, que tienen como centro la batalla de Stalingrado y el estudio de las grandes burocracias militares alemanas y rusas imbuidas de la ideologías de formidables maquinarias de acero y de destrucción de personas. La historia de la humanidad puede seguirse con una escéptica intercalación en la que períodos de guerra suceden a períodos de paz, en un ciclo que promete retroalimentaciones incesantes. El pacifista interviene como un tercero excluido, pero su intervención siempre parece ingenua. Las doctrinas pacifistas no parecen tener el brillo de la guerra, con sus tormentosos gritos y su aire perseverante de tragedia. Ahora bien, ya no nos podemos permitir –en vista de las elecciones norteamericanas–, permanecer sin visiones profundas y a la vez no simplistas, de lo que podría ser un foco del pensamiento humanístico sobre el Imperio –cuestión no menos tensa que necesaria– y en torno consiguientemente de la paz en el mundo. Lo que daríamos en llamar el pensamiento popular y de los movimientos sociales argentinos tiene muchos abastecimientos intelectuales sobre asunto tan crucial. Ninguno de los contendientes electorales de los EE.UU. garantizaba, cada uno a su manera, el cese mundial de las hostilidades. Un trasfondo de Apocalypse now rondaba y ronda por las dos grandes fracciones que confrontaron voto a voto en el seno profundo del enigmático pueblo al que le hablaron de “destino manifiesto”, y que ahora eligió uno que lo acerca a un abismo moral indescifrable.
Es seguro que nuestro país necesita entonces un elenco de revisionismos históricos de otro cuño, para revelar en sus cartílagos de la memoria, los accesos vitales al pacifismo fundamentado pero conocedor de las raíces sociales y tecnológicas de la guerra. Un punto de partida aceptado por todos puede ser El crimen de la guerra, de Alberdi, escrito al comenzar la guerra Franco-Prusiana y la luz de la que se llevó contra el Paraguay. Lectura favorita de los socialistas, prima en este gran escrito una interpretación candorosa, la generalización del comercio mundial sustituye a la guerra. En verdad, la guerra es continuación de la política y el comercio, así como a la inversa, una matriz soterrada de raíz bélica reconstituye el conjunto de las acciones financieras y comunicacionales de un país. Eso dicen los estudios contemporáneos, desde Clausewitz y su reverso complementario Foucault. Alberdi no lo sabe ni le interesa, y si bien era posible pedirle más, su paso inexperto no deja de proponernos útiles enseñanzas. Puede ser cuestionable por creer que los intercambios comerciales sustituirán la guerra y que dos o tres cables submarinos valían más que cualquier campaña militar. Podría ser así, pero el autor de El crimen de la guerra despoja a esas tecnologías de cualquier compromiso con eventos bélicos, imagina canales de Suez meramente saintsimonianos o proudhonianos, sin atreverse a verlos como objetos de geopolíticas y mapamundis de guerra.
Pero es el primer libro argentino que consagra una visión de lo que luego –con palabra irrisoria– se llamaría globalización. Alberdi es un estudioso del derecho de gentes, adverso a las doctrinas del holandés Grocio que en su obra Sobre el derecho de la guerra y la paz abandona la idea de guerra justa a la que ve como un acto inevitable más allá de su justicia. “Justus hostis”, dirá, considerando que los enemigos tienen asentados los mismos derechos, de lo que se desprende un derecho de guerra, más un cierto y relativo humanitarismo en los campos de batalla. Alberdi ronda en cambio sobre la idea de paz perpetua, basada en el flujo planetario de mercancías, y sin desconocer a Kant, le atribuye –correctamente– ese concepto al abate de Saint-Pierre. Este intelectual jesuita se inspira en los tratados de Utrecht de 1712, específicos en torno a las guerras de sucesión en España, pero también con fuerte repercusión en América.
La clave en la que se fija Alberdi para denostar al guerrero son las ideas que percibe como desaconsejables, de gloria o heroísmo militar. Prefiere los héroes comerciales o los técnicos industrialistas. Elige especialmente al ingeniero norteamericano Weelwright, constructor de ferrovías argentinas. Como desprendimiento de sus afanes juveniles para considerar la moda, condena Alberdi el signo mayor de la fisiognómica militar, el bigote. No escatima recelos hacia San Martín, relativizando sus aciertos militares, aunque después tendrá actitudes más conciliadoras. Actúa Alberdi en el sentido contrario al general historiador Mitre. Con Alberdi comienza un anticipo de la Argentina en el camino sistematizado de su destino liberal atlántico, ligada a Gran Bretaña, pero esta idea que mutará luego en el fallido concepto de “globalización” señalaría otra forma de su destino, una paz que exige acuerdos entre naciones, y una coligación entre ellas para conjurar los aprestos bélicos.
El neutralismo ante las guerras mundiales es el próximo capítulo de debate. A diferencia de Lugones, Manuel Ugarte será “neutralista” en la Gran Guerra. Lugones en cambio expresará en Mi beligerancia (1917) su posición aliadófila inmersa en una indagación como las que ya había practicado en sus análisis de mitologías paganas y del mundo helenístico: el “pangermanismo” sería heredero del “dogma de obediencia” de origen asiático, mientras que las naciones latinas y sajonas, herederas del gran paganismo, se debaten en el drama de preservar sus fibras de libertad laica y mistérica, siempre acechadas por el asiatismo que penetra por doquier. Otros nombres deben ser mencionados, pues hacen a los territorios más visibles en que se mueve la vida intelectual argentina: también Ricardo Rojas e Ingenieros, entre los más notorios, son los agitadores del clima antigermanista. El neutralismo de Ugarte, que se mantiene firme a pesar del hundimiento de navíos argentinos por submarinos alemanes –como se sabe, Yrigoyen lo mantiene con una esforzada diplomacia y una visión realista de las estructuras económicas heredadas–, le devora porciones vastas de su popularidad de tribuno. Pero insistirá en que las posiciones políticas provienen de los hechos, y el hecho fundamental que lo guía es la existencia de poderes internacionales –dos formas de la revolución, el fascismo y el comunismo–, frente a las cuales no hay que elegir. Ugarte tomará lo que él mismo denomina “el camino de la izquierda”, pero preservando un “núcleo superior”, así lo denomina, que vendría a ser la integridad de los espacios nacionales latinoamericanos, que no logran encontrar su camino autonomista. Izquierda, sí, pero bajo un prisma que la antecede, le da vida y en última instancia la justifica: la nación.
Macedonio Fernández deja una aguda e irónica observación antibelicista en 1914, al igual que José Ingenieros. La de Macedonio dice: “Si esta Gran Guerra era indispensable para acabar con la civilización, alabada sea, pues las hermosuras del mar, del bosque, de la olorosa tierra esperan cariñosas, después que desde siglos las abandonamos por esta civilización del ladrillo, de los purgantes, del maloliente derecho pleitado de papel y tinta, del do ut des, del contractualismo miserable, del espantoso ‘entierro’ por la espantosa Compañía de Pompas Fúnebres”. Macedonio es un anarquista spenceriano, un individualista civilmente desobediente, a la Thoreau.
En 1947, el sugestivo y contradictorio filósofo Carlos Astrada, amigo de Macedonio, pero entonces de credo más estatalista y dialéctico, pronuncia una conferencia en la Escuela de Guerra Naval ante un auditorio de oficiales de la Marina argentina. La titula “Sociología de la guerra, filosofía de la paz”. El texto de Astrada está inmerso en el contorno de asuntos que agita el primer gobierno de Perón y se edita en la forma de un folleto que lleva el escudo de la Universidad de Buenos Aires, de cuyo Instituto de Filosofía el mismo Astrada era director. No podemos pasar por alto la necesaria observación sobre la extrañeza y excepcionalidad de esta situación. Simplemente, no existen en la Argentina las piezas oratorias que, dirigidas hacia las Fuerzas Armadas, tengan el patrocinio de un ámbito ligado la universidad. Carlos Astrada, según su modo habitual, no escatima citas sapientes para abonar su tesis de mantener una paz fecunda, no instrumental y civilizatoria, presentada como una tarea nacional inexcusable. Luego de elogiar la tarea del ejército, dedicando párrafos entusiastas a la Campaña del Desierto –“hasta el último fortín llevó el espíritu de las instituciones”– convoca a una batalla “por la conquista de la frontera marítima”, que menciona con una metáfora, la “pampa oceánica”, para anexarla así al conjunto de su metafísica del impulso ontológico pampeano. Luego, en uno de sus tantos virajes, condenará la Campaña del Desierto.
Sin duda, el filósofo está hablando desde la oscura densidad del Estado, donde cree poder percibir necesidades y tareas, comenzando por la de él mismo, perorándoles a las armas y vinculando la función filosófica a la identificación de “un destino para nuestra vocación de grandeza histórica”. ¿Y qué escuchan esos marinos en relación con el tema de la guerra, en medio de citas de William James, Aristóteles, Kant, Spencer, Max Scheler y Marx? En primer lugar, el razonamiento que acentúa la envergadura del “genio del corazón” frente al héroe militar, “que no está dicho que sea el más alto modelo para el hombre”. En segundo lugar, que al no estar la guerra en la esencia de la naturaleza humana, la “paz perpetua es verosímil”, aunque ello no suponga defender un pacifismo spenceriano, mera mercancía mercantilista, positivista, utilitaria y librecambista. Por lo tanto, no paz burguesa pues ella reduce a factores económicos el hecho bélico, error que asimismo envuelve a los marxistas. Carlos Astrada, como si el tiempo fuese una alfombra que de repente se retira de esos discursos que parecían tan bien abotinados, queda ahora solo con sus palabras sobre la paz perpetua acompañado con un dejo de “realismo prusiano”, como autor de uno de los pocos documentos dirigidos a las Fuerzas Armadas argentinas que gozan del sello reglamentario de otra institución de la esfera estatal, la universidad pública.
Si en ese año de 1947 Carlos Astrada había concurrido como conferenciante a una escuela militar es porque había ido allí en nombre de la filosofía. No para hablar de revoluciones que contarían como aliado a un seleccionado grupo militar dispuesto a sofrenar imperialismos y oligarquías –de hecho, les hablaba a los futuros golpistas del 55–, sino para barnizar con una reinterpretación del humanismo kantiano el conjunto de las posibilidades que ya percibía potencialmente incluidas en la vida estatal del momento, tal como ella manifestaba sus anuncios de soberanía. El tema de Astrada no es la revolución nacional –expresión que ya circulaba en la política argentina–, sino una reflexión scheleriana, sobre valores afectados por el nuevo modo tecnológico e imperialista de las guerras, que lo eran de exterminio y de conquista de mercados, según el concepto de “movilización total”, que Astrada critica pues ya lo ha leído en Jünger. Sin embargo, podía considerárselo una crítica por elevación a Perón, que poco tiempo antes, en un foro universitario, en la Universidad de La Plata, año 1944, había relacionado la defensa nacional al dominio de las potencialidades industriales internas y a la movilización entera de los “recursos estratégicos de la nación”. En el anecdotario de Perón existe la chanza del “león herbívoro”, que no pudo cumplir con pertinencia final, pero que revelaba tamabién que su formación clausewiztiana suponía discursividades específicas, batallas simbólicas y ataques metafóricos. Su idea de la movilización, que había virado hacia lo social, era cuestionada sin embargo por Astrada, como un injerto militarismo en el cuerpo de las acciones colectivas de justicia.
De este modo, el coronel hablaba de su tema –del cual durante no pocos años había sido profesor–, mientras que el profesor de filosofía retomaba la cuestión del discurso de la guerra. Ponía sobre él, con cierto regusto del Alberdi de la “conquista filosófica de la conciencia nacional”, por entonces un joven herderiano, aunque también del Lugones de 1913, la imaginaria y afectada superioridad del filósofo o del poeta que razonan a la altura del logos universal. Cree Astrada que en el futuro las guerras serán “guerras de raza” –entre la raza blanca y la amarilla, o entre la negra y la blanca– o, si no, en lo que sería la manifestación más inquietante de un nuevo horizonte bélico de la humanidad, “guerras de clases a empeñarse entre el comunismo euroasiático y el capitalismo occidental representado hoy por los núcleos plutocráticos extra-europeos”. Luego de descartar otras formas de pacifismo que encubren, de manera diversa, intereses particularistas no declarados, Astrada invoca a la doctrina estoica, la Stoa, que alude al entendimiento entre todas las esferas culturales de las diversas regiones del orbe, aunque estos pensamientos suenan bellos pero ineficaces, por abandonar los complejos intereses que en definitiva provocan las conflagraciones. Por eso, se le ocurre presentar la posibilidad de un nuevo pacifismo que recoja el ideal de la “paz perpetua”, pero que sea capaz de complementarlo con una visión “realista” de las fuerzas mundiales. Se correspondería entonces “con la posición de la República Argentina en un mundo desgarrado y convulso”.
Y así, empalmando con la doctrina estatal exhibida por el cuerpo doctrinario oficial de aquellos años, Astrada descarta y alega: “No lucha de clases ni pugna suicida de dos imperialismos, sino la tercera posición, cifrada en la convivencia justa de las clases y conciliación, si no renuncia, de los intereses y aspiraciones hegemónicos”. Juzga que ésta es una “verdad argentina, nacida de las entrañas del alma argentina” y termina citando a La Eneida: “¿A qué conducen tan grandes luchas, por qué no concertar la paz?” Pues bien. ¿No es momento de revisar y poner en orden estos viejos papeles –hay muchos más, Scalabrini, Drago, el yrigoyenismo clásico–, ahora que el mundo oferta nuevas dimensiones belicistas, donde el cerco a la movilidad de las personas, las etnias y las comunidades errantes llegó a ser considerado casus belli?
Es seguro que nuestro país necesita entonces un elenco de revisionismos históricos de otro cuño, para revelar en sus cartílagos de la memoria, los accesos vitales al pacifismo fundamentado pero conocedor de las raíces sociales y tecnológicas de la guerra. Un punto de partida aceptado por todos puede ser El crimen de la guerra, de Alberdi, escrito al comenzar la guerra Franco-Prusiana y la luz de la que se llevó contra el Paraguay. Lectura favorita de los socialistas, prima en este gran escrito una interpretación candorosa, la generalización del comercio mundial sustituye a la guerra. En verdad, la guerra es continuación de la política y el comercio, así como a la inversa, una matriz soterrada de raíz bélica reconstituye el conjunto de las acciones financieras y comunicacionales de un país. Eso dicen los estudios contemporáneos, desde Clausewitz y su reverso complementario Foucault. Alberdi no lo sabe ni le interesa, y si bien era posible pedirle más, su paso inexperto no deja de proponernos útiles enseñanzas. Puede ser cuestionable por creer que los intercambios comerciales sustituirán la guerra y que dos o tres cables submarinos valían más que cualquier campaña militar. Podría ser así, pero el autor de El crimen de la guerra despoja a esas tecnologías de cualquier compromiso con eventos bélicos, imagina canales de Suez meramente saintsimonianos o proudhonianos, sin atreverse a verlos como objetos de geopolíticas y mapamundis de guerra.
Pero es el primer libro argentino que consagra una visión de lo que luego –con palabra irrisoria– se llamaría globalización. Alberdi es un estudioso del derecho de gentes, adverso a las doctrinas del holandés Grocio que en su obra Sobre el derecho de la guerra y la paz abandona la idea de guerra justa a la que ve como un acto inevitable más allá de su justicia. “Justus hostis”, dirá, considerando que los enemigos tienen asentados los mismos derechos, de lo que se desprende un derecho de guerra, más un cierto y relativo humanitarismo en los campos de batalla. Alberdi ronda en cambio sobre la idea de paz perpetua, basada en el flujo planetario de mercancías, y sin desconocer a Kant, le atribuye –correctamente– ese concepto al abate de Saint-Pierre. Este intelectual jesuita se inspira en los tratados de Utrecht de 1712, específicos en torno a las guerras de sucesión en España, pero también con fuerte repercusión en América.
La clave en la que se fija Alberdi para denostar al guerrero son las ideas que percibe como desaconsejables, de gloria o heroísmo militar. Prefiere los héroes comerciales o los técnicos industrialistas. Elige especialmente al ingeniero norteamericano Weelwright, constructor de ferrovías argentinas. Como desprendimiento de sus afanes juveniles para considerar la moda, condena Alberdi el signo mayor de la fisiognómica militar, el bigote. No escatima recelos hacia San Martín, relativizando sus aciertos militares, aunque después tendrá actitudes más conciliadoras. Actúa Alberdi en el sentido contrario al general historiador Mitre. Con Alberdi comienza un anticipo de la Argentina en el camino sistematizado de su destino liberal atlántico, ligada a Gran Bretaña, pero esta idea que mutará luego en el fallido concepto de “globalización” señalaría otra forma de su destino, una paz que exige acuerdos entre naciones, y una coligación entre ellas para conjurar los aprestos bélicos.
El neutralismo ante las guerras mundiales es el próximo capítulo de debate. A diferencia de Lugones, Manuel Ugarte será “neutralista” en la Gran Guerra. Lugones en cambio expresará en Mi beligerancia (1917) su posición aliadófila inmersa en una indagación como las que ya había practicado en sus análisis de mitologías paganas y del mundo helenístico: el “pangermanismo” sería heredero del “dogma de obediencia” de origen asiático, mientras que las naciones latinas y sajonas, herederas del gran paganismo, se debaten en el drama de preservar sus fibras de libertad laica y mistérica, siempre acechadas por el asiatismo que penetra por doquier. Otros nombres deben ser mencionados, pues hacen a los territorios más visibles en que se mueve la vida intelectual argentina: también Ricardo Rojas e Ingenieros, entre los más notorios, son los agitadores del clima antigermanista. El neutralismo de Ugarte, que se mantiene firme a pesar del hundimiento de navíos argentinos por submarinos alemanes –como se sabe, Yrigoyen lo mantiene con una esforzada diplomacia y una visión realista de las estructuras económicas heredadas–, le devora porciones vastas de su popularidad de tribuno. Pero insistirá en que las posiciones políticas provienen de los hechos, y el hecho fundamental que lo guía es la existencia de poderes internacionales –dos formas de la revolución, el fascismo y el comunismo–, frente a las cuales no hay que elegir. Ugarte tomará lo que él mismo denomina “el camino de la izquierda”, pero preservando un “núcleo superior”, así lo denomina, que vendría a ser la integridad de los espacios nacionales latinoamericanos, que no logran encontrar su camino autonomista. Izquierda, sí, pero bajo un prisma que la antecede, le da vida y en última instancia la justifica: la nación.
Macedonio Fernández deja una aguda e irónica observación antibelicista en 1914, al igual que José Ingenieros. La de Macedonio dice: “Si esta Gran Guerra era indispensable para acabar con la civilización, alabada sea, pues las hermosuras del mar, del bosque, de la olorosa tierra esperan cariñosas, después que desde siglos las abandonamos por esta civilización del ladrillo, de los purgantes, del maloliente derecho pleitado de papel y tinta, del do ut des, del contractualismo miserable, del espantoso ‘entierro’ por la espantosa Compañía de Pompas Fúnebres”. Macedonio es un anarquista spenceriano, un individualista civilmente desobediente, a la Thoreau.
En 1947, el sugestivo y contradictorio filósofo Carlos Astrada, amigo de Macedonio, pero entonces de credo más estatalista y dialéctico, pronuncia una conferencia en la Escuela de Guerra Naval ante un auditorio de oficiales de la Marina argentina. La titula “Sociología de la guerra, filosofía de la paz”. El texto de Astrada está inmerso en el contorno de asuntos que agita el primer gobierno de Perón y se edita en la forma de un folleto que lleva el escudo de la Universidad de Buenos Aires, de cuyo Instituto de Filosofía el mismo Astrada era director. No podemos pasar por alto la necesaria observación sobre la extrañeza y excepcionalidad de esta situación. Simplemente, no existen en la Argentina las piezas oratorias que, dirigidas hacia las Fuerzas Armadas, tengan el patrocinio de un ámbito ligado la universidad. Carlos Astrada, según su modo habitual, no escatima citas sapientes para abonar su tesis de mantener una paz fecunda, no instrumental y civilizatoria, presentada como una tarea nacional inexcusable. Luego de elogiar la tarea del ejército, dedicando párrafos entusiastas a la Campaña del Desierto –“hasta el último fortín llevó el espíritu de las instituciones”– convoca a una batalla “por la conquista de la frontera marítima”, que menciona con una metáfora, la “pampa oceánica”, para anexarla así al conjunto de su metafísica del impulso ontológico pampeano. Luego, en uno de sus tantos virajes, condenará la Campaña del Desierto.
Sin duda, el filósofo está hablando desde la oscura densidad del Estado, donde cree poder percibir necesidades y tareas, comenzando por la de él mismo, perorándoles a las armas y vinculando la función filosófica a la identificación de “un destino para nuestra vocación de grandeza histórica”. ¿Y qué escuchan esos marinos en relación con el tema de la guerra, en medio de citas de William James, Aristóteles, Kant, Spencer, Max Scheler y Marx? En primer lugar, el razonamiento que acentúa la envergadura del “genio del corazón” frente al héroe militar, “que no está dicho que sea el más alto modelo para el hombre”. En segundo lugar, que al no estar la guerra en la esencia de la naturaleza humana, la “paz perpetua es verosímil”, aunque ello no suponga defender un pacifismo spenceriano, mera mercancía mercantilista, positivista, utilitaria y librecambista. Por lo tanto, no paz burguesa pues ella reduce a factores económicos el hecho bélico, error que asimismo envuelve a los marxistas. Carlos Astrada, como si el tiempo fuese una alfombra que de repente se retira de esos discursos que parecían tan bien abotinados, queda ahora solo con sus palabras sobre la paz perpetua acompañado con un dejo de “realismo prusiano”, como autor de uno de los pocos documentos dirigidos a las Fuerzas Armadas argentinas que gozan del sello reglamentario de otra institución de la esfera estatal, la universidad pública.
Si en ese año de 1947 Carlos Astrada había concurrido como conferenciante a una escuela militar es porque había ido allí en nombre de la filosofía. No para hablar de revoluciones que contarían como aliado a un seleccionado grupo militar dispuesto a sofrenar imperialismos y oligarquías –de hecho, les hablaba a los futuros golpistas del 55–, sino para barnizar con una reinterpretación del humanismo kantiano el conjunto de las posibilidades que ya percibía potencialmente incluidas en la vida estatal del momento, tal como ella manifestaba sus anuncios de soberanía. El tema de Astrada no es la revolución nacional –expresión que ya circulaba en la política argentina–, sino una reflexión scheleriana, sobre valores afectados por el nuevo modo tecnológico e imperialista de las guerras, que lo eran de exterminio y de conquista de mercados, según el concepto de “movilización total”, que Astrada critica pues ya lo ha leído en Jünger. Sin embargo, podía considerárselo una crítica por elevación a Perón, que poco tiempo antes, en un foro universitario, en la Universidad de La Plata, año 1944, había relacionado la defensa nacional al dominio de las potencialidades industriales internas y a la movilización entera de los “recursos estratégicos de la nación”. En el anecdotario de Perón existe la chanza del “león herbívoro”, que no pudo cumplir con pertinencia final, pero que revelaba tamabién que su formación clausewiztiana suponía discursividades específicas, batallas simbólicas y ataques metafóricos. Su idea de la movilización, que había virado hacia lo social, era cuestionada sin embargo por Astrada, como un injerto militarismo en el cuerpo de las acciones colectivas de justicia.
De este modo, el coronel hablaba de su tema –del cual durante no pocos años había sido profesor–, mientras que el profesor de filosofía retomaba la cuestión del discurso de la guerra. Ponía sobre él, con cierto regusto del Alberdi de la “conquista filosófica de la conciencia nacional”, por entonces un joven herderiano, aunque también del Lugones de 1913, la imaginaria y afectada superioridad del filósofo o del poeta que razonan a la altura del logos universal. Cree Astrada que en el futuro las guerras serán “guerras de raza” –entre la raza blanca y la amarilla, o entre la negra y la blanca– o, si no, en lo que sería la manifestación más inquietante de un nuevo horizonte bélico de la humanidad, “guerras de clases a empeñarse entre el comunismo euroasiático y el capitalismo occidental representado hoy por los núcleos plutocráticos extra-europeos”. Luego de descartar otras formas de pacifismo que encubren, de manera diversa, intereses particularistas no declarados, Astrada invoca a la doctrina estoica, la Stoa, que alude al entendimiento entre todas las esferas culturales de las diversas regiones del orbe, aunque estos pensamientos suenan bellos pero ineficaces, por abandonar los complejos intereses que en definitiva provocan las conflagraciones. Por eso, se le ocurre presentar la posibilidad de un nuevo pacifismo que recoja el ideal de la “paz perpetua”, pero que sea capaz de complementarlo con una visión “realista” de las fuerzas mundiales. Se correspondería entonces “con la posición de la República Argentina en un mundo desgarrado y convulso”.
Y así, empalmando con la doctrina estatal exhibida por el cuerpo doctrinario oficial de aquellos años, Astrada descarta y alega: “No lucha de clases ni pugna suicida de dos imperialismos, sino la tercera posición, cifrada en la convivencia justa de las clases y conciliación, si no renuncia, de los intereses y aspiraciones hegemónicos”. Juzga que ésta es una “verdad argentina, nacida de las entrañas del alma argentina” y termina citando a La Eneida: “¿A qué conducen tan grandes luchas, por qué no concertar la paz?” Pues bien. ¿No es momento de revisar y poner en orden estos viejos papeles –hay muchos más, Scalabrini, Drago, el yrigoyenismo clásico–, ahora que el mundo oferta nuevas dimensiones belicistas, donde el cerco a la movilidad de las personas, las etnias y las comunidades errantes llegó a ser considerado casus belli?
No hay comentarios:
Publicar un comentario