Juan Escobar |
Justicia
social, Doctrina Social de la Iglesia y Peronismo.
La lucha de una idea*
*Publicado
en la revista de UPCN "Aportes para la militancia" de Diciembre de
2016.
por Juan Escobar
Sólo la idea vence al tiempo. Hagamos de ella nuestro medio
esencial para la lucha interna; institucionalicemos la lucha por la idea y
usemos todo nuestro patriotismo para dar más potencia a la institucionalización
de este proceso nacional.
Juan Domingo Perón. Modelo Argentino para el Proyecto
Nacional
La
justicia social fue durante mucho tiempo una idea y no mucho más que eso.
Porque se trataba de una idea que no describía algo existente sino algo que
faltaba. Una ausencia, una necesidad, un anhelo. Y con todo, esa idea fue el
punto de partida para el desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia y la
base sobre la que se construyó el fenómeno político de masas más importante de
la Historia contemporánea: el Peronismo.
Hay noticias que
pueden llamar la atención, no por el alcance de sus repercusiones, sino
extrañamente por el silencio que se genera en torno de ellas a nivel de la
comunicación masiva, y de manera consecuente, en la opinión pública en general.
El 26 de noviembre
de 2007, por resolución 62/10, la Organización de las Naciones Unidas decidió
establecer el 20 de febrero como Día Mundial de la Justicia Social. Una noticia
que pasó inadvertida entre nosotros y aún hoy es desconocida para casi todos.
Algo que resulta más llamativo por tratarse de una idea que define nada menos
que la identidad de los peronistas, particularmente tratándose de un colectivo
social tan afecto a las efemérides.
Sólo la idea
vence al tiempo. El caso de la justicia social viene a confirmarlo. Las ideas
tienen eso. Trascienden a sus creadores, pueden venir desde el fondo de la
historia y llegar hasta nuestro presente. Como si sobrevivieran, saltando de
cabeza en cabeza, en el afán de realizarse, de convertirse en una realidad
efectiva, como dice nuestra querida Marcha.
El recorrido de la
idea de justicia social se inicia con un sacerdote jesuita, hace poco más de
siglo y medio. Para cobrar un renovado protagonismo en nuestros días, de la
mano de otro integrante de la Compañía de Jesús. Jorge Mario Bergoglio, el
primer jesuita en ser consagrado Papa y conocido mundialmente con el nombre de
Francisco.
Entre uno y el
otro, hay un recorrido de la idea que pasó por el Papa León XIII, los
socialistas ingleses, Jean Jaurés, Alfredo Palacios, el constitucionalismo
social, Juan Domingo Perón, el Concilio Vaticano II, los documentos de Medellín
y Puebla, en una revisión que lejos de ser exhaustiva, constituye apenas un
pálido reflejo de esa trayectoria.
Hoy, que la
globalización de los mercados multiplica la pobreza y la marginación en cada
lugar donde hace sentir su influencia, el Papa Francisco constituye sin lugar a
dudas el abanderado de la justicia social a nivel planetario. Pero también es
cierto que aquel jesuita con quien se inició la historia de esta idea, no era
cualquier jesuita. Porque Luigi Taparelli, que de él se trata, aunque para
nosotros sea un ilustre desconocido, fue uno de los intelectuales católicos más
importantes de su época, cuyo reconocimiento e influencia trascendió -por
mucho- el tiempo de su vida.
Nacido en Turín en
1793, desarrolló todo su trabajo teórico sobre la base de la Suma Teológica de
Santo Tomás de Aquino y fue el inspirador de la restauración del estudio de
esta obra como pilar de la formación sacerdotal en toda la Iglesia.
Santo Tomás hacía
la distinción entre la justicia conmutativa (que debe gobernar las relaciones
entre las personas y que depende de la igualdad básica de las partes en un
acuerdo) y la justicia distributiva (que gobierna la relación entre la
comunidad y cada uno de sus integrantes). A ese esquema, Taparelli viene a
incorporar una tercera categoría: la justicia social. Lo expone en su libro
“Ensayo teórico del derecho natural fundado sobre los hechos” publicado entre
1840 y 1843.
Lo que plantea
básicamente es que todos los seres humanos son iguales en lo esencial y
distintos en los detalles. Que eso esencial que tenemos en común es la
humanidad, la pertenencia a una especie creada por Dios a su imagen y
semejanza. Que como vivimos en comunidad, el bien superior es el bien común. Y
dado que por las desigualdades existentes es inevitable la colisión de
intereses, debe prevalecer el interés que es más universal y que por esto mismo
está más cerca del bien común. Dicho en pocas palabras, debe prevalecer el
interés que refiere a la atención de las necesidades básicas y la dignidad de todos
y cada uno de los integrantes de la comunidad.
Lo más importante
del caso es que decía esto en un contexto signado por las consecuencias de la
Revolución Industrial que cambió violentamente la fisonomía de las ciudades más
importantes de Europa y Estados Unidos. La aparición de la fábrica con sus
chimeneas y sus obreros, promovió la superpoblación de las ciudades
industriales. Chimeneas y desechos industriales que fueron contaminando el aire
y las aguas. El hacinamiento estuvo acompañado de la aparición de una creciente
pobreza urbana, integrado por los excluidos del floreciente Orden Industrial.
Por otra parte, el sistemático abuso de posición dominante por parte de los
empresarios industriales imponía a los trabajadores penosas condiciones de
trabajo que los mantenía siempre al borde de la supervivencia. Eran tiempos en
que el movimiento obrero se encontraba en plena etapa de organización para la
defensa de los derechos de los trabajadores.
El libro de
Taparelli marcó un antes y un después en la visión de la Iglesia sobre las
cuestiones terrenales, por lo que puede considerarse el antecedente inmediato
más importante de lo que se dio en llamar la Doctrina Social de la Iglesia. Y
no sólo porque fue uno de los textos de referencia para el Papa León XIII al momento
de redactar su encíclica Rerum Novarum. Sino porque era nada menos que
el libro de cabecera del Papa Pío XI, que lo caracterizaba como una “obra que
supera toda alabanza”. Por eso no es casual que haya sido en la Quadragesimo
Anno de su autoría, donde la idea de justicia social aparece por primera
vez en una encíclica papal. Pero ya estamos en 1931 y hay un par de cuestiones
previas que nos parece necesario comentar por ser útiles a nuestros fines.
A fines del siglo
XIX, la idea de justicia social encuentra un campo fértil en el movimiento
socialista. Particularmente en el socialismo “fabiano” inglés y en el
socialismo francés.
Dentro del
socialismo francés, el político reformista Jean Jaurés encontró en la tarea
legislativa un camino para que la justicia social dejara de ser solamente una
idea para empezar a concretarse a través del reconocimiento de derechos a los
trabajadores. “Nunca separé la República de las ideas de justicia social, sin
la que sólo es una palabra”. No era cuestión de esperar al triunfo de la
revolución socialista, sino que se trataba de avanzar en el sentido de la
justicia social, aún en el marco de lo que solía llamarse “el orden burgués”.
Así fue que impulsó las primeras leyes sociales que incluían la libertad
sindical, la protección de los delegados obreros y la jubilación para los
trabajadores, entre otras.
La acción de Jean
Jaurés ejerció una influencia determinante sobre quien se proclamó “el primer
diputado socialista de América”, el por entonces joven abogado Alfredo Palacios.
Y en gran medida fue el modelo que siguió para su acción política. Con él, la
idea de justicia social desembarcaba en la política argentina. Y no sólo eso.
También a los claustros universitarios, donde se constituyó en el gran promotor
del derecho laboral en nuestro país, a partir de la creación de la cátedra de
Legislación del Trabajo y sintetizando su pensamiento en el libro “El nuevo
derecho” de 1920.
Un año antes, en
1919, se había creado la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuyo
primer considerando establecía que “la paz universal y permanente sólo puede
basarse en la justicia social”.
Como parte de su
trabajo legislativo Alfredo Palacios fue el autor de las dos primeras leyes
laborales sancionadas en nuestro país: la Ley de Descanso Dominical y la
Reglamentación y Protección del Trabajo de Mujeres y Niños. Impulsó
entre otras tantas la ley que estableció la Jornada Laboral de 8 horas y
la primera Ley de Accidentes de Trabajo. Pero sucedía que aún cuando sus
proyectos llegaban a ser leyes, éstas no se traducían en transformaciones
concretas dentro del ámbito laboral. Porque no contaba con la decisión política
del gobierno para aplicarlas y los sindicatos no se encontraban legitimados
para exigirlo. Dos cuestiones que cambiarían recién con el advenimiento del
peronismo, que reforzó los cimientos esbozados por Palacios y continuó
construyendo sobre ellos.
A las leyes y los
derechos, el peronismo llegó para incorporar la importancia de la organización.
Pero no cualquiera, sino la organización social autónoma para la defensa de los
intereses comunes. Primero de los trabajadores y luego de cada segmento de la
sociedad. Una concepción que se sintetiza en la idea de Comunidad Organizada.
La acción del
entonces Coronel Perón al frente de la Secretaría de Trabajo y Previsión es lo
suficientemente conocida. La justicia social, por primera vez en nuestro país
era asumida como una política de Estado desde el gobierno. Su llegada a la
presidencia la convertiría también por primera vez en el eje de toda la acción
gubernamental. Hasta llegar a consagrarse en la reforma constitucional de 1949,
máxima expresión del constitucionalismo social argentino.
Los sindicatos
fueron institucionalizados como sujetos legítimos de derecho colectivo para
defender los intereses de los trabajadores. Y como derivación lógica, para
participar en paritarias arbitradas por el Estado para definir las condiciones
del contrato laboral.
Esta conjunción
del derecho individual y el derecho colectivo, así como la participación en negociaciones
colectivas, configuran posiblemente la mayor innovación del peronismo
histórico, al tiempo que su legado más perdurable y que explica en parte su
proyección hasta nuestros días. Al punto de que la idea de Comunidad Organizada
puede entenderse como el ámbito de la negociación colectiva de los diversos
segmentos sociales organizados de manera autónoma y con el Estado como árbitro
entre las partes y los intereses en pugna.
Perón demostró que
la justicia social había dejado de ser sólo una idea y que su realización
-además de deseable- era posible y esto se expresaba en las proporciones en que
se distribuía la riqueza, por partes prácticamente iguales entre el capital y
el trabajo. Un esquema de distribución que sobrevivió dos décadas tras el
derrocamiento del primer peronismo.
Hasta que en 1976
cayó sobre nosotros la Globalización, con la dictadura más sangrienta de la
historia argentina y su ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz. La
Globalización ya había aterrizado en el Chile de 1973 con Pinochet y Milton
Friedman, por lo que ambos países trasandinos tuvieron el cruel privilegio de
ser elegidos como el laboratorio de un modelo de sociedad que luego se
aplicaría a la Inglaterra de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Ronald
Reagan. Y que a partir de allí regaría su lluvia ácida a prácticamente todos
los pueblos del mundo.
En el medio, la
idea de justicia social seguía creciendo en el marco de la Doctrina Social de
la Iglesia. Recibió un fuerte impulso con el Concilio Vaticano II, convocado en
1959 por el Papa Juan XXIII. Con sus derivaciones en nuestras tierras,
fundamentalmente los encuentros organizados por el Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM), que agrupa a los obispos de la Iglesia Católica de
Latinoamérica y el Caribe. En particular, el que tuvo lugar en Medellín
(Colombia) en 1968 y el que se realizó en Puebla (México) en 1979, que
significaron un verdadero punto de inflexión para la Iglesia Latinoamericana
con una decidida opción por los pobres y el compromiso social activo en cada
comunidad.
Una mención aparte
merece el quinto encuentro realizado en São Paulo, Brasil en 2007, de cuyo
“Documento de Aparecida”, el Cardenal argentino Jorge Bergoglio fue uno de sus
principales redactores.
Hoy sin dudas la
Justicia Social cuenta con un portavoz de estatura mundial. El Papa Francisco
es ante todo un hombre que ha llevado la Doctrina Social de la Iglesia
nuevamente a un primer plano excluyente en la medida que está presente en cada
uno de sus mensajes, de sus gestos y de sus actos. Para orientar a las
comunidades humanas hacia un mundo mejor, que es decir un mundo con menos
sufrimiento. Con una calidad de vida satisfactoria, que no solamente incluya la
atención de las necesidades materiales, sino con un sentido más pleno, que
incorpore a su vez las necesidades espirituales y culturales de los Pueblos. En
otras palabras, para que las mayorías populares vivan mejor. Planteando límites
morales a la dinámica de un capitalismo cegado por un insaciable afán de lucro
para el que la vida de las personas no es una cuestión a tener en cuenta.
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