Horacio González |
González reflexiona sobre las
recientes apariciones de Cristina Fernández y sus consideraciones sobre el
poder: “es la excepcionalidad del luto y retiene también desconocidos
despliegues de éxtasis colectivo, que son centellas que pueden pasar sin que
las percibamos. Ya antes insinuaba la fugacidad de las cosas, la vanidad
suprema con que el poder hacía creer en una insustancial inmortalidad. Ahora,
sus apariciones deben ser sorprendentes, menos vinculadas a estrategias futuras
basadas en astucias archisabidas, que a acontecimientos que desencajen los
entumecimientos existentes, por más que se confundan con pensamientos
economicistas (“cuando hagan click los tarifazos, etc.”)”. Es que, “se calificó
a sí misma como una política sin “planificaciones previas”, que toma con
intensidad momentos específicos, no necesariamente sometidos a moldes
temporales de larga duración, afirmando, de forma más notable, que no es “una
política de oposición”, sino una "política de construcción".
Creo que no está mal ese enfoque, que la llevó a juzgar a Putin como “un líder moderno de la era de Perón”, o sea figuras únicas y fuertes, y no comités centrales (como China) o el aparato industrial-militar como EE.UU. (“donde no importa quien gane”), o si no ese islamismo radical, “el difuso Estado Islámico”. A estos últimos los calificó de liderazgos posmodernos, mientras el de los estilos personales fuertes, Chávez, Perón, Putin, de “modernos”. Aunque sorprenda esta clasificación, y no parezca carente de pertinencia, parecería necesario agregar que ambas se combinan tanto en el tiempo como en el espacio, y finalmente modernidad y posmodernidad se entrelazan con liderazgos del “secretario general” o del “presidente”, sostenidos en fuertes tecno-burocracias militares e industriales. La expresión posmoderno alude, sin duda, a ciertas sustracciones: de huellas personalistas, de contactos inmediatistas entre líderes y pueblos, de la persistente mención de las ideologías. Temas siempre frecuentados, independientemente de que se los califique de posmodernos. Este vocablo no tendría ninguna relevancia en las actuales situaciones de crisis en Brasil y Venezuela, donde, si es por emplear esa terminología, había misturas de aspectos modernos con posmodernos.
No obstante, esta dualidad no visitada antes por Cristina en sus discursos –pre y post finalización de su ciclo presidencial– no demoró mucho en revertirse sobre unas reflexiones en torno al poder, donde expuso una serie de reflexiones que partían de su experiencia personal. Se calificó a sí misma como una política sin “planificaciones previas”, que toma con intensidad momentos específicos, no necesariamente sometidos a moldes temporales de larga duración, afirmando, de forma más notable, que no es “una política de oposición”. ¿Qué se debía entender por esto? No que fuera oficialista, tan luego ahora –que venía de considerar un “Estado policial” al actual gobierno–, sino que era una “política de construcción”. Esta definición estaría por encima del par oficialismo-oposición, por lo que se hacía necesario encontrar para ese construccionismo (una suerte de meta-política) un lugar no trivial, no fijado en un espacio-tiempo fijo ni en una identidad programática predefinida a los sucesos incalculables o inesperados que caracterizan su mirada. ¿Posmodernismo también?
Si acudimos al modo en que se expandió ese término –como la desconexión de cada acontecimiento singular con el supuesto respaldo de su trama social ya determinada—, tenemos aquí otro motivo fundamental de reflexión. Esto le permitía esquivar verosímilmente una definición sobre plazos electorales. Y elevar la condición de un liderazgo por encima de las estructuras simbólicas que le son inmanentes: la Casa Rosada, el bastón de mando, la banda presidencial. (Así lo sugirió.) Las menciones escépticas al gazmoño esquema semántico de la investidura presidencial no dejan de destilar cierto matiz superior de desapego del “mundanal ruido” de la política. Podemos admitir que es cierto que el poder no está donde se rubrican sus signos físicamente más evidentes (su característica es esencialmente arenosa, escurridiza y enrollada en sus propias localizaciones aleatorias, en su inaprensible forma de “couchear”), y que siempre se halla ligado a fuerzas productivas y discursivas que suelen evitar los protocolos más visibles, por lo que gozan muchas veces de su propia “supresión de honores”. Y siguen la ruta de ese goce insospechado.
Pero no se pueden abandonar tanto los signos tradicionales del poder, su rostro no abstracto, aunque al mismo tiempo es indispensable prestar mayor atención a las nuevas formaciones abstractas, financiero-comunicacionales-jurídicas, que constituyen un trípode que aseguran para el actual gobierno de grandes financistas y empresarios la “suma del poder público”. Así dicho, esto ocurre por segunda vez en la historia nacional luego de la practicada por Rosas. Es la idea que de alguna manera asoma en lo que Carl Schmitt llamó “dictadura soberana”, en cuanto no pretende un período de excepción para volver a la Constitución, sino que marcha hacia la consagración de un nueva Constitución: la norma social convertida en gobierno de los bancos, con los ciudadanos convertidos en bancos de datos y los datos en micro-expropiaciones de las formas de vida y de la vida de las ideas.
Nada parecido a los balbuceos para enmendar ciertos artículos de la Constitución en la época de Cristina, bajo la sospecha de su reelección, lo que ahora parece un juego de niños, pues la Constitución hacia la que se marcha hoy estaría sostenida por una idea de individuo que el Estado identifica como un cuerpo que posee rasgos productivos, consumistas y de conciencia que no solo el Estado conoce, sino que el mismo Estado se convertirá enteramente en ese conocimiento, un Estado chupadero de individuos-datos. Datos cuyo resultado analizan los comisionados de la administración de las cosas, en los servicios secretos, en los bancos de antecedentes, en los archivos personales catalogados informáticamente y en todo lo que emana de los cuerpos biopolíticos atomizados y controlados –para utilizar la distinción de Rancière– con un tipo especial de policía. Lo policial sería “un dispositivo social donde se anudan lo médico, lo asistencial y lo cultural”, y agreguemos, lo jurídico, lo financiero y el “management” artístico, que el macrismo, fingiendo inocencia, expresa con su profunda raíz clasista y represiva. Con rostro familiar, echarpe de vicuña contra el frío y de diccionario turístico: ¿no es capaz de explicar que gauchada viene de gaucho y las tribunas de La Rural le conceden el aplauso de los taitas de cartón, talonarios y papers? Alguien capaz de transmitirnos tales novedades puede ser capaz de todo, y lo es.
Cristina reapareció pensando la política sobre las coordenadas de la vida inmediata y la muerte posible. Con palabras parecidas a esta glosa, lo ha dicho. La muerte de su marido la llevó a una nueva reflexión sobre el poder, entendiendo al fin que el poder es la excepcionalidad del luto y retiene también desconocidos despliegues de éxtasis colectivo, que son centellas que pueden pasar sin que las percibamos. Ya antes insinuaba la fugacidad de las cosas, la vanidad suprema con que el poder hacía creer en una insustancial inmortalidad. Ahora, sus apariciones deben ser sorprendentes, menos vinculadas a estrategias futuras basadas en astucias archisabidas, que a acontecimientos que desencajen los entumecimientos existentes, por más que se confundan con pensamientos economicistas (“cuando hagan click los tarifazos, etc.”). Esto no la exime de una consideración más sensibilizada hacia numerosísimos dirigentes y organizaciones sindicales que han acompañado las vicisitudes más dramáticas del período anterior, ni debe ahorrarle la obligación de mayores visualizaciones de las áreas críticas que deben ser asumidas como déficits de cálculos políticos, déficits de éticas en los procedimientos y acciones, y déficits en el ahondamientos de la conciencia políticas de los compañeros de travesía.
Si hay un empeño de conservar ciertas terminologías, no hay problema para decir que su lugar es en el cruce casi impalpable de lo moderno y lo posmoderno. Podríamos, sin embargo, decirlo mejor. Su lugar es el lugar del acontecimiento en sí, y como una de las formas del acontecimiento podría ser la capacidad de atribuirse un saber sobre la candidez, el mito, la perseverancia y la necedad –siempre con el fantasma de la muerte rondando–, y así, en sus discursos sería necesario que haya una mayor gravedad (la tienen) pero también que pierdan un innecesario tono desdeñoso (esas derivaciones autodeslizantes donde la ironía ya peligra en convertirse en literal). Los muy jóvenes (los chicos de 15 años que “saben unirse por sus reivindicaciones”) pueden no ser criticados, pero eso se completa con los viejos hijos del mito, con los perseverantes y los necios (a los primeros, debe confrontarlos con la posibilidad y los obstáculos del mito; a los segundos reconocerles el esfuerzo de tantos años; a los últimos apartarlos, si es posible, de sus conocidas triquiñuelas). Para esas tantas tareas es que se debe dar testimonio de que “no hay un proyecto lineal establecido de antemano” (palabras más o menos, así conceptualizaba Cristina su idea de un liderazgo), pero sí una pasión que “descubro recién ahora”, la que “ni sé cómo formular”, que seguramente será obra compartida y dialogal, abierta a la crítica y a la sorpresa. Ciertamente, las nuevas mayorías ciudadanas-trabajadoras, sin saberlo lo saben.
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