Isla Martín García |
Horacio González reflexiona a partir de las islas Martín García y Malvinas, la densidad de la historia nacional, o de la propia naturaleza de islas, donde radicar una utopía, a la manera de Thomas Moro, o la Argirópolis, que pensó Sarmiento, como la Washington Argentina, cabeza, de los "Estados Unidos de Sud América". Yrigoyen, Alvear, Perón y Frondizi fueron remitidos allí, con el objetivo de sanear, lo que ocurría en el continente “La isla es la utopía del reinicio crítico, del punto de partida renovado que pueda corregir o poner a prueba lo que se ha abandonado, las grandes masas territoriales pobladas de perdiciones y muchedumbre extraviadas”, dice. Al contraponer “la literatura de inclinación moral”, con “el utopismo de carácter político” en torno a las islas, puede advertirse la reinvención política, que hace la literatura, y la reinvención literaria que hace la política. Como no relacionar este texto, con la famosa frase de Hegel: “Todo lo real es racional, y todo lo racional es real”, es que en González, la trama literaria del estilo, como en Hegel, la trama racional de su metodología, se vuelven sugerencias histórico políticas. Más allá de las notables diferencias, entre ambos, para vagos peronistas, el articulista, como el filósofo alemán, se vuelven fuentes de inspiración permanente, para pensar el pasado, el presente, y el futuro de la argentina, no en la simpleza de una mirada irreal, sino en su diversa complejidad.
Horacio González |
Pensamientos en el banco de arena Por Horacio González
¿Martín García puede seguir ilusionándonos? Una isla tiene el atractivo de su pequeñez, su fragilidad, su arcano. Julio Verne aprovechó todas estas notas para su Isla misteriosa, y la posibilidad de la isla para situarse como base territorial topográfica –siempre subrepticia – para poner a prueba toda la civilización la encontramos en los célebres escritos de Defoe, Swift, Thomas Moro y Stevenson. En la isla se produce un fenómeno lleno de encanto, que consiste en la posibilidad de hallar lo que el continente no posee, pues en él ya funciona todo y todo se halla desarreglado. La Isla ofrece la posibilidad de un segundo nacimiento, la oportunidad de una fundación correctiva de lo que la civilización había enviciado. Por eso isla y utopía no son ideas diferentes, sino intercambiables, preparadas desde siempre para una mágica fusión. La “utopía de la isla” se compondría entonces de la posibilidad de un reinicio del plan comunitario de vida desde la soledad y el aislamiento de un puñado de personas, incluso de una sola, un ser aislado, que acaso con su perrito, único acompañante, pueda pensar el orbe complejo y lejano otra vez. La isla es la utopía del reinicio crítico, del punto de partida renovado que pueda corregir o poner a prueba lo que se ha abandonado, las grandes masas territoriales pobladas de perdiciones y muchedumbre extraviadas.
Pero si tal cosa ocurre en la literatura de inclinación moral, tenemos que ver si hay alguna diferencia con el utopismo de carácter político en torno a las islas. Es aquí que vienen a la memoria dos islas que, en verdad, estando allí alojadas antes que en ningún otro lado –la memoria siempre es previa, no póstuma, como se cree-, representan la forma viva del reinicio, el reintegro, la criatura desubicada, extraviada o sustraída, que atestigua sobre una totalidad distante y frustrada. ¿Algo de eso ocurre con las islas de Martín García y Malvinas? Estando tan comprometidas ambas situaciones con cuestiones geopolíticas, de historia del colonialismo mundial y las disputas por pequeños enclaves marítimos o fluviales del siglos XIX y XX, poco podrían aportarnos al sentido por el cual una isla misteriosa propone soluciones intempestivas a las derruidas sociedades de las que las separan una porción de río o de mar, tan cercanas o lejanas como fueren. El caso de Martín García ofrece una visión amable de todos estos temas, pues su situación real nunca ha cambiado demasiado, si bien hubo batallas navales a su alrededor hace un siglo, y en su momento estuvo un largo período bajo la regencia militar de Francia. Pero en sustancia ha sido un testigo inocente y cercano de una historia mayor, lugar de declarante rutinario de acontecimientos resonantes que la tocaban, a la isla, de un ramalazo más que ocasional, no un mero residuo turbio de hechos mayores, sino cosas algo acrecentadas. Su digno lugar de enclave geopolítico como “llave” de la navegación de los ríos del Plata hacia el Orinoco, era retirado siempre bajo esa noble grandilocuencia para fijarlo en su destino de presidio calificado. Una institución de esa índole nunca es marginal, sino el espejo invertido de un drama social o político. Es sabido que Yrigoyen, Alvear, Perón, Frondizi fueron allí remitidos, encarcelados o refugiados, como forma de resolver la tensión que se radicaba a pocos kilómetros, donde realmente importaban las cosas. ¿A cuántos kilómetros está Martín García de la Plaza de Mayo? Muy pocos, pero en realidad la separan enormes extensiones de la imaginación geográfica, territorial y marítima.
La cárcel de la Isla, que funcionó entre 1755 y 1962 |
Martín García no es una isla sedimentaria, pues sus rocas son de pleistoceno, o de una era que pronunciaríamos con palabras geológicas similares a esas. Pero es también sedimentario, atrae hacia sí limos infinitos, como ocurre desde hace no muchas décadas con la reserva ecológica de la Costanera Sur, que es como una Isla Martín García parasitaria de la ciudad, donde crece la “biodiversidad”, rara palabra nueva en la que no pensaba el despensero de la expedición de Solís, que al parecer le da nombre a la Isla, pues allí fue enterrado, en la tumba del “despensero desconocido”. La diversidad de Martín García es menos biológica que histórica, una bio-historicidad, que de todas maneras mantiene muy firme la condición de dispensario marginal de la historia nacional. Es un eco cercano de lo que en la casa grande va ocurriendo, a despecho de su constante interés militar como puesto terrícola en las encrucijadas limítrofes que producen primero Portugal y España, luego las Provincias Unidas y España, Francia y Argentina, y Argentina y Uruguay. En 1814 se memora la batalla confusa entre Brown y Romarate. Era el fuego fluvial de iniciación de la escuadra argentina, dirigida por jefes irlandeses y marineros ingleses, que en medio de los disparos de cañón entonan la Marcha de Saint Patrick. Esta batalla tiene dos partes, donde en su primer tramo, Brown, con su flotilla levemente superior a la española se ve derrotado por el encallamiento de la fragata Hércules –había sido comprada hacía poco, la marina argentina la tiene hoy entre sus devociones-, pero luego consigue con lo que siempre se llamó un audaz golpe de mano, tomar propiamente la Isla, pues Romarate también estaba encallado. La batalla era entre hombres, pero también entre bancos de arena, que hasta hoy siguen pacientes en el mismo lugar, sin espera, acaso, nuevas guerras. Han unido las dos islas, García y Domínguez, constituido un doble apellido, construyendo una frontera terrestre entre Uruguay y Argentina, la única existente. ¿No dice nada esa acción sedimentaria a los políticos, los navegantes, los políticos o los poetas?
Martín García era, a no dudarlo, un foco esencial del pensamiento estratégico de los directores de guerra, tanto de Montevideo, Buenos Aires y Rio de Janeiro. Fue su momento de mayor gloria, y más cuando Francia la ocupa como parte de su conflicto con Rosas. Protegido por la escuadra de Luis Felipe de Orleans, de allí parte Lavalle en su campaña para tomar el continente, tan importante que era la isla con el nombre del administrador de cocina de Solís. Era una Colonia de Sacramento en medio del río. Esa sugestiva fragilidad de la isla, estar expuesta y ser sólida base de expediciones conquistadoras, le permitió a Sarmiento elegirla como base sacramental de su inescudriñable utopía de convertirla en la capital de un territorio imaginario (que lo era aun en los tiempos en que era real, el Virreinato del Río de la Plata) y ponerle un nombre de largo aliento, Argirópolis, la forma más literaria posible que podía emanar del vil metal. El trabajo de Sarmiento es tan excepcional, que puede considerarse un escrito absolutamente afín del que por aquel tiempo se convertiría en su principal enemigo: era un escrito “alberdiano”, semejante a las “Bases”, donde se hacían vastas consideraciones constitucionales, se promovía una paz interior basada en acuerdos posibles sobre la navegación de los ríos, se acentuaba el papel de lsla como vital para ese ensueño comercialista –contando con el aval de Francia, y su retiro de ese terruño fluvial, y se tejía una esperanzada idea de lo que significaría vincularse al mundo a través del flujo mercantil libre, con unas Provincias del Plata con su capital Argirópolis, remedando el papel que tuvo la ciudad de Washington en el desarrollo político de los Estados Unidos de Norteamérica. Argirópolis sería la “Washington” de los “Estados Unidos de Sud América”. Demasiado realista para ser una utopía y demasiado utópico para ser una realidad. Pero como toda utopía, estaba absolutamente grávida de todo lo que el mundo histórico real propone y opone. Sarmiento se desdijo rápido de esas especulaciones, pero como suelen mencionar muchos estudiosos, en los bordados internos de ese texto quedaba insinuado el Mercosur, siempre trastabillante, y porque no el Parlasur, si alguna vez llegase a existir. Diferencias, muchas, y también en el nombre, fuerte fantasía en Sarmiento, y ocioso pegamento de dos palabras con adhesivo un tanto forzado, en el caso del Parlasur, cosa algo disonante.
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