Apuntes sobre el kirchnerismo
Desde la necesidad de una autocrítica que explique la derrota electoral del kirchnerismo, Edgardo Mocca plantea en esta nota analizar ese momento desde el punto inicial de partida que explica la emergencia del kirchnerismo como una contingencia política, en el sentido en que lo plantea Althusser, incluso a riesgo de negarle sustancialidad histórica. La propuesta abre el siguiente desglose: en qué consistió el encuentro histórico contingente, por qué pudo adquirir consistencia, cuáles fueron sus componentes, sus alcances y sus límites, y qué puede esperarse de su proyección futura.
Por Edgardo Mocca*
(para La Tecl@ Eñe)
Existe entre nosotros, los que apoyamos a los gobiernos kirchneristas, una razonable demanda de autocrítica. Hay que apuntar de entrada que hay muchos que creen que la autocrítica es una lista de cosas que otros hicieron mal, habiendo podido hacerlas bien. Es un campo crítico para cualquier fuerza política: la derrota agudiza viejos rencores, alienta a la identidad propia –personal o de grupo-, es propicia para ganar terreno en las infaltables luchas intestinas y, por fin lo principal, suele desembocar en divisiones con el consiguiente debilitamiento del conjunto.
Acaso ayude, por lo menos en este caso, partir de los principios. Partir de la emergencia del kirchnerismo como una contingencia política, como algo que tranquilamente pudo no haber existido. Es un poco duro este principio porque significa nada menos que desacralizar la propia identidad desde la que se habla; negarle sustancialidad, necesidad histórica. No es un atributo exclusivo del kirchnerismo: si seguimos la obra del último Althusser, nos vamos a encontrar con la aleatoriedad de la historia. Con la historia humana pensada como la historia de encuentros casuales que por un encadenamiento tampoco necesario adquirieron “consistencia”. Que todo sea contingente no quiere decir que no merezca un análisis, una explicación, sino todo lo contrario, invita a pensar en qué consistió el encuentro histórico contingente, por qué pudo adquirir consistencia, cuáles fueron sus componentes, sus alcances y sus límites, cómo se explican sus peripecias, qué puede esperarse de su proyección futura.
Vamos al grano, a los orígenes. Néstor Kirchner ganó la elección presidencial en 2003 con poco más del 20% de los votos, ocupando el segundo puesto y ganando el derecho a participar en una segunda vuelta a la cual Menem renunció. Era el candidato de Duhalde, como tal lo fue de la línea “oficial” del PJ que fue dividido en tres fórmulas. Lo que llevó a Kirchner a la presidencia no fue un masivo giro revolucionario de la sociedad argentina, ni un brusco e instantáneo estallido de una memoria mítica del peronismo. Fue una mayoría popular –a la que el menemismo no le dio ni siquiera la oportunidad de presentarse como tal- circunstancial y más asociada con el rechazo a Menem que a esperanzas transformadoras más o menos claras. En pocas palabras, el kirchnerismo nació del encuentro entre una estructura, como la justicialista -que había terminado encontrando su lugar en la historia más como una reserva de orden político para situaciones nacionales críticas que como el portador de una demanda popular histórica conservada a través de las generaciones- con un liderazgo con voluntad transformadora. Desde ya que ese encuentro hubiera sido imposible sin un tercer actor que fue la crisis. Fue la crisis la que subvirtió el orden natural de la sucesión peronista, la que se devoró a Duhalde, la que volvía socialmente impensable el regreso de Menem, la que de alguna manera estaba demandando un cambio muy profundo del Estado, de la sociedad, de la cultura en Argentina.
La gran intuición de Néstor fue la de que había en la Argentina una oportunidad en cierto sentido refundacional. No había mucho margen para seguir haciendo las cosas como antes del derrumbe. La oportunidad era también una amenaza: no hubiera durado mucho un gobierno surgido como el de él que hubiera repetido la escena política y gubernamental de antes de diciembre de 2001. La transformación no era solamente oportunidad, era un requisito para que el encuentro contingente tuviera consistencia. La palabra gobernabilidad había ido modificando su sentido; en los tiempos posteriores al estallido de diciembre de 2001, la gobernabilidad no aludía centralmente a los temas clásicos de la seguridad jurídica del capital y la libertad de los negocios sino que ahora la gobernabilidad estaba en la calle, en la posibilidad de dialogar con una rebelión popular, que no estaba en su apogeo, pero cuyo potencial no se había diluido. Habría que preguntarse de modo contrafáctico qué hubiera pasado si en mayo de 2003 se ponía en marcha alguna forma de ajuste, austeridad, sinceramiento o cualquiera de los sinónimos que se refieren al saqueo del pueblo por los poderosos. Estremece un poco solamente imaginarlo. La transformación apareció en 2003 como recurso de poder. Es la famosa fortuna maquiaveliana que se encuentra con la " virtù" del líder. O como diría el tango “al taura siempre premia la suerte que es mujer”. El hecho es que hubo un viento de cola; no solamente por una coyuntura económica internacional favorable sino por una particular “disponibilidad” de la sociedad para recibir un mensaje diferente. Un mensaje populista y demagógico, como son siempre calificados aquéllos que no empiezan su discurso con la abrumadora retahíla de la herencia que paraliza sino con la promesa de no dejar las convicciones en la casa de gobierno.
Una vertiginosa recopilación nos lleva a los movimientos de Kirchner hacia la “transversalidad” que fue el doble movimiento de apertura a la unidad con mundos sociales y políticos que no giraban en torno al justicialismo y de advertencia a los díscolos del peronismo territorial de que no sería políticamente gratuita ninguna maniobra de desafío de su liderazgo. De la transversalidad al triunfo en las legislativas de 2005 de Cristina sobre Chiche Duhalde, en el contexto de una visible recuperación nacional que a esa altura estaba terminando uno de los recorridos más trascendentes de todos estos años, el de la histórica negociación de la deuda defaulteada después de la barbarie neoliberal con una quita sin antecedentes en el mundo contemporáneo. Como al pasar, digamos que la claudicación ante los buitres fue un grave punto de inflexión regresivo de aquella conquista. Se crecía, se incorporaban masas al trabajo y a la vida digna, se ensanchaba el campo de los aliados, no se soportaba un fuego intenso y permanente desde el grupo Clarín (solamente la “tribuna de doctrina” aguantaba los trapos de la “gente decente” de este país.)
El punto de inflexión fue 2008. La guerra del poder concentrado contra el kirchnerismo no se desató a causa de la resolución 125 sobre las retenciones agrarias. Había sido ya establecida como la nueva estrategia con anterioridad, como lo demuestra el brusco giro del grupo Clarín alrededor del caso de Antonini Wilson y la valija decomisada en Ezeiza. El giro estratégico del poder concentrado tenía sentido: ya no estábamos en la Argentina al borde del abismo de cinco años antes, todo tenía que volver aunque fuera lentamente a la normalidad argentina. De todos modos el conflicto agrario fue la gran escena de una transformación duradera en el clima político. El gobierno se sobrepuso a la derrota parlamentaria de su proyecto, pero la guerra político-mediática como ethos de la democracia argentina, el encono irreductible de un sector de la población contra el kirchnerismo no cesaría en el futuro. Ni siquiera cesa hoy que el kirchnerismo ya no es gobierno. La nueva conflictualidad política desató una nueva oleada de decisiones políticas, cada vez con un sesgo más intenso de recuperación de recursos para el Estado, de ampliación de derechos, de soberanía externa y de autonomía interna respecto de los poderes fácticos; la recuperación estatal de los aportes jubilatorios, la ley de servicios de comunicación audiovisual, la reforma de la carta orgánica del Banco Central y, un poco más adelante en el tiempo, la recuperación de YPF fueron algunos de los jalones más importantes. Argentina pasa en esos años a ocupar su lugar en un tablero más amplio. En la región y en el mundo. Con el compromiso con el Mercosur, la apuesta por la Unasur y el protagonismo presidencial en su interior desde una discursividad de clara oposición al intervencionismo imperial en la región y en el mundo, Cristina pasa a ser una de las referentes del proceso de transformación en América del Sur. Y desde ahí proyecta un protagonismo internacional sustentado en la defensa de las soberanías nacionales y en la promoción de una democratización de la estructura de los organismos internacionales, comenzando por la propia ONU.
Si miramos a nuestro alrededor, vamos a ver que los procesos populares contra el consenso neoliberal tuvieron como fuerza central impulsora una fuerza surgida de luchas nacionales relativamente recientes o formada específicamente para definir la puja electoral que permitió su ascenso. El caso de Lula y del PT no son una total excepción a esta regla porque aun cuando emergieron en los años ochenta, lo hicieron con una clara definición popular y de izquierda. El MAS boliviano, la alianza PAIS en Ecuador, el PSUV venezolano son hijos de las resistencias al neoliberalismo de los años noventa. El kirchnerismo que claramente forma parte de esa constelación popular de la región tuvo en el centro de su dispositivo político y electoral al Partido Justicialista, que es sin duda la expresión institucional de una memoria popular muy profunda y transformadora, pero cuya larga historia lo fue colocando en un lugar muy diferente –y en casos como en los noventa muy lejano- a sus contenidos originales. Esa especificidad kirchnerista se convierte en un factor crítico cuando llega el momento de la sucesión, ante la imposibilidad constitucional de una nueva reelección de Cristina. Las sucesiones son siempre circunstancias críticas, como entre otros lo demuestra el caso de Brasil y el de Venezuela. Pero la sucesión argentina estaba marcada por esa especificidad de la contingencia de 2003. Era la sucesión en un contexto de particular heterogeneidad; el kirchnerismo estuvo siempre –y es muy posible que siga estando en el futuro- signado por esa dialéctica de “ser y no ser” peronista. Muchos de los mejores exponentes han intentado zanjar la cuestión acudiendo a la “tradición frentista” del peronismo: el kirchnerismo, dicen, es el peronismo pero a la vez es más amplio que el peronismo, contiene a otras identidades. No está mal el argumento, es cierto. Pero es una parte de la verdad porque no da cuenta de que el kirchnerismo expresa a sectores más amplios pero tuvo y tiene una tensa relación con parte de la estructura justicialista. Y puestas las cosas en esos términos se facilita la interpretación del kirchnerismo como un giro más de la “política frentista” del peronismo, que es el caballito de batalla de la derecha peronista y también de la que no es peronista.
Aquel encuentro aleatorio entre la estructura tradicional del justicialismo y un liderazgo transformador no ha desaparecido, pero vive una crisis. Parte de esa crisis explica la derrota electoral. La explica de una manera que no acude al registro moral (los traidores, los maltratadores y todo ese vocabulario apolítico) sino a la política. Pero más importante que eso, que explica la derrota, es el hecho de que ese cruce contingente de hace trece años y su proyección hacia el futuro es lo que se está jugando en esta etapa política. Para la derecha es una necesidad fundamental la clausura del tiempo kirchnerista y una parte central de ese cierre es el surgimiento de una nueva hegemonía en el interior del movimiento peronista. Es decir un regreso al peronismo como “hecho normal de la política burguesa” y no como hecho maldito. Curiosamente la batalla alrededor del futuro del kirchnerismo imita a la historia del “posperonismo” con el que soñaron liberales de derecha y liberales de izquierda (que pensaban como la derecha) después de la caída de Perón. Otra vez la normalización, otra vez el ataque a los símbolos, otra vez la persecución judicial y la estigmatización moral. Es el “eterno retorno” de la cuestión peronista. En este nuevo capítulo la derecha no trata de perseguir ni proscribir al peronismo sino de algo muy distinto: ayudarlo a eliminar el virus que lo volvió a convertir en imprevisible y hasta impensable, y volverlo a la normalidad. Claro que la historia del peronismo, como de ningún partido o movimiento político, no es la historia de tal o cual congreso partidario, o de tal o cual acuerdo o desacuerdo parlamentario sino que es la historia de un pueblo y de una nación vistas desde una cierta perspectiva política.
Por eso el futuro del kirchnerismo no puede ser calculado especulativamente. Es parte fundamental de lo que se está definiendo en nuestro país. Y como todas las cosas políticas no las resuelve el cálculo especulativo sino el conflicto práctico.
Buenos Aires, 13 de mayo de 2016
*Politólogo, profesor de la facultad de Ciencias Sociales (UBA)
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