María Pía López |
Intelectuales, escritores, artistas, lectores se pronunciaron. Se dirigieron al actual gobierno pidiendo cuidado con la Biblioteca Nacional. Respetuosos de lo hecho en esta última década, en la que la institución resurgió como lugar activo culturalmente, plural políticamente, moderno en términos tecnológicos y capaz de cuidar lo que atesora, supieron señalar que todo eso fue creado y sostenido por un amplio conjunto de trabajadores cuyos derechos deben ser preservados, y cuyo esfuerzo y saberes son imprescindibles para el funcionamiento de la Biblioteca. Intelectuales, escritores, artistas, lectores, de muy variada inscripción ideológica, tendencias estéticas, posiciones públicas, intereses, le pidieron algo al Ministerio de Cultura. Ministerio que tendría a llevar adelante políticas que quedarían en meras intentonas burocráticas y escuálidas representaciones si no cuentan con las obras y el quehacer de esas personas que firman. Pero el Ministerio dio la espalda a ese pedido y respondió, provocativamente, emitiendo telegramas de despido, unos 250, y enviando prestos carteros a esparcir el miedo. El Ministerio dijo: no nos importa qué piensen y pidan los intelectuales, escritores, artistas, lectores. Ese desdén con la palabra pública y con los agentes que efectivamente constituyen la vida cultural se corresponde con el desprecio a los trabajadores que hacen día a día las instituciones culturales. En este caso, la Biblioteca Nacional.
El ministro parece experto en estas lides. Es un CEO. O sea, alguien que piensa lo que ve en términos de rentabilidad, que actúa con cálculos de costos y cuya única invención cultural es la escritura de telegramas de despido. Pero no es el único. Los telegramas que buscan a la gente para cortarle su destino laboral están firmados por una entidad: Biblioteca Nacional. Actualmente la dirige quien antes fue subdirectora y que manifestó quedarse para proteger las tareas y a los trabajadores que las hacen. Declaró quedarse con la renuncia presta para usar en una situación de ostensible arbitrariedad y de injusto cercenamiento del personal de la BN. Esto ocurrió hoy y con la firma abstracta de la institución que ella dirige: ¿es la suya la firma en tinta limón de esos telegramas o es la que se hará explícita en la renuncia en repudio a un avasallamiento sin precedentes ni lógica? Un avasallamiento que es también a su trayectoria, su peso en el mundo bibliotecario, su condición de profesora de la universidad pública. Los telegramas llegan -entre muchos otros- a egresados y estudiantes de Filosofía y Letras, de la misma facultad en la que ella es docente. ¿No avasallan esos envíos su propia posibilidad de dar clase, de mirar al rostro de los estudiantes, de hablar sin temblor al repudio? Incluso avasalla su derecho a caminar tranquila por la sala de profesores y los pasillos y congresos de Bibliotecología, donde se encontrará con colegas que firmaron el pedido al Ministerio y que fueron desdeñados. Esos telegramas de firma abstracta acorralan a la actual directora, que tendrá que decidir entre su propia trayectoria y el rostro que le pide el Ministerio: el de una gestora de arbitrariedades y exclusiones.
Pero también lo pone en aprietos al lejano Alberto Manguel. Que estuvo, como se sabe, en la Biblioteca Nacional entrevistando gente. Que organiza muestras a la distancia. Que da indicaciones: frena, ordena, suspende. Que dice que es director para todo eso y no lo es para resolver la cuestión fundamental: qué sucede con los trabajadores. ¿Por qué un escritor se privará de considerar el problema de la responsabilidad? ¿Por qué no se hace la pregunta por la ética intelectual que debe acompañar cualquier intervención en la vida pública, sea un escrito o la asunción de una gestión? El legado de una cultura humanista, ¿no exige el cuidado de los hacedores de la cultura? ¿Con qué rostro va a dar conferencias en el mundo cuando los asistentes sepan que dejó el camino libre para que centenares de trabajadores que crearon una biblioteca potente y hermosa fueran despedidos? ¿Cómo va a afrontar los públicos universitarios y la prensa extranjera? ¿Y no temerá encontrarse, en sus conferencias en Argentina, con el reclamo omnipresente de los despedidos? Hoy su nombre es usado para dejar las manos libres a un gerente reestructurador de empresas al que se nombró Ministro de cultura. También queda acorralado: debe elegir entre su condición de intelectual y ser el prestanombres del ajuste.
Manguel vuelve al país convocado por un Ministerio de cultura cuyo mayor aporte es instalar una política del miedo, listas negras y policías en las puertas de las sedes, y que es parte de un gobierno que no se privó de balear murgas infantiles y cerrar teatros y centros culturales. Vuelve a la Argentina no en el esplendor de su cultura sino en el páramo del cierre de los espacios culturales. Tenía la oportunidad de preservar la Biblioteca como lugar activo y pulmón de una cultura libre, pero los telegramas cierran la posibilidad de que ello ocurra, desguazando la Biblioteca. Y lo hacen tomando a Manguel como mascarón de proa. Si él no asume su obvia responsabilidad sobre los hechos, se convierte en cómplice de los mismos. No lo absolverá la historia en ese caso. Y si eso no le interesa a un ministro-CEO, sí le importa a un escritor respetado, que pasará a ser el blanco de una invectiva persistente. Cada trabajador despedido se lo recordará. Cada lector, cada visitante, cada escritor, cada activista cultural, le recordará que antes había una biblioteca viva, hospitalaria y creativa. Será imputado. Ética y políticamente. Como funcionario y como escritor.
* Ex directora del Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional.
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