viernes, 3 de noviembre de 2017

DERROTEROS, Por Horacio González


Imagen: Bernardino Avila

¿Qué decir? No debe avergonzar esta pregunta que reviste una nota íntima e incierta, al contrario del más decidido ¿qué hacer? Este último pasa a la historia como una filosofía de la praxis. El “qué decir” parece en cambio el titubeo de las almas muertas de Gogol. Lo ocurrido en estos días obliga a pensar la dimensión que tiene la ruptura de las clases populares con su representación clásica. Esto ocurre en todo el mundo debido a que el concepto de interés de clase ha quedado sustituido por la idea de pulsión, o de clases de pulsiones. Es decir, el consumo de mitologías. La atracción por pasiones fantasmáticas colectivas y –para no parecer psicologista– de fórmulas construidas para la credulidad inmediata surgida de amenazas indeterminadas. Esa indeterminación, repleta de bandos y proscripciones, momentáneamente ha triunfado. El “se robaron todo” adquiere la dimensión de un grito de guerra –según la expresión del ministro de Cultura, que por el momento ocupó la función del Ministerio de Gritos–, y una vez más nos vemos abrumados por una cuestión fundamental que toda sociedad atraviesa en los momento de mayor peligro. Se trata de la confusión entre el mito y la realidad; mejor dicho, entre una forma ruin del mito y una forma dialéctica de la realidad. 

Creadores específicos de este tipo de mitos que vulneran la libertad de conciencia son los que practican ciertos personajes de la actualidad, ellos también, a su manera, ficcionales. Uno de ellos, gracias a eso, tuvo la mitad de los votos de la Ciudad de Buenos Aires. Porcentual, tal personaje, que no es necesario nombrar, dijo primero que Maldonado estaba en Chile, “en una probabilidad de 20 por ciento”, luego deslizó de modo risueño una frase sobre el congelamiento a que habitualmente se liga a un personaje creador de una masiva literatura infantil, para luego explicar que todo lo hizo para “no asustar a la sociedad”. Para no agregarle una alarma más, para cuidarla en el sentido de no decir lo que realmente ocurría. ¿Y en qué consistía esa verdad? En que se estaba “fabricando un desaparecido”. Miseria, miseria de esta filosofía.

Primero: hay que decir que hay una gran novedad en curso, que nadie practicó hasta el momento, ni siquiera el peronismo en sus momentos dorados de los años 40. Considerar que alguien debe “proteger a la sociedad”, “darle a conocer” ciertas cuestiones en el momento adecuado y en otros no. El resultado es una intolerable infantilización del vínculo del político con la “sociedad”, que como se sabe, es bien complejo y nunca sometido a ese protectorado de la niñez. El totalitarismo real comienza con esa frase. Y segundo, la fórmula mesiánica falaz se corresponde a la forma adormeciente del mito. El mito es una forma de vida silenciosa, que está detrás de todas las cosas y que no se proclama. Quien lo hace, tarde o temprano, será devorado por las esfinges que acompañan gobiernos.

Como todos sus pozos ocultos en turbias aguas ellos los taponan enseguida, con sus grúas comunicacionales, hay que decir entonces que no se vulnera así, tan impunemente el cuerpo de Milagro Sala, que no se inventan peritajes así como así, tal como en el caso Nisman, que no se balbucean palabras de un libreto calculado como suele hacer la sagaz dama que gobierna la mayor provincia del país. “Apareció un cuerpo, ojalá no sea Maldonado, lo quiero con vida, pensé.” ¿No es esta frase de la gobernadora provincial otro ejemplo de un dictado infantil? ¿No era otra forma de aliviar el papel de la Gendarmería, asociándose a un deseo que se poseía genuinamente por parte de la familia, apoderándose de ese anhelo? Apoderarse de un deseo es el gesto del ladrón de sentimientos. Organiza pues sus sentimientos según convenga frente a lo que imagina que es una sociedad puerilizada, cándida en su bagatela. Deseo que este ser específico esté con vida. ¿Pero qué decir si fuera la muerte de otro cuerpo? ¿Si se le hubiera restado al cuerpo realmente aparecido el nombre de Maldonado? Sabemos que no fue así. ¿Pero no habría sentimiento para esa otra carne abandonada a las penumbras de un río supuestamente embrollado de ramajes? ¿O el sentimiento sería también algo fabricado? El sentimiento, cuándo es cortinado y no sacudón imprevisible de una conciencia, revela un triste ungüento político. 

Gobiernos que para transmutarse en gendarmerías deben aceptar que una gendarmería realice incluso sus propios movimientos prefabricados para condicionar a un gobierno. Es condicionable quien creó esa misma condición. Y con esos muertos y prisioneros en su conciencia, marchan hacia una elección triunfante. ¿Por qué no seguir, piensa alguno, esta guía tremendamente sofocante? Si al parecer los esperan como en un besamanos, sea al “peronismo republicano”, sea al “corrupto indultado” en el paredón de sus deshonrosas confesiones. El victorioso vive en el unicato de sus secretos y en el pluralismo hacia los menguados de honra.

La fabricación de utilerías escénicas obsesiona al macrismo tanto como el blanqueo de capitales familiares. Y sobre el tablado de la industria de elaboración de situaciones ficticias deterioraron durante todos sus mandatos al kirchnerismo. ¿Qué hubo de eso? Porque aun cuando se aludían a irregularidades varias –vulgo: corrupción–, también flotaba al viento la pastelería de los criadores de mitologías, expresión que remeda del criador de gorilas de Roberto Arlt. El hombre es el relato del hombre y el relato es el hombre que relata. El uso comunicacional de palabras como grieta o relato, colocándolas como sinónimos de impostura o encubrimiento, fundó toda una corriente jurídica apócrifa, que por fin hoy juzga sin jurisprudencia, castiga con las evidencias de su propia barbarie disfrazada de civilización. 

Los arduos dictámenes no son el trabajo de la sibarítica argumentación abogadil, sea todo lo ritualizada que se quiera, sino el resultado de espectáculos diagramados de antemano. Los condenados ya lo están a priori, y su única posibilidad es escapar a tientas del casco y las esposas de acero tomadas por el ávido camarógrafo oficial. La palabra corrupción hizo su magna cosecha, porque a diferencia de otras palabras menos bíblicas, ésta no está sujeta a la pausa necesaria entre significado y significante. Corrupción es una unidad maciza e impenetrable de significado y significante. Su sonoridad interna, su pictograma que sale de lenguas encendidas, su pronunciación afiebrada y martillante, todo en ella ya consagra el juicio preparado de antemano. La corrupción es un manchón siniestro y vacío, que basta invocárselo para reunir toda la significación kirchnerista, para colmo, notificada con el símbolo K, letra convertida en exógena al alma del buen burgués, el buen paisano, la prístina encarnación del pueblo incontaminado. Ni qué decir de ultra K. Guárdese aquel que incurre en este oscuro dominio del diccionario de las inquisiciones de turno; será sometido al debido proceso kafkiano. 

En el Parlamento, aun los diputados que cuestionan con argumentos decisivos la corrupción macrista –que está a la vista como lo están los conspiradores de los cuentos de Chesterton– se exigen siempre un preámbulo de vestiduras rasgadas dedicados a la corrupción “K”. Entendámonos: no es que no haya habido corrupción en el sentido lato, en el cotidiano ajetreo de unas decisiones que no debieron ser así –y hay culpabilidad en ello–, pero otra cosa es la corrupción legendaria, escrita en las páginas mesiánicas de un paraninfo plañidero, con el lloriqueo nacional en alza, con un conjunto de conciencias angelicales oficiantes del exorcizo. Escandalizadas por profesión, presentan la “estructura moral refundadora de la nación” comenzando fácil. Desde un guanaco de veinte pesos hasta los ultimátums de todo tipo, quedan autorizados por un triunfo electoral. El triunfo se reconoce. Las metodologías empleadas deben ser discutidas. 

La señora Carrió será estudiada en el futuro como la gran forjadora de mitos de purificación, de leyendas de redención, de las que ella misma se ríe con calculadas carcajadas reflejadas en su rostro en constante mutación especular. Un modelo de insensibilidad que simula sensibilidad, un rictus de desprendimiento que oculta las más sibilinas maniobras. Llegamos así a un punto culminante. De todo lo que se le acusa al kirchnerismo –el encubrimiento generalizado de la verdad– es de lo mismo que hay que observar multiplicado en el gobierno actual. El país tiene una misma palabra en su verso y su reverso. Pero ocurre que hay una incapacidad asombrosa para quedar paralizado ante este sistema de espectacularidades, esta maquinaria coactiva, esta antropología judicial de calcinamiento de personas. “Espectáculo” es vocablo esencial en la lengua de Durán Barba. La víscera más sensible del hombre es un bolsillo donde suenan no tanto las monedas sino las imágenes. Toda víscera, hoy, padece de un estado onírico. Pues los pueblos son concretos en la historia y oníricos en el momento en que por raras razones, la historia parece que establece un suspenso, se detiene a sí misma. 

Es por eso que en el caso de la prisión de De Vido hay una manifiesta ilegalidad que altera la misma Constitución, pero quienes eran los más apropiados para decirlo no pudieron hacerlo, o no se animaron a lo que parecería una desmesura, porque estamos todos en estado de proscripción y vigilancia por el restallido de una única palabra: corrupción. Y los que creen que no les toca ese dictamen de los jueces dantescos del más allá republicano, inmaculados, los que suponen que tienen el billete de entrada a la nueva época, dentro y fuera del peronismo, dentro y fuera de las izquierdas, se arropan en sus butacas sustentadas por su voceada profesión de fe contra los corruptos. Es bueno que reflexionen también si vale la pena expulsar de sí mismos los últimos mendrugos de legalidad parlamentaria (y judicial, de eticidad histórica efectiva) en nombre de ser los primeros en sumarse a la corriente. Ese grito de guerra que el gobierno define en su propia satisfacción de victoriosos del Waterloo que tan lunáticamente han diseñado. 

Está bien. Sumarse para emprender ahora la larga cabalgata de la denuncia de la Neo-Corrupción del actual gobierno, proporcionarles su misma medicina. Es claro que son imprescindibles los esfuerzos en ese sentido, pero es necesario advertir que la corrupción –en este caso– no tiene ese nombre, zafa, escapa de sí misma. Es una nadería indultada sistemáticamente por ellos mismos y sus dobles. Es la matriz de lo indultable por naturaleza. Ciertos “papers” inexcusables, blanqueos negruzcos. Nada ha ocurrido, y quienes los recuerdan, deben pagar el precio de recitar previamente el viejo catecismo de una genealogía de corruptos ya consagrados, que sacan del mismo botiquín los de los mitos ya instaurados. Por más que no puedan negarse específicos hechos que los sustentan, pero que nunca logran desprender –para su tratamiento argumentativo– de las envolturas inquisitoriales y legendarias ya escritas en la pizarra de cotizaciones de la corrupción al cierre bursátil del día. Han escapado del Nombre Fatídico porque su éxito fue habérselo prendido en el la solapa y en el corazón a los otros. A eso llamamos la parte oscura de un mito. Es fácil pasarlo por alto y tranquilizarse con la prisión del ex ministro de Planificación, pero tienen que saber que lo que hoy se planifica para el país es posible gracias a convertir en escombros malolientes el tramo político anterior, sabemos cuál, sobre el que el juicio histórico no coincidirá con el de los quemadores de incienso de Comodoro Py. 

En las sombras del sigilo que se oculta tras sonrisas de beatitud u ofertas de blanqueo de las conciencias anteriores que estarían a la bonna de Dio, se trama una aventura de desmonte de los cimientos mismos de un país. A algunos se les ofrece rápida absolución, pero deben saber que no es posible refutar este aciago período en el que entramos, si imaginan la facilidad aleatoria que los lleve a renegar sin examen crítico y sereno del período anterior. No sería éste uno de los buenos derroteros para resurgir de esta adversidad colectiva de un país, que no ha percibido en profundidad el infausto evento que se ha producido en su seno. Al punto que llama felicidad a su propia desdicha.

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