"Estábamos allí como rostros en la muchedumbre. Rostros con surcos de historia, no rostros de los hombres huecos", dice González, refiriéndose al acto de Arsenal, a continuación cita un verso de un poema de T. S. Eliot, sobre los hombres huecos; los hombres huecos llevaron al editor de este blog, a rememorar el "valle de los huesos secos", que profetiza Ezequiel (37: 1,14), porque el pueblo, en estos tristes momentos de la patria, parece abandonado de Dios, pero en el acto en Arsenal, parecieron recobrar singularidades, semblantes vívidos, caras que regresaban del fondo de la historia nacional, para un acontecimiento donde les prometían recuperar y defender sus derechos. Lo dicho, y mucho más, sugiere esta bella nota de Horacio González.
Imágen de Leandro Teysseire |
Mucho se ha hablado del acto de Arsenal, que por el horizonte latente de novedades que implica, merece nuevas reflexiones. Incluso ahora, cuando ya se conocen las candidaturas. Deseo considerar como cosa primera el modo en que aparecieron los rostros en esa cancha, forjando la idea misma de multitud y sus complejas implicancias. ¿Se puede decir que a la política no solo le interesan los rostros, sino que ellos son su verdadero motor, su significado profundo? Quizás una amalgama de rostros sea la fibra más delicada de lo que llamaríamos el ser de la política. Su expresión visual entendida como una suma de signos semejantes entre sí. Un rostro es lo que todos tenemos. Pero el rostro es asombroso en su cualidad más notoria, ninguno se parece a otro. Podemos confundirnos si los tomamos según las infinitas gamas, de la más cobriza a la más blancuzca.
Pero el rostro es irreductible; no puede haber nada tras él, salvo un oscuro sufrimiento fundante, un rasgo de todos que lleva la unicidad a su forma más incondicional. Nadie más que yo puede tener el rostro mío. Pero es posible decir que hay un momento en que muchos rostros superpuestos como en una teoría de conjuntos, dan fundamento a la política. Es el arsenal de rostros. Se aproximan, hay una inmediatez riesgosa y enseguida una separación que cada uno recobra lo suyo. Y así, infinitamente, entre las masas, lo va recobrando y abandonando.
En Arsenal hubo una suma de rostros en el campo de juego, a la expectativa. Así como en una obra célebre se habla de arsenal de mercancías, aquí los rostros eran lo contrario a una mercancía. Hay que saberlo; cantidades inabarcables de rostros, y no hay ninguno parecido a otro.
Horacio González |
Por eso, para no asustarnos, buscamos siempre un parecido. Cierto actor de televisión, algún artista célebre, para orientarnos en el bosque indiferenciado de labios, cabelleras y ojos. Un abismo de semblantes donde ya hemos caído. Si hay muchas maneras de acercarnos a ese mundo vital que llamamos la política, no puede ser desdeñada la meditación sobre los rostros. Hay allí una ética vaporosa pero con sentido acogedor. Cara a cara, todos eran uno y todos podían dispersarse. Pero en un solo punto, reclamaban a una persona que no fuera una más mientras esa persona decía que no, que ella era solo una más. Quizás se precisó esta paradoja, nunca ausente de un liderazgo, cualquiera que fuera, para que luego hubiera candidaturas.
Una proliferación que sea la idea máxima asociativa de cómo puede acercarse y hacerse totalidad lo que parece intraducible. En Arsenal la totalidad no era maciza y única, era irradiación y superposición de rostros, se agrupaban y expandían alternativamente, eran uno por uno y eran la multitud pensante. No había banderas, esas caras que se sobreponían de un óvalo a otro formando diagonales, marejadas e hileras bifurcadas una y otra vez. Surgían de muchas otras ondulaciones rostrificadas de la historia nacional. Véanse lejanas fotografías, el sepelio de Yrigoyen o el 17 de octubre. De este último, las fotos que hay del primero y hasta el segundo aniversario, los cuerpitos tomados a la distancia son signos vivos, el gentío parece uniforme, conformado por múltiples puntitos blancos: rostro o pañuelo, rostros que se agitan o pañuelos a la expectativa. O si no, lo que se llamó el día del Renunciamiento: allí dijo Evita “esto es el pueblo sufriente que representa el dolor de la tierra madre”. Luego de estas evangélicas frases fue demandada o interrogada por la multitud sobre cosas concretas. No podía satisfacerlos. “Por el cariño que nos une les pido por favor que no me hagan hacer lo que no quiero hacer”. Esa multitud de 1952 flotaba en el aire, en la perspectiva del más dilatado espacio urbano, parecía que los cuerpos eran contenidos sobre el pavimento de la Avenida 9 de Julio, por unas pocas pancartas que parecían estacas perdidas en el alud. La cascada humana quería que se haga lo que no se podía hacer.
El acto de Arsenal fue juzgado de diversas maneras. Se pensó que la multitud presente era el sostén para un público mayor, ajeno al estadio, a la cual se le daría, por la vía de imágenes trasmitidas, una idea de la política despojada de simbolismos sobrantes y de argumentos abstractos. No estamos en desacuerdo con ese propósito. Pero no es posible pensar que el presencialismo en el estadio era un acontecer aleatorio. Estábamos allí como rostros en la muchedumbre. Rostros con surcos de historia, no rostros de los hombres huecos. Un gran poema de T. S. Eliot hace hablar a los hombres huecos: “Inclinados unos con otros. La cabeza llena de paja”. Esos rostros eran lo contrario, rellenos de expectativas, indagaciones y curiosidades. Alguien pudo tomar tal o cual decisión escénica, pero lo cierto es que allí hubo un punto de partida. Ante tal situación, Cristina dijo que era una más, pero nadie estaba hueco en esa congregación de los unos más. No deja de ser cierto que los unos más eran convocados por una más. Pero la que dice no ser la que era, era que la se expuso a decir “no me hagan hacer lo que no quiero”, porque exploraba sabiéndolo o no, el secreto de los rostros. Su proximidad nueva y su condición de lejanos, apareciendo desde una lejanía irrepetible, la disolvía en esos rostros. Pero la hacía emerger de nuevo, en la necesaria condición de “primus inter pares”. Se la podrá llamar de diversas maneras, pero esa es la que las palabras pronunciadas nos habilitan para decir.
María José Malvares, en su trabajo sobre los rostros que se superponen a la mitad partida del de Milagro Sala, invitó a poner la idea de organización social como la búsqueda de la parte de los que buscan donde extraviaron la suya. Sin insignias específicas, los rostros encimados de Arsenal no estaban tapados por ninguna túnica pero no son los de nadie. No están disponibles para cualquier cosa. “Los votos no son de nadie”, se pierde Durán Barba, el apologista de la sociedad como tabula rasa y los símbolos como redes del colonialista, del conquistador de almas. Pero los hombres y mujeres con rostros salidos de la historia nacional, se revelaban en su desabrigo en esa cancha de Arsenal. Pero no eran rostros rasos, sin responsabilidades o memoria. Son rostros que vienen de lejos, atraviesan desiertos pero son de ellos mismos y saben a quién le deben hacer sus preguntas. Que asimismo son lejanas y no se repiten del mismo modo, pero son preguntas antiguas. Sabían lo que son las túnicas. La voz del estadio sabía en sus rostros que desde los más viejos tiempos las túnicas negras son las del juez y las blancas son las del candidato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario