Horacio González |
El concepto de conducta tiene tantas interpretaciones como la raíz de la que proviene: conducir, conducirse. El macrismo ha puesto en circulación otros significados, que lo sacan de su cómoda ambigüedad para convertirlo en una nueva teoría de la administración biopolítica de las personas. Frente a la actual crisis educativa, que es una crisis pedagógica y humanística antes que tecnológica y de impericia para adentrarse en el mundo de los textos, el macrismo está alentando -a través de figuras de última hora como el neurólogo en ascenso Facundo Manes-, un engendro educativo basado en las neurociencias. Es dudoso que esta perspectiva tan errónea como injusta con la tradición pedagógica nacional consiga otra cosa que la biologización de las instancias sociales del aprendizaje. Nada podemos esperar de esta embestida que acaba con la autonomía del “logos” educacional argentino, maltrecho pero perseverante.
Sin embargo, descubre un aspecto ya esbozado en el macrismo y definido hasta ahora por sus filósofos oficiales tanto como por el escueto y laborioso fraseo del propio Macri. El neoliberalismo no es cosa simple: viene acompañado por la vieja escuela conductista, que hace de la conducta un plan adaptativo basado en la teoría del reflejo, más empobrecida que en la época del propio Pavlov. Se dice del foso creado por las nuevas formas de lectura y la incerteza que provocan los instrumentales técnicos que no quedan integrados al discurso pedagógico, sino que permanecen extraños a él, como invasores al acecho; por ejemplo, la cuestión del uso de celulares en horas de clase. No es cuestión simple, pero para el conductismo todo lo es. La conducta así entendida emanaría no de juicios de naturaleza ética, sino de técnicas cognitivas, una mezcla de psicología informática e inteligencia artificial. Recuérdese la histórica consigna balbinista, “Balbín conducta”, que significaba otra cosa. Suponía dar una nota de elevación moral de la conciencia personal; luego cuando fue cambiada por “Balbín solución” muchos viejos radicales protestaron por la pérdida del tono ético. Esos hombres ya no están más o quedaron dignamente en la resistencia.
El conductismo, salido de las entrañas del productivismo capitalista, parte de un complejo sistema de acciones y reacciones localizados en el cerebro. Sin embargo, los neurocientistas siempre buscaron una ética, y el ejemplo mayor de esa búsqueda lo teníamos cerca, correspondía al epistemólogo Mario Bunge, que proponía una ética neurobiológica que desembocaba en un liberalismo que, antes que nada, cuestionaba las metáforas que le dan vida a toda lengua, incluyendo todas las filosofías conocidas de la praxis y las investigaciones psicoanalíticas, que ocurren en el interior de la inescindible pero compleja relación del lenguaje con el mundo de las prácticas.
Aquí ni siquiera eso, pues el nivel de los conductistas del macrismo (el neuro-macrismo) lo expresan no solo los políticos que hablan en su nombre, sino también los nuevos brebajes del conductismo empresarial (el coaching) y toda la desafiante veta especulativa que proveen arlequines como Durán Barba, al que no sólo puede vérselo como un hechicero repleto de torpes artimañas, sino como anticipador de este conductismo que quizás no supimos ver desde su inicio, cuando ya se insinuaba con la recuperación de un Nietzsche empresarial o para empresarios la “voluntad de poder” asociada al “management”. Cuando entre las tantas supercherías que derrama, Durán Barba dice que nada más importante que el timbreo en una casa modesta por parte de una figura pública (el propio presidente, captado específicamente con su displicente figura frente a un domicilio suburbano), la crítica que se le hizo a este artefacto ilusorio era obviamente la que lo señalaba como la construcción artificial de un arquetipo.
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No nos dimos cuenta que ese timbre era como la campana de Pavlov y que estaba destinado a su “viralización”, palabra que alguna manera conjuga neurociencias bacterianas e informática. En un reciente artículo Durán Barba expone su credo, haciéndolo remontar a las conductas de los primates ante la selva desconocida. Se actúa allí con “inteligencia emocional” -un concepto conductista vecino a la “inteligencia artificial”- y rápidamente se hacen cálculos de sobrevivencia de la “especie”. “Cuando alguien abre la puerta de su casa y se encuentra con algo o alguien muy inusual, no olvidará la experiencia”. Eso dice Durán. Lo que significa que esa es la manifestación actual del núcleo de una nueva ciencia experimental que vendría de la prehistoria. ¡Con este develamiento, perdimos varios siglos enredados en inútiles antropologías! Nada sabíamos del Timbreo Experimental Inusual.
La mayor parte de nuestras decisiones las tomamos a partir de lo que vemos, agrega Durán, en las barbas del Obispo Berkley. Y remata: “A los consultores nos interesan las palabras del candidato, pero sobre todo qué es lo que entenderán los electores, que tienen sus propios códigos de comunicación. Cuando una persona escucha un discurso, solamente una mínima parte de la información que recoge es denotativa, es decir, tiene que ver con el contenido del texto. Cuatro quintas partes tienen que ver con la forma y el contexto en que se pronuncia el mensaje”. ¡Horror! ¡Vivimos equivocados desde el Hombre de Neanderthal! ¡Sólo se entienden los textos en una “mínima parte”! ¿Incluso los de Macri? ¡Caramba! ¿Hay que festejar en las escuelas y universidades este gran descubrimiento? Este es un tramo anticipador del manual de neurociencias, al que los cirujanos de la educación llegan tarde, porque lo teníamos ante nuestros ojos y no lo habíamos apreciado bien.
Es que, como dice el mismo Durán, la gente toma decisiones por lo que ve, y bajo esos estímulos esenciales de peligro se va formando el cerebro. Desde el hombre Neolítico al cerebro de este consultor político pasaron millones de años. Seguramente pasarán muchos menos para que una verdadera movilización de las fuerzas culturales, humanísticas, críticas, analíticas, científicas y tecnológicas del país, reaccione con argumentos novedosos y congregantes ante estos macaneos vergonzosos, al gusto de una nueva clase de lúmpenes-empresarios. Hay que decirles que están secas las pilas de esos timbres que van a apretar.
Sin embargo, descubre un aspecto ya esbozado en el macrismo y definido hasta ahora por sus filósofos oficiales tanto como por el escueto y laborioso fraseo del propio Macri. El neoliberalismo no es cosa simple: viene acompañado por la vieja escuela conductista, que hace de la conducta un plan adaptativo basado en la teoría del reflejo, más empobrecida que en la época del propio Pavlov. Se dice del foso creado por las nuevas formas de lectura y la incerteza que provocan los instrumentales técnicos que no quedan integrados al discurso pedagógico, sino que permanecen extraños a él, como invasores al acecho; por ejemplo, la cuestión del uso de celulares en horas de clase. No es cuestión simple, pero para el conductismo todo lo es. La conducta así entendida emanaría no de juicios de naturaleza ética, sino de técnicas cognitivas, una mezcla de psicología informática e inteligencia artificial. Recuérdese la histórica consigna balbinista, “Balbín conducta”, que significaba otra cosa. Suponía dar una nota de elevación moral de la conciencia personal; luego cuando fue cambiada por “Balbín solución” muchos viejos radicales protestaron por la pérdida del tono ético. Esos hombres ya no están más o quedaron dignamente en la resistencia.
El conductismo, salido de las entrañas del productivismo capitalista, parte de un complejo sistema de acciones y reacciones localizados en el cerebro. Sin embargo, los neurocientistas siempre buscaron una ética, y el ejemplo mayor de esa búsqueda lo teníamos cerca, correspondía al epistemólogo Mario Bunge, que proponía una ética neurobiológica que desembocaba en un liberalismo que, antes que nada, cuestionaba las metáforas que le dan vida a toda lengua, incluyendo todas las filosofías conocidas de la praxis y las investigaciones psicoanalíticas, que ocurren en el interior de la inescindible pero compleja relación del lenguaje con el mundo de las prácticas.
Aquí ni siquiera eso, pues el nivel de los conductistas del macrismo (el neuro-macrismo) lo expresan no solo los políticos que hablan en su nombre, sino también los nuevos brebajes del conductismo empresarial (el coaching) y toda la desafiante veta especulativa que proveen arlequines como Durán Barba, al que no sólo puede vérselo como un hechicero repleto de torpes artimañas, sino como anticipador de este conductismo que quizás no supimos ver desde su inicio, cuando ya se insinuaba con la recuperación de un Nietzsche empresarial o para empresarios la “voluntad de poder” asociada al “management”. Cuando entre las tantas supercherías que derrama, Durán Barba dice que nada más importante que el timbreo en una casa modesta por parte de una figura pública (el propio presidente, captado específicamente con su displicente figura frente a un domicilio suburbano), la crítica que se le hizo a este artefacto ilusorio era obviamente la que lo señalaba como la construcción artificial de un arquetipo.
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No nos dimos cuenta que ese timbre era como la campana de Pavlov y que estaba destinado a su “viralización”, palabra que alguna manera conjuga neurociencias bacterianas e informática. En un reciente artículo Durán Barba expone su credo, haciéndolo remontar a las conductas de los primates ante la selva desconocida. Se actúa allí con “inteligencia emocional” -un concepto conductista vecino a la “inteligencia artificial”- y rápidamente se hacen cálculos de sobrevivencia de la “especie”. “Cuando alguien abre la puerta de su casa y se encuentra con algo o alguien muy inusual, no olvidará la experiencia”. Eso dice Durán. Lo que significa que esa es la manifestación actual del núcleo de una nueva ciencia experimental que vendría de la prehistoria. ¡Con este develamiento, perdimos varios siglos enredados en inútiles antropologías! Nada sabíamos del Timbreo Experimental Inusual.
La mayor parte de nuestras decisiones las tomamos a partir de lo que vemos, agrega Durán, en las barbas del Obispo Berkley. Y remata: “A los consultores nos interesan las palabras del candidato, pero sobre todo qué es lo que entenderán los electores, que tienen sus propios códigos de comunicación. Cuando una persona escucha un discurso, solamente una mínima parte de la información que recoge es denotativa, es decir, tiene que ver con el contenido del texto. Cuatro quintas partes tienen que ver con la forma y el contexto en que se pronuncia el mensaje”. ¡Horror! ¡Vivimos equivocados desde el Hombre de Neanderthal! ¡Sólo se entienden los textos en una “mínima parte”! ¿Incluso los de Macri? ¡Caramba! ¿Hay que festejar en las escuelas y universidades este gran descubrimiento? Este es un tramo anticipador del manual de neurociencias, al que los cirujanos de la educación llegan tarde, porque lo teníamos ante nuestros ojos y no lo habíamos apreciado bien.
Es que, como dice el mismo Durán, la gente toma decisiones por lo que ve, y bajo esos estímulos esenciales de peligro se va formando el cerebro. Desde el hombre Neolítico al cerebro de este consultor político pasaron millones de años. Seguramente pasarán muchos menos para que una verdadera movilización de las fuerzas culturales, humanísticas, críticas, analíticas, científicas y tecnológicas del país, reaccione con argumentos novedosos y congregantes ante estos macaneos vergonzosos, al gusto de una nueva clase de lúmpenes-empresarios. Hay que decirles que están secas las pilas de esos timbres que van a apretar.
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