EDUARDO FEBBRO |
Bajo la sombra de unos árboles casi generosos, en pleno Montmartre, la solitaria estatua del Caballero de La Barre proyecta su leyenda sobre el presente: ¿terminaremos como él, condenados a muerte, decapitados por no postrarnos ante la malcriada procesión de la monarquía consensual que preside los destinos del mundo?
François-Jean Lefebvre de La Barre fue decapitado en 1766 por no haberse sacado el sombrero durante una procesión. Lo enterraron con un libro proscripto en ese siglo: el diccionario filosófico de Voltaire. Estaban, ambos, opuestos al oscurantismo masivo de su época. El sol de este otoño pasivo que baña su estatua y alarga su tenue sombra en la vereda remite al asedio ideológico, la calumnia, los despropósitos y la vulgaridad de que es objeto la Argentina en la prensa occidental. No hay diario o semanario, de izquierda o de derecha, que no arremeta con la más infame de las demostraciones contra nuestra historia más reciente y contra un movimiento político, el peronismo, ciertamente complejo pero en ningún caso responsable de los horrores que se le atribuyen. Como si, a imagen y semejanza del Caballero de La Barre, estar en disidencia o no entrar del todo en la resonancia del mundo mereciera la proscripción, el embuste y, muchas veces, la ofensa a toda una nación. La atracción negativa que ejerce la Argentina y el peronismo entre los plumíferos de la derecha liberal y sus alumnos progresistas de Occidente es pavorosa. Ninguno de los inabarcables dictadores que visitan París y compran perfumes y armas ha merecido un tratamiento tan degradante, un repertorio de adjetivos tan vil. En la prensa latina, El País, en España, y Le Monde, en Francia, han caído en la más sucia de las falacias y el agravio. La metodología de ambos diarios es la misma: el desprecio y la omisión histórica como regla de oro. A la presidencia saliente la han calificado de “patética”, “antioccidental”, “desubicada”, de “expoliar a los acreedores”, de gobernar con un autoritarismo digno de las dictaduras, de “caudillo de pacotilla”. Al peronismo se le ha atribuido todo el peso de las catástrofes nacionales sin hacer, jamás, la más lejana mención a las espantosas, criminales y antinacionales dictaduras que postraron al país y, menos aún, a la crisis de 2001, a la agresión bancaria mundial que la precipitó, a los muertos por la represión, a la potencia imaginativa y la solidaridad con la cual la sociedad se levantó de aquellos abismos. “Si debiésemos mencionar una causa única del ocaso argentino indicaríamos el peronismo”, escribió en Le Monde Jean-Pierre Petit, economista y director de la revista Les Cahiers Verts de l’Economie. La prensa nacional, aquella que descubrió la democracia en 1983, exhibe esos análisis como un trofeo. La capacidad de olvido y transformación de esos medios internacionales es pasmosa. Durante la crisis financiera de 2008, las agencias de calificación y los fondos buitres eran enemigos universales. Pero cuando la Argentina los enfrentó, el adversario incordioso fue la Argentina. Los pluri escribidores han mezclado insolentemente Nación, Estado, Sociedad y Gobierno y omitido no sólo nuestra historia, sino la de ellos. Hemos leído editoriales moralistas de The New York Times exigiendo justicia por la muerte del fiscal Nisman sin siquiera mencionar la deuda que el mismo Estados Unidos tienen con su propia verdad para esclarecer el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy. En un vejatorio editorial publicado por el diario El País y titulado “Lloro por ti Argentina”, firmado por Xavier Vidal-Folch, director adjunto del periódico y presidente del World Editors Forum, el diario plasma una apocalíptica visión de los últimos 12 años. Sería inadecuado darle vuelta el espejo, por respeto a la sociedad española. Señor Xavier Vidal-Folch, hace ya mucho que los republicanos del mundo lloramos por esa noble España estafada por sus propios bancos y bañada por una corrupción globalizada. ¡No llore por nuestro país, por favor! La Argentina ha protagonizado una transición moderada, sin dudas crítica para el partido que pierde, como siempre suele ocurrir, pero es una conquista política de la sociedad, no una venganza en nombre del Occidente liberal. Occidente ha celebrado la derrota electoral del kirchnerismo como una victoria propia. A Mauricio Macri no lo eligió el mercado global, sino la sociedad argentina. Es producto del cambio de la burguesía argentina que se inscribió en la melodía democrática, salió electo por una mayoría nacional y no por unos lacayos a sueldo del imperio. A Néstor y a Cristina Fernández de Kirchner no los eligieron en un círculo cerrado de populistas, sino en la misma sociedad que hoy apostó por otro rumbo. ¿Acaso aún pretenden que después del ultraje del 2001 viniese un poder pactista y consensual con sus propios verdugos? Jamás se leen tantos horrores sobre ningún otro país del mundo, con tanto atrevimiento, con una falta de modestia tan ostentosa. Le hacen pagar al poder saliente todas las veces que les dijo “no”. ¿De dónde saca su legitimidad analítica ese charlatán de foros liberales que es Mario Vargas Llosa? ¿Cómo un diario como El País puede aún publicar una crónica tan agresiva contra una nación, la Argentina, y su gobierno? El Premio Nobel peruano es capaz de escribir sobre el papa Benedicto XVI, la guerra en Afganistán, el conflicto en Osetia del Sur, el precio de la soja o el otoño en Lviv con la misma petulancia. Plumíferos de sillón giratorio que reparten notas de moralidad a través del planeta sin haber puesto los pies en ningún de los lugares que retratan. Escriben como si lo hicieran desde el Evangelio, y no desde países con sus propios sistemas políticos carcomidos por la corrupción, la penalización de los más pobres, los negocios con las más tristes dictaduras y las prácticas bancarias más escabrosas.
Cientos de miles de jóvenes celebraron en París el fin de los dos mandatos (1981-1995) del difunto presidente socialista François Mitterrand y la victoria del conservador Jacques Chirac. Otros tantos cientos de miles de jóvenes hicieron lo mismo en la Plaza de la Concordia cuando Chirac dejó el poder (1995-2002) al cabo de dos mandatos. Festejaron como el comienzo de una nueva vida la victoria del joven y prometedor liberal Nicolas Sarkozy. Cinco años más tarde, en 2012, cientos de miles de personas se embriagaron de alegría hasta la madrugada en la Plaza de la Bastilla tras la derrota de Sarkozy y el acceso a la presidencia del socialista François Hollande. Así es la rotación del poder. Pero cuando se trata de la Argentina, parece que fuera una guerra, una suerte de conflicto a todo o nada entre la barbarie y la libertad. A la barbarie ya la conocimos con botas, a la libertad la gozamos desde 1983, con todas sus complejidades. Hay, en los medios de Occidente, una histriónica nostalgia por una Argentina blanca y liberal que ha dejado de existir hace mucho. Toda particularidad, todo rasgo de no resonancia con el modelo planetario, es vista como un crimen y acechada con el verbo del castigo, el exceso, la vulgaridad y la ignominia. Cualquier proyecto nacional es tildado de nacionalista y populista. ¿Qué dirían hoy del general De Gaulle que refundó Francia después de la Segunda Guerra Mundial inventando una doctrina nacional, en disenso con el resto de las potencias? Más allá de las presidencias democráticas pasadas y con la mente en la que viene, tal suma de humillaciones retóricas plantea la relación de la Argentina con el mundo y pone al desnudo un paradigma: Mauricio Macri representa a una Nación, no a un Mercado. Insalvablemente, en algún momento dirá que no. ¿Qué ocurrirá entonces cuando la híper proteccionista Unión Europea intente imponer concesiones que ningún mandatario puede aceptar? Lo viene haciendo desde hace décadas, además de falsear los mercados con sus millonarias subvenciones agrícolas. ¿Se volverá un caudillo inepto a ojos de Occidente, un dirigente “liberal populista” porque no hace bien los deberes? Lástima que nuestra derecha nacional sea tan pobre intelectualmente y no tenga dientes para, al menos, anteponer su propia filosofía ante agresiones de la magnitud que se han ido leyendo en los últimos meses. Si el diario La Nación pide la libertad para los genocidas y publica, en primera plana de su edición de Internet, un espacio de diálogos y debate auspiciado por ese ente planetario de lavado de dinero que es el banco HSBC, nada se puede esperar de esa derecha. Menos aún de Clarín, cuyas mentiras y manipulaciones obscenas entrarán en los manuales del periodismo como horizonte del contraejemplo que ha manchado a una profesión mágica y noble. Toda oposición política es legítima, pero el hurto de la verdad no puede ser su escenario. Al menos, la derecha francesa tiene una filosofía propia, nacional, inscripta en la globalización pero arraigada a su tierra. El peronismo más reciente ha desencadenado un odio inédito en los medios del mundo, un irrespeto a la identidad de un país entero, a su historia, a sus electores, a sus dirigentes políticos, a sus mayorías y sus minorías, a su alma, a sus tragedias y sus aciertos. Cómo no recordar ante esta estatua las desaventuras trágicas del caballero François-Jean Lefebvre de La Barre, al propio general De Gaulle que se ocupaba de pagar sus cuentas domésticas, a todos aquellos que murieron en la represión bancaria del 2001. Somos América, somos el peronismo, el PRI en México, Evo en Bolivia, el chavismo en Venezuela, somos Bachelet en Chile, el lulismo en Brasil, somos Cuba y el Papa, somos Juan Manuel Santos en Colombia, el tango y la salsa, somos nuestros dictadores y nuestros revolucionarios, las FARC y las extremas derechas militaristas, somos Evita y Juana Azurduy, somos indígenas y, mezclados, somos el bolero y los mariachis, somos Macondo y Borges, no somos un mercado de títeres. Somos un sueño de libertad y la seguimos construyendo. No lloren por nosotros.
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